Si todos fuésemos buenos
no haría falta policía, ni cárceles. Porque las calamidades serían fenómenos
naturales o distracciones. Simples accidentes. Como un tsunami o un conductor
que se duerme al volante, el pobre.
Si todos fuésemos buenos,
el Estado debiera limitarse a avisar del tsunami y hacer prevención. Y los ciudadanos, a poner
velitas y a llorar.
Pero si hubiese alguien
malvado, el Estado debiera pararle los pies. Con contundencia. Con violencia si hace falta.
El Estado tiene el monopolio de la fuerza para defender a los
ciudadanos.
Si el Estado no cumple, pierde su razón de ser. Pone en peligro la tranquilidad (cada uno podría pensar
que, puesto que el Estado no me defiende, me defiendo yo) y pone en peligro el
propio marco cultural que nos ha costado siglos de esfuerzo.
Quienes ostentan la
representación política son responsables. Por ignorancia, pereza o cobardía. No como quienes atacan sino como
quienes no defienden, acogen y amparan al enemigo en tiempo de peligro.
Algo de esto le entiendo
a Ortega. Y ahí lo dejo. Por si interesa:
«La civilización no es
otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio»
Ortega y Gasset, La rebelión de las masas