Vieja escuela: lo que la herida enseña (y lo que copiar revela)
En la literatura, como
en la vida, hay una tensión constante entre dos polos: el ideal de perfección y
la experiencia de la herida. Tobias Wolff, en su novela Vieja escuela,
pone esa tensión en el centro de una historia de formación. Pero más allá del
argumento, lo que queda es una pregunta incómoda: ¿es posible construir una voz
auténtica sin antes haber imitado otras? ¿Y cómo entender la herida (física,
moral, intelectual) no como un obstáculo, sino como una condición de
posibilidad?
La herida como verdad
El protagonista de Vieja
escuela se deja seducir por Ayn Rand, por su estilo limpio y su defensa de
la grandeza individual. Hasta que la conoce. Rand encarna una mirada de
desprecio hacia la debilidad y el fracaso. Y ahí comienza el desencanto. Porque
él está enfermo, literalmente: una gripe le impide asistir a clase, escribir su
relato, competir por la ansiada entrevista con la autora. Su fragilidad se
convierte en espejo: lo que antes admiraba, ahora le resulta insoportable.
Es entonces cuando
aparece Hemingway. No como un salvador, sino como un contraste. Si Rand
representa la pureza estética y moral, Hemingway representa la dignidad de lo
herido. Personajes rotos, discretos, sobrios… pero humanos. La tensión no es
sólo literaria: es filosófica. Rand niega la herida; Hemingway la asume. ¿Y
nosotros?
En el fondo, lo que Vieja
escuela plantea es una antigua disputa: Parménides y Heráclito, lo perfecto
y lo cambiante, lo uno y lo roto. La gran tentación de nuestro tiempo es
elegir: o pureza o herida, o fuerza o fragilidad, o cultura o naturaleza, o
necesidad o libertad. Pero la inteligencia no consiste en elegir uno de las
opciones, sino en saber habitarlas ambos. Como quien reconoce su debilidad… sin
dejar de aspirar a su plenitud.
Copiar para formar, copiar para engañar
El segundo eje que
atraviesa la novela es el de la copia. Antes del plagio, el protagonista copia
a Hemingway. Palabra por palabra. Lo hace no para engañar, sino para sentir el
ritmo, la cadencia, el aliento de una obra maestra. Quiere aprender. Y así
empieza toda verdadera formación: por imitación.
En filosofía lo sabían
desde antiguo: los pitagóricos exigían años de silencio, de asimilación de la
voz del maestro, antes de hablar con voz propia; años de aprendizaje de la
gramática antes de escribir una obra maestra (que respeta la leyes de la
gramática). Copiar, entonces, no es el problema. El niño imita a sus padres
para andar, para hablar y luego él va donde quiere y dice lo que quiere. Copiar
para apropiarse de la grandeza ajena es lo que nos forma y nos hace grandes.
Copiar no es plagiar.
Quien copia para hacerse grande, muestra gratitud a sus maestros. Quien plagia,
no sólo roba, sino que manifiesta su incapacidad para hablar con voz propia,
para producir una obra digna.
En un momento clave
del libro, el protagonista recuerda a los padres de un amigo que
aprendieron a bailar mambo siguiendo
diagramas de pasos en el suelo. Años después, en una fiesta, los ve
bailar: “Les había visto bailar un mambo impresionante en una fiesta de Navidad
y ellos, estoy completamente seguro, no estaban recurriendo a esos diagramas.
Ni siquiera se miraban los pies. Hacían simplemente lo que se les ocurría de
modo natural, a partir de unos instintos que habían adecuado a ciertas
convenciones, y el resultado era invención, libertad... ¡mambo!”
Esa es la clave:
primero el diagrama, luego la intuición. Primero la copia, luego la voz.
La imitación no es lo
contrario de la creación. Es su condición.
Vieja escuela no es una novela sobre escribir. Es una novela
sobre la fragilidad, la identidad y la extraña forma en que a veces (sólo a
veces) la copia nos devuelve a nosotros mismos.
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Si quieres ampliar esta reflexión, puedes ver el canal Tinta y Caos:
en youtube:
https://n9.cl/k1nj1
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