sábado, 26 de julio de 2025

Vieja escuela: lo que la herida enseña (y lo que copiar revela)

 


 

Vieja escuela: lo que la herida enseña (y lo que copiar revela)

 

 

En la literatura, como en la vida, hay una tensión constante entre dos polos: el ideal de perfección y la experiencia de la herida. Tobias Wolff, en su novela Vieja escuela, pone esa tensión en el centro de una historia de formación. Pero más allá del argumento, lo que queda es una pregunta incómoda: ¿es posible construir una voz auténtica sin antes haber imitado otras? ¿Y cómo entender la herida (física, moral, intelectual) no como un obstáculo, sino como una condición de posibilidad?

 

La herida como verdad

El protagonista de Vieja escuela se deja seducir por Ayn Rand, por su estilo limpio y su defensa de la grandeza individual. Hasta que la conoce. Rand encarna una mirada de desprecio hacia la debilidad y el fracaso. Y ahí comienza el desencanto. Porque él está enfermo, literalmente: una gripe le impide asistir a clase, escribir su relato, competir por la ansiada entrevista con la autora. Su fragilidad se convierte en espejo: lo que antes admiraba, ahora le resulta insoportable.

Es entonces cuando aparece Hemingway. No como un salvador, sino como un contraste. Si Rand representa la pureza estética y moral, Hemingway representa la dignidad de lo herido. Personajes rotos, discretos, sobrios… pero humanos. La tensión no es sólo literaria: es filosófica. Rand niega la herida; Hemingway la asume. ¿Y nosotros?

En el fondo, lo que Vieja escuela plantea es una antigua disputa: Parménides y Heráclito, lo perfecto y lo cambiante, lo uno y lo roto. La gran tentación de nuestro tiempo es elegir: o pureza o herida, o fuerza o fragilidad, o cultura o naturaleza, o necesidad o libertad. Pero la inteligencia no consiste en elegir uno de las opciones, sino en saber habitarlas ambos. Como quien reconoce su debilidad… sin dejar de aspirar a su plenitud.

Copiar para formar, copiar para engañar

El segundo eje que atraviesa la novela es el de la copia. Antes del plagio, el protagonista copia a Hemingway. Palabra por palabra. Lo hace no para engañar, sino para sentir el ritmo, la cadencia, el aliento de una obra maestra. Quiere aprender. Y así empieza toda verdadera formación: por imitación.

En filosofía lo sabían desde antiguo: los pitagóricos exigían años de silencio, de asimilación de la voz del maestro, antes de hablar con voz propia; años de aprendizaje de la gramática antes de escribir una obra maestra (que respeta la leyes de la gramática). Copiar, entonces, no es el problema. El niño imita a sus padres para andar, para hablar y luego él va donde quiere y dice lo que quiere. Copiar para apropiarse de la grandeza ajena es lo que nos forma y nos hace grandes.

Copiar no es plagiar. Quien copia para hacerse grande, muestra gratitud a sus maestros. Quien plagia, no sólo roba, sino que manifiesta su incapacidad para hablar con voz propia, para producir una obra digna.

En un momento clave del libro, el protagonista recuerda a los padres de un amigo que aprendieron a bailar mambo siguiendo diagramas de pasos en el suelo. Años después, en una fiesta, los ve bailar: “Les había visto bailar un mambo impresionante en una fiesta de Navidad y ellos, estoy completamente seguro, no estaban recurriendo a esos diagramas. Ni siquiera se miraban los pies. Hacían simplemente lo que se les ocurría de modo natural, a partir de unos instintos que habían adecuado a ciertas convenciones, y el resultado era invención, libertad... ¡mambo!”

Esa es la clave: primero el diagrama, luego la intuición. Primero la copia, luego la voz.

La imitación no es lo contrario de la creación. Es su condición.

Vieja escuela no es una novela sobre escribir. Es una novela sobre la fragilidad, la identidad y la extraña forma en que a veces (sólo a veces) la copia nos devuelve a nosotros mismos.

 


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Si quieres ampliar esta reflexión, puedes ver el canal Tinta y Caos:


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https://youtu.be/b_Ggd8SNHYk


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