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Carlo Chiostri (1901) |
El final del capítulo anterior es transparente para
el lector. Opaco para Pinocho, al que Collodi califica como dulce salado, dolce di sale: ha enterrado las
monedas, las ha regado y ahora piensa que sólo tiene que esperar un poco para
que la tierra le haga rico.
Cuando se dirige a recoger las riquezas esperadas,
éstas van creciendo en su imaginación. Crecen y crecen y, al mismo ritmo, se
incrementan las posesiones de ese «gran señor» que sería Pinocho. Y al mismo
tiempo se olvida el destino originario del dinero: ya ha olvidado el frío de su
pobre padre y el Abecedario, ahora quiere dulces, juguetes, palacios…
Esta dinámica de la fantasía tan conocida, tan
repetida y estereotipada en el célebre “cuento de la lechera” se va al traste
cuando toca enfrentar la realidad. Al llegar donde debiera estar la riqueza,
Pinocho no encuentra nada. Nada de nada. Nada de lo que habían dicho la Zorra y
el Gato. Nada de lo que su desvarío le había hecho esperar.
En la silenciosa soledad de aquel campo sólo resuena
una risa burlona. Por dos veces se oye en el Campo de los milagros la risotada
de un papagayo. Pinocho se molesta y pregunta a qué viene esa burla:
«- Me río de los bobos que creen todas las bobadas y
se dejan estafar por los que son más listos que ellos».
La ilusión del iluso recibe en pago una risotada
impertinente por parte de un nuevo personaje educativo que aparece ahora: el
papagayo.
Se diferencia del Grillo porque el papagayo ha sido engañado
también. Ha sido despojado de algunas plumas. Pero ha tenido la sensatez de
apartarse de esa ciudad de Atrapabobos,
de ahí que no esté tan mal como los animales descritos en el capítulo anterior.
Ha experimentado en carne propia el vértigo de la avaricia, la candidez que ha
permitido a otro estafarlo. Pero ha aprendido la lección y ahora se la
transmite a Pinocho:
«Hoy (¡demasiado tarde!) me he persuadido de que para reunir
honradamente algún dinero hay que saberlo ganar con el trabajo de las manos o
con el ingenio de la cabeza».
Quizá no sea demasiado tarde para Pinocho. El papagayo
intenta abrirle los ojos, le cuenta que mientras él calculaba los minutos que
debía esperar, la Zorra y el Gato volvieron, desenterraron el dinero y se
fueron.
Pinocho no quiere aceptar que se derrumbe su mundo infantil.
Excava hasta convencerse de que «las monedas no estaban»: efectivamente, le han
estafado. Le han arrebatado lo que tenía de valor, aquello que le iba a
permitir mejorar la situación de Geppetto y adquirir el Abecedario para hacerse
un hombre de provecho. Todo lo ha perdido.
Ahora toma conciencia de la situación. Se desespera porque en
este momento la pérdida no es una simple posibilidad, sino una realidad: le han
robado todo. Y actúa siguiendo un impulso social, cívico:
«volvió corriendo a la ciudad y fue derecho al tribunal, a
denunciar ante el juez a los dos malandrines que le habían robado».
El juez manifiesta el carácter profundamente teatral de la
ciudad. Se apiada de él y lo pone en su sitio. En Atrapabobos, el lugar que corresponde al bobo es la cárcel. Por eso
condena al povero diabolo a prisión. No hay que pasar por alto el hecho
de que se trata de una sentencia tremendamente coherente. En Atrapabobos hay un juego en el que los
bobos, los ineficaces, los ilusos, los crédulos caen en las redes de las
urracas, las zorras, las eficaces aves de rapiña. Y la ineficacia es el pecado,
el delito que el juez castiga.
Al ir a la cárcel no invoca ni al Hada ni a Geppetto.
Durante su prisión parece que hayan dejado de existir. Permanece en ella muchísimo
tiempo. No sale porque haya cumplido su pena, sino por una «afortunada
casualidad». Para celebrar una victoria, el Emperador de Atrapabobos «quiso que se abrieran todas las cárceles y que
salieran de ellas los malandrines».
Coherente siempre, la ciudad no permite que Pinocho salga de
la cárcel porque él no es un malhechor. Lo que lo retiene en la prisión es,
precisamente, su condición de inocente, de víctima. Pinocho sale, finalmente,
no por cumplimiento ni por arrepentimiento sino por “fingimiento”:
«- Lo siento, replicó Pinocho, yo también soy un malandrín».
Pinocho sale, en definitiva, porque ha “aprendido” que
ciertas personas no merecen la verdad, que ciertos contextos requieren astucia,
que para sobrevivir en entornos degradados hay que fingir los mismos valores
sociales que vertebran esos ambientes.
En Atrapabobos
sólo andan libremente los maleantes. Pinocho sólo puede abandonar la cárcel
confesándose uno de ellos. Siempre es así en los contextos sociales articulados
sobre la relación de dominio. Se puede decir que Pinocho ha aprendido las leyes
de esa ciudad, sabe cómo hay que relacionarse con ese tipo de gente.
Hasta ahora Pinocho ha sido ingenuo, un dolce di sale.
Pero en el camino hacia sí mismo ha de aprender que no todo el mundo es bueno. Hay
gente aprovechada. Hay estructuras sociales, políticas, etc. con las que hay
que saber lidiar sin dejarse atrapar por ellas. En definitiva, ser bueno no es
ser un ingenuo buenazo, hace falta pillería.
Está claro que el bobo carece de pillería. Está claro que el
malvado se vale de fuerza o argucias para engañar. Pero hay que saber que la
astucia no está reñida con ser buena persona. Es más, una buena persona que
dirige su vida del mejor modo posible, necesita dosis elevadas de corazón,
sentimientos e inteligencia para avanzar dignamente por cualquier circunstancia
en que la vida le coloque.
La experiencia no es un automatismo: el hecho de atravesar
ciertas vivencias no garantiza que aprendamos. Si Pinocho ha aprendido esto, se
ha enriquecido, ha ganado en experiencia y ya puede seguir su camino. Ahora
puede intentar volver a casa del Hada y reencontrarse con Geppeto.
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