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sábado, 31 de mayo de 2025

Hábitos atómicos y El Principito: el hábito y la vida que construyes (I)

 




 

Hábitos atómicos y El Principito: el hábito y la vida que construyes (I)

 

¿Y si no fueran los objetivos, sino los hábitos?

¿Y si la clave para cambiar tu vida no estuviese en tus objetivos, sino en tus hábitos, en tu comportamiento? Esa es la propuesta central de Hábitos Atómicos, un libro que ha impactado a millones de personas por la claridad con la que explica qué son los hábitos, cómo se forman y cómo nos transforman.

Los hábitos tienen que ver con comportamientos repetidos, consolidados. Por ejemplo, aquí tenemos el hábito de pensar, lo que significa detenernos a sopesar: ver qué cosas merecen la pena, qué es valioso y merece ser retenido, y qué necesita ser corregido o completado.

Eso es, precisamente, lo que haremos en este artículo, y en su continuación. El libro nos propone cambiar el comportamiento como medio para transformar la vida. Y lo argumenta bien. Su planteamiento es claro y está bien expuesto. Pero el problema —y este es el foco de nuestra reflexión— está en lo que no dice.

 

domingo, 16 de marzo de 2025

5 libros para descubrir quién eres

 


 

 

 

5 libros para descubrir quién eres

 

 

¿Quiénes somos realmente? ¿Cuál es nuestra identidad? ¿Es algo que descubrimos porque ya estaba ahí, o algo que construimos? ¿Nos lo dan hecho o lo hacemos nosotros solos?

La literatura está llena de personajes que buscan descubrir o construir su identidad. En este artículo, exploramos cinco obras en las que este tema cobra un papel fundamental.

lunes, 20 de enero de 2025

El Principito y la soledad moderna

 




El Principito y la soledad moderna



Hay momentos en la vida en que experimentamos de un modo vivo y doloroso nuestra soledad.

Incluso rodeados de compañeros, amigos o familiares, a veces nos sentimos profundamente solos.

Si no me equivoco, la sensación de no tener a nadie con quien hablar verdaderamente es el tema central de El Principito. Se trata de un rasgo típicamente moderno: la carencia de conexión auténtica con los demás.

En El principito, el símbolo de la soledad es el desierto. Ahí ocurren los acontecimientos, encuentros y enseñanzas fundamentales.

jueves, 3 de octubre de 2024

Vacío y promesa; Rulfo y Saint-Exupéry

La llanura árida, el secarral, es abrasador e infecundo. Tanto da que se hable de paisajes físicos o espirituales.

Algo de esto le entiendo a Juan Rulfo cuando escribe:
«¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? […]
No, el llano no es cosa que sirva»,
Rulfo, El llano en llamas; Nos han dado la tierra, 113.

También es abrasador el desierto en el que cae el Principito, pero Saint-Exupéry escribe:
«Lo que embellece al desierto –dijo el principito– es que esconde un pozo en algún lugar;
Ce qui embellit le désert, dit le petit prince, c'est qu'il cache un puits quelque part...»
Saint-Exupéry, El principito, cap. 24.

Mientras que Rulfo ve un paisaje árido y desolador, sin utilidad aparente, Saint-Exupéry subraya que incluso el lugar más estéril puede esconder algo valioso. Así como un desierto físico puede parecer vacío pero albergar un pozo oculto, los desiertos espirituales pueden contener una fuente de vida y sentido, si sabemos dónde y cómo buscar.

Tal vez la vida misma sea así: a veces se siente como un llano infecundo, pero siempre existe la posibilidad de que esconda un pozo, un sentido, una esperanza en algún lugar.

lunes, 16 de octubre de 2023

Reflexiones sobre El Principito, prólogo 2023





 

La búsqueda de sí mismo se publicó por primera vez en 2002.

Cuando lo escribí era un joven profesor de filosofía. Intentaba poner a mis alumnos en contacto con las grandes obras de los grandes pensadores. Lo hacía dedicando parte de mis horas de clase a leer y comentar dichas obras. Me refiero a la Odisea de Homero, La república de Platón o la Ética a Nicómaco de Aristóteles, entre otras.

martes, 1 de agosto de 2023

Ubérrima

 

Ubérrima

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

La vida es ubérrima.

Cuenta Babrio la fábula del árabe y el camello. Mitad ficción, parte verdad o, como gusta decir a los sabios, parte mito, mitad logos, que así son las fábulas.

domingo, 18 de octubre de 2020

Castillos de arena

 Entusiasmo por la realidad (2):


Castillos de arena

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

En el límite entre el mar infinito y la playa, el niño construye castillos de arena.

Cuando el niño cambie de juego o regrese a casa, ¿qué será de aquellos castillos?

Poco importa que la marea se los lleve o que sea el viento. O los paseantes. Poco importa. Lo único cierto es que los castillos tienen una existencia efímera.

Al niño no le importa.

Porque puede hacer otros castillos. Estar en otros juegos. O en su hogar, con los que le quieren y en quienes confía. Al niño no le importa, en suma, porque vive en el eterno presente, que es la edad de los dioses.

Al niño le da igual porque ni añora el pasado ni le preocupa el porvenir.

 Los niños viven en el paraíso.

Por el contrario, nuestra estancia en el Edén pertenece a nuestro pasado. Poco importa ahora si lo abandonamos por nuestro propio impulso o algo nos expulsó. El hecho es que no vivimos ya en el Paraíso. Todos dejamos atrás la infancia. Nuestra mirada al paraíso infantil no se hace sin añoranza. Nuestra mirada al futuro no se hace sin inquietud.

Al abandonar la edad de los dioses hemos entrado de lleno en el tiempo humano.

Los niños viven el presente rotundo y eterno. Nosotros pasamos por un presente frágil y quebradizo que, como Jano, está pendiente de lo que fue y lo que será. El tiempo humano, más que presencia en el presente, es tristeza por el hermoso pasado (“todo tiempo pasado fue mejor”, al parecer), y desazón ante la incertidumbre que vendrá a derribar los castillos que hoy ocupan nuestro afán, nuestro trajín y nuestros trabajos.

Los adultos trabajamos. También jugamos, también construimos castillos de arena. Pero con la certeza de que todo lo que hacemos volverá a ser tierra y polvo. La liturgia católica recuerda cada Cuaresma: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris: no olvides que todo lo que es terreno, a la tierra volverá. Todo pasará, será pasado. Poco importa la ilusión que hayamos puesto: la vida nos alejará más y más de nuestras obras y, sean las que sean, serán arrastradas por los ríos que van a dar al mar.

Es difícil imaginar al niño Jorge Manrique construyendo castillos al borde del mar. Pero su versión del Ubi sunt?, ¿Dónde están, qué fue de Tirios y Troyanos, de reyes y señoríos?, expresa idéntica experiencia de quien mira con pesar la escasa consistencia del castillo de arena, la fugacidad de todo lo (meramente) humano que es, por decirlo con Unamuno, El sentimiento trágico de la vida del hombre de carne y hueso. Magníficamente expresa esto mismo Saint-Exupéry cuando el experto en realidades consistentes y duraderas, el geógrafo, le dice que su flor carece de interés porque “es efímera”. Y efímero significa, “que está amenazado de próxima desaparición”. La flor de El Principito simboliza, como es sabido, el amor, la persona amada, lo que dota de sentido y unidad a toda su aventura vital. El amor no es la vida, la flor no es la existencia, sino lo que da nervio y sentido a la vida. Pobre Principito cuando descubre que ¡también la flor es efímera!

Si esto es así… Si esto fuera así, ante la vida sólo nos quedarían dos opciones realmente serias: la inconsciencia infantil, vivir volcados en la existencia inmediata, cogiendo las flores de cada día hasta el fin de los días, pero con la atención fija en cada flor. En esa hipótesis hay aún otra opción: vivir conscientemente nuestra vida intentando disfrutar aún con la conciencia de finitud, aún sabiendo que Sísifo es nuestra figura: siempre empujando una roca hasta la cima de la montaña, cae la roca y la tarea vuelve a comenzar. En esta versión, la vida sería, así lo escribe Camus, un absurdo rodar. Absurdo o ceguera, no hay más. Sic transit gloria mundi. Todos los castillos serán abatidos, todas las ilusiones pasarán. Todas las flores se marchitarán: así es lo efímero.

Hasta aquí los argumentos y experiencias ¿No habrá más? ¿Sólo podemos elegir entre la sensualidad pueril o la trágica actitud de Sífifo?

¿Habrá que concluir que sólo es feliz el inconsciente? ¿Sólo quien carece de inteligencia y comprensión de la realidad? ¿Únicamente quien no entiende el mundo y la vida?

¿No será, más bien, lo contrario? ¿Cómo llamar sabio a quien no es feliz?

El niño es feliz no por ser ignorante sino porque vive según la verdad. Él no lo sabe, pero vive su vida y su mundo como un regalo. Vive un estilo de vida que han hecho posible sus padres, no él. Reconociendo y disfrutando lo que la vida le da en cada momento es como está bien. ¿Que el mar se lleva el castillo? Pero no el gozo que experimentó en su construcción. Y mañana construirá otro; o jugará en otro lugar a otra cosa con otros amigos. Si intentase apropiarse de cada castillo, de cada juguete, destruiría el juego mismo y se perdería el objetivo: el niño es feliz por haber jugado, no por retener el juguete.

Quizá el adulto ha dejado de confiar en la vida y en sí mismo. Quizá ha dejado de mirar su vida y el mundo como un misterio, como un don, como un regalo. La misma vida que nos regaló arena para construir castillos, que nos dotó de cualidades con las que obtener logros profesionales, que nos puso delante amigos; esa vida, ¿no tendrá nuevas sorpresas, nuevos y mejores regalos? ¿no sería torpe, a nuestros años, intentar aferrarnos a lo que corresponde a otros momentos de la vida? Porque el esfuerzo por apoderarnos del pasado puede volvernos ciegos para las maravillas de este momento; puede dificultar el entusiasmo por nuestra vida y por el mundo. Porque cuando descubrimos que todo es gratis, todo es gracia (Bernanos), lo normal es vivir entusiasmado, feliz.

 

 

Publicado en la sección “Entusiasmo por la realidad” de Letras de Parnaso, nº 64, sept 2020, pp. 16-17:

https://issuu.com/jpellicer/docs/edicion64?fbclid=IwAR02WnQfg2Co1eG53rwbiFm5x9sNs3nWGjb4IrASBzZquybyl0LTtiV_144

 



martes, 22 de septiembre de 2020

El principito y otros textos sobre lo que nos pasa

 

 


El principito y otros textos sobre lo que nos pasa

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

¿Cómo pudo el hombre llegar a la barbarie que contemplamos durante la II Guerra Mundial? Se han estudiado las causas económicas, sociales, políticas e ideológicas.

Hay notables intentos de comprensión entre los que cabría destacar los tres volúmenes de Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt (1906-1975). La misma autora deja una obra capital para entender no ya la ideología sino el alma del hombre al que la ideología ha despersonalizado. Me refiero a Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963). Eichmann es un típico hombre moderno, afable con sus vecinos, cariñoso con su familia, eficaz en su trabajo, que consiste en organizar el transporte de prisioneros judíos hasta los campos de concentración. Eichmann es un hombre moderno, un hombre en el que la esfera ética y la técnica no se cruzan. Eichmann es un hombre moderno, un hombre sin alma; afable y cariñoso, pero en el que se ha atrofiado esa parte del alma donde se distingue el bien y el mal.

La judía Hannah Arendt apunta al alma del hombre moderno como causa profunda de estos acontecimientos terribles. En ese mismo sentido se mueven un par de obras a las que voy a referirme. Escritas el mismo año (1943) en plena guerra: L’enracinement de la también judía Simone Weil (1909-1943) y El principito.

Saint-Exupéry (1900-1944) tiene el enorme acierto de conjugar una exposición amable, con imágenes muy sugerentes que denotan una calidad literaria notable, con un nivel de comprensión tremendamente profundo.

Fijémonos en algunos aspectos relevantes.

Comienza estableciendo distinciones. Entre niños y adultos, entre boa abierta y boa cerrada, entre quienes saben de números y quienes disfrutan de la vida… Hay niveles de escritura y niveles de comprensión del mundo y de la vida. En El Principito hay un eco de la profunda reflexión de su autor pero no en torno a la guerra sino acerca del alma del hombre que es conducido al campo de batalla.

La crispación que acaba estallando como conflicto bélico tiene raíces profundas; la guerra muestra un malestar en la cultura; la humanidad europea no entendió que la I Guerra fue un aviso de que el “hormiguero humano” había perdido enormes prerrogativas y se hallaba tan desorientado existencialmente que incluso ignoraba lo que había perdido. Por decirlo brevemente: el hombre ya no sabe qué significa ser hombre, ha olvidado qué le eleva y qué le destruye.

El Principito muestra que hay que hacerse consciente de nuestras carencias. Primer paso en la dirección correcta: él ama a la rosa; la rosa lo ama pero ¡no es suficiente! Al animal le basta seguir sus impulsos. El hombre siente hambre pero tiene que aprender qué es alimento y qué es tóxico; es bípedo, pero tiene que aprender a andar; y a hablar y a pensar. El “dejarse llevar” vale para los animales, pero los hombres no somos así. El Principito tiene que partir, porque “era demasiado joven para saber amar” o, lo que es lo mismo, tiene que “salir de sí” para encontrar al otro: sólo así aprenderá a amar y sólo así su vida tendrá sentido. Toda la historia del Principito tiene ese leit motiv: aprender a amar, aprender a vivir. Porque la vida humana valdrá la pena y tendrá sentido cuando sea vivida desde el amor.

No basta ser consciente de las propias carencias. También hay que identificar los caminos equivocados. Visitará mundos, estilos de vida, articulados sobre estrategias de dominación (el rey) u organizados sobre los vértigos del conocimiento (el geógrafo), del placer (el borracho), del trabajo (el farolero)…

Dicho de otro modo: para vivir humanamente, hay que construir creativamente la relación con el mundo, con las ideas y con las personas. Y al recorrer los distintos planetas, al iniciar su proceso de formación, descubre la necesidad de tomar distancia y aprender de cómo les va a los otros. Ninguno de esos modos de encarar la vida proporciona una vida plena. Por tanto, por extendidos que estén entre nosotros, no es así como se logra dotar a nuestra vida de valor y sentido.

El zorro, símbolo de la sabiduría, muestra cómo ha de construirse la relación que nos hace humanos. Se trata de la amistad, la relación que se abre al otro para aceptarlo, valorarlo, quererlo. Muestra, así, cuál es la dirección.

Saint-Exupéry y Simone Weil coinciden en la visión del problema de fondo. Simone lo expresa en un ensayo. Su tono es de una lucidez y honestidad implacables, como fue el tono vital de su autora.

Simone Weil fue activista política, albergó a Trostky en París cuando huía de Stalin pero, sobre todo, fue una persona radical, honda y honestamente radical.

En L’enracinement Simone levanta acta de que la otra cara de la moderna conquista de la autonomía e independencia es el aislamiento y la soledad. El hombre moderno se piensa a sí mismo como un individuo que no debe nada a nadie, que no posee más relaciones que las que él elije y mientras él las consiente. El hombre moderno se siente así: dueño de sí y de su destino. Pero es falso. Somos hijos (no todos somos padres, pero todos somos hijos) y esa es nuestra primera relación; tan fundamental que una mala vivencia de la relación con los padres hace de nosotros carne de psicólogo.

El individuo carente de relaciones esenciales, sin raíces, más que el señorío y dominio sobre la propia existencia, siente el vacío, la carencia de vigor que viene de las relaciones auténticas. Y lo suple integrándose en rebaños de diversa condición: es el hombre-masa, carne de manipulación, ingrediente de todos los colectivismos, tonto útil de las ideologías que saben galvanizarlos, carne de cañón, en suma, de cualquier ejército para no importa qué guerra.

El hombre es un nudo de relaciones (Saint-Exupéry), debe descubrir qué raíces le aportan vitalidad y aspirar confiadamente a lo más alto porque está profundamente arraigado (Weil), así tendrá criterio para calibrar la gravedad del bien y del mal (Arendt).

Una vez localizada la amenaza, podemos trabajar en la sanación. Los autores citados señalan que el hombre moderno construye su vida desde una falsa comprensión de sí mismo. Arendt señala un grave síntoma, el Principito alude a caminos errados y vías de plenitud, mientras que en Weil encontramos una rigurosa llamada a volver a la senda correcta.

Hemos nacido porque hemos sido amados. Esa es la relación correcta, el criterio adecuado para valorar las acciones, la raíz que da plenitud a nuestra vida. Al final de la jornada seremos examinados en el amor, es decir, será patente si hemos vivido con autenticidad, según nuestra verdadera plenitud.

 

 

 

Publicado en Aleteia el 22 de agosto 2020

https://es.aleteia.org/2020/08/22/el-principito-y-otros-textos-sobre-lo-que-nos-pasa/