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Copeland |
Al rehusar el pacto con las garduñas, Pinocho rechaza la
obtención de una ventaja que le habría afianzado en la animalidad. De aceptar,
se habría consolidado como perro, más concretamente como mal perro. Al impedir
que las circunstancias le degraden, Pinocho reafirma su poder de hombre, su
capacidad de dirigirse hacia su mejor posibilidad. Recupera, en otras palabras,
su libertad.
Inmediatamente, atravesó los campos «y no se detuvo ni un
minuto hasta que alcanzó el camino recto (la
strada maestra)», el camino correcto que es, en definitiva, la senda que conducía
de casa de Geppetto a la escuela o de casa del Hada al encuentro con el padre.
Al recuperar la strada
maestra parece centrado. Recorre con la mirada los jalones de su itinerario,
el bosque donde encontró a la Zorra y el Gato, el mismo paisaje al que llegó
huyendo de los asesinos y que entonces mostró cromáticamente el camino de la
esperanza pues albergaba una casita blanca que era símbolo de la salvación, del
hogar.
Percibe con claridad el paisaje. Es el mismo pero falta precisamente
lo que él anhela, lo que necesita. La casa no está. «Por más que miró a todos
lados no consiguió ver la casita de la hermosa Niña de los cabellos azules».
Falta lo que es ahora pertinente y relevante. Pinocho viene
de haber superado una mala situación, acaba de volver a recuperar la senda
perdida. Tiene la experiencia de que cuando se ha portado bien, ha recibido
ayuda, y esa experiencia engendra confianza, esperanza de que las cosas irán
bien. No obstante, «tuvo una especie de triste presentimiento», intuyó que algo
no iba bien. Corrió con todas sus fuerzas hacia donde había estado la casita.
La casa, que era grande y majestuosa, se ha hecho pequeña. «Había,
en su lugar, una pequeña lápida de mármol en la que se leían, en letras
mayúsculas, estas dolorosas palabras:
Aquí yace
la niña de cabellos azules
muerta de dolor
por haber sido abandonada
por su
hermanito Pinocho»
El hada muerta. De dolor. De abandono.
Fue así como se dejó ver por primera vez: como una niña
muerta. Aún así fue una presencia decisiva para Pinocho. Lo asistió cuando
estaba muerto, le ofreció indicaciones valiosas, le proporcionó cobijo, asilo y
esperanza. Recordemos, lo vimos al leer los capítulos 16 y 17, que el hada
personifica la fuerza de nuestra interioridad, el espíritu que nos mantiene
animados, vivos, anhelando hacer real nuestro mejor yo.
Una vez que el hada se ha manifestado y ha ayudado podría
pensarse que siempre estará a disposición de Pinocho y de cada uno, podría pensarse
que siempre tendremos a punto ese brío, esa pujanza que nos hace capaces de comernos
el mundo. Esas raíces sagradas de nuestro ser vitalizan, en efecto, nuestra
acción. Pero son raíces profundas, no siempre están a nuestro alcance.
El hada ha muerto.
El pobre Pinocho es consciente de la pérdida. Y de su culpa.
Por eso llora hasta quedarse sin lágrimas:
«¿por qué has muerto?… ¿ Por qué, en tu lugar, no he muerto
yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena?… Y mi padre, ¿dónde
estará?».
Es de señalar que Pinocho, lo vimos desde el principio, había
mejorado, recobrado su libertad, reorientado adecuadamente su vida. Había, en
definitiva, madurado. Se enfrenta, sin embargo, a una pérdida importante. El
hada muerta, ignorando el paradero de su padre y él queriendo morir.
Asume la responsabilidad, entiende que la muerte del hada ha
sido causada por él que, por eso, es quien debiera haber muerto. Percibe la
gravedad de sus acciones precisamente porque ha ganado en madurez, en
comprensión de la realidad. Eso le permite arrepentirse, asumir como suyos no
sólo los actos que le han llevado a ser mejor persona, sino también los que no
le gustaría haber realizado.
Este es un capítulo de grandes pérdidas.
La pérdida parece absoluta. Pinocho no sabe ya qué hacer ni
para qué. No sabe si vale la pena seguir con su vida «solo y abandonado por
todos… solo en este mundo», sin poder volver al padre, sin defensa frente a los
asesinos, ni al frío, ni al hambre, sin lugar para cobijarse ni dormir: «¡Oh,
sería mejor, cien veces mejor, que también yo muriera!… ¡Sí, quiero morir!».
La desesperanza, la vida de soledad y desamparo, no es una
vida humana. Pinocho parece enfrentarse a una vida sin entusiasmo, sin el
halito divino, sin arraigo posible. Eso es la muerte. Algo así parece haber
sentido también Hölderlin cuando escribió los célebres versos que invitan a no
olvidar que «donde está el peligro, surge también lo que salva:
Nah ist
Und schwer zu fassen der Gott.
Wo aber Gefahr ist, wächst
Das Rettende auch».
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