Mientras haya qué contar, el mundo
no acabará
Sobre El
descubrimiento del mar, de Hugo Álvarez Picasso
Por Manuel Ballester
“¡El mar, el
mar, siempre recomenzado!” —Paul Valéry
Hay libros que se leen
como se mira el horizonte: no para buscar un destino, sino para comprobar que
sigue ahí. Que no se ha ido. Que resiste. Así leí El descubrimiento del mar,
la última novela de Hugo Álvarez Picasso, publicada por Malisia Editorial en 2023.
Así: como quien vuelve al lugar que nunca ha pisado, pero en el que, sin
saberlo, ha vivido siempre. Como si al final de la página uno pudiera
oler la sal.
La historia transcurre en un pueblo sin nombre. No es cárcel, pero encierra. No es desierto, pero todo escasea. Muy cerca está el mar, pero no se ve. Y esa sola imposibilidad (ver el mar, tocar el mar, recordarlo) basta para que todo se vuelva símbolo, espera, pregunta. Como si el libro entero ocurriera dentro de un paréntesis del mundo.
Desde la primera
página, Hugo propone una forma de lectura densa, ininterrumpida. No hay puntos
y aparte. No hay pausas. Cada capítulo es un bloque de pensamiento, una celda
de conciencia. El lector queda encerrado con el narrador, en su memoria, en su
monólogo, en su archivo. “La tristeza no suele matar de manera abrupta —dice el
protagonista— sino como un animal agazapado que espera horas o años por su
presa”. La narración también es eso: espera y asedio, rastro y refugio.
El encierro se
multiplica en instituciones: el Ministerio, la Recuerdería, los pasajes con
niebla, las casas con puertas que nadie abre. Todo se tramita. Incluso el
suicidio, que está permitido, que “es posible —leemos— pero el trámite es más
largo que la vida misma”. Lo que en otra novela sería grotesco, aquí es
cotidiano. Lo que podría ser ironía, aquí es burocracia espiritual.
Pero El
descubrimiento del mar no es sólo una distopía carcelaria. Es, sobre todo,
un homenaje al acto de leer. El narrador es lector. Ramiro y Rodia, los dos
personajes centrales, escriben diarios. Y esos diarios están llenos de citas,
ecos, guiños: Raskólnikov, Harry Haller, Kafka, Dylan, Borges. No siempre se
los nombra. A veces, apenas se los deja vibrar. Como lectores que somos, los
reconocemos. Como lectores que fuimos, los adoptamos.
En la conversación que
mantuvimos en Tinta y Caos, Hugo me confesó que muchos fragmentos del
libro están tomados —a veces literalmente— de otras obras. El final mismo es un
párrafo de Crimen y castigo. “Me impresionó —me dijo— lo bien que
encajaba. Como si lo hubiera escrito yo.” Y lo mismo había hecho antes con un
cuento de Flaubert. Más que citas, son injertos vitales. No importa si lo dijo
otro. Importa que encaje, que sea la
palabra oportuna. Que la frase traiga consigo una memoria compartida. Que
nos recuerde —como intuyeron Borges y Bloy— que quizá no somos más que frases
dentro de un libro infinito. Y que ese libro se llama mundo.
Hugo lo explica con
claridad: “El hecho de que mis personajes lean y escriban me permite a mí hacer
que hablen como lo harían todos los autores que admiro”. Es una forma de
homenaje, pero también de transmisión. De tradición.
Uno de los pasajes más íntimos del libro lo dice sin
rodeos: “A veces pienso que de
tanto leer uno termina mezclando realidad y ficción, vigilia y sueño… Para mí
es tan real Rodión Raskólnikov como Gregor Samsa o Harry Haller”.
La novela entera
podría leerse desde esta confesión. Lo leído se convierte en vivido. Y lo
vivido se transforma, inevitablemente, en relato. Es entonces cuando aparece
esa otra frase que parece condensar el sentido de todo el libro:
“Mientras haya qué
contar, el mundo no acabará.”
No es consuelo: es
convicción. No es esperanza: es resistencia.
El mar, ese mar
invisible pero siempre presente, es metáfora de muchas cosas: de lo ausente, de
lo bello, de lo inalcanzable, del lenguaje, de la infancia. Pero también de la
promesa. De que aún existe algo más allá. Algo que no se ve, pero que nos
sostiene.
El descubrimiento
del mar puede leerse como
novela de encierro, como distopía, como narración filosófica. Pero sobre todo
se lee como lo que es: una larga carta escrita desde el fondo de una celda,
para alguien que está del otro lado. Nosotros. El lector ocasional. El que aún
mira hacia arriba para ver el cielo. El que sigue esperando.
Porque el mar, ese que
no se ve, no es sólo ausencia: es promesa. Y lo mismo ocurre con el cielo. En
un momento del libro, el narrador se detiene, sueña a Dylan y se pregunta:
“¿Cuántas veces debe
un hombre mirar hacia arriba, antes de que pueda ver el cielo?;
How many times must a man look up before he can
see the sky?”.
Porque aún en medio del encierro, la música puede
filtrarse. Y también todo lo leído,
lo escuchado, lo vivido o imaginado acaba encontrando un sitio dentro de la
historia que estamos escribiendo —o que nos está escribiendo.
En El
descubrimiento del mar, Hugo Álvarez Picasso no narra una historia: abre un espacio para que la lectura vuelva a
tener sentido. Y lo hace con una convicción sencilla y luminosa:
“Mientras haya qué contar, el mundo no acabará”.
Publicado en la Sección "A pie de página" de la revista Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), nº 93 (Agosto 2025), ISSN 2387-1601, pp. 134-135:
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