viernes, 1 de agosto de 2025

Mientras haya qué contar, el mundo no acabará

 




Mientras haya qué contar, el mundo no acabará

Sobre El descubrimiento del mar, de Hugo Álvarez Picasso
Por Manuel Ballester

“¡El mar, el mar, siempre recomenzado!” —Paul Valéry

 

Hay libros que se leen como se mira el horizonte: no para buscar un destino, sino para comprobar que sigue ahí. Que no se ha ido. Que resiste. Así leí El descubrimiento del mar, la última novela de Hugo Álvarez Picasso, publicada por Malisia Editorial en 2023. Así: como quien vuelve al lugar que nunca ha pisado, pero en el que, sin saberlo, ha vivido siempre. Como si al final de la página uno pudiera oler la sal.

La historia transcurre en un pueblo sin nombre. No es cárcel, pero encierra. No es desierto, pero todo escasea. Muy cerca está el mar, pero no se ve. Y esa sola imposibilidad (ver el mar, tocar el mar, recordarlo) basta para que todo se vuelva símbolo, espera, pregunta. Como si el libro entero ocurriera dentro de un paréntesis del mundo.

Desde la primera página, Hugo propone una forma de lectura densa, ininterrumpida. No hay puntos y aparte. No hay pausas. Cada capítulo es un bloque de pensamiento, una celda de conciencia. El lector queda encerrado con el narrador, en su memoria, en su monólogo, en su archivo. “La tristeza no suele matar de manera abrupta —dice el protagonista— sino como un animal agazapado que espera horas o años por su presa”. La narración también es eso: espera y asedio, rastro y refugio.

El encierro se multiplica en instituciones: el Ministerio, la Recuerdería, los pasajes con niebla, las casas con puertas que nadie abre. Todo se tramita. Incluso el suicidio, que está permitido, que “es posible —leemos— pero el trámite es más largo que la vida misma”. Lo que en otra novela sería grotesco, aquí es cotidiano. Lo que podría ser ironía, aquí es burocracia espiritual.

Pero El descubrimiento del mar no es sólo una distopía carcelaria. Es, sobre todo, un homenaje al acto de leer. El narrador es lector. Ramiro y Rodia, los dos personajes centrales, escriben diarios. Y esos diarios están llenos de citas, ecos, guiños: Raskólnikov, Harry Haller, Kafka, Dylan, Borges. No siempre se los nombra. A veces, apenas se los deja vibrar. Como lectores que somos, los reconocemos. Como lectores que fuimos, los adoptamos.

En la conversación que mantuvimos en Tinta y Caos, Hugo me confesó que muchos fragmentos del libro están tomados —a veces literalmente— de otras obras. El final mismo es un párrafo de Crimen y castigo. “Me impresionó —me dijo— lo bien que encajaba. Como si lo hubiera escrito yo.” Y lo mismo había hecho antes con un cuento de Flaubert. Más que citas, son injertos vitales. No importa si lo dijo otro. Importa que encaje, que sea la palabra oportuna. Que la frase traiga consigo una memoria compartida. Que nos recuerde —como intuyeron Borges y Bloy— que quizá no somos más que frases dentro de un libro infinito. Y que ese libro se llama mundo.

Hugo lo explica con claridad: “El hecho de que mis personajes lean y escriban me permite a mí hacer que hablen como lo harían todos los autores que admiro”. Es una forma de homenaje, pero también de transmisión. De tradición.

Uno de los pasajes más íntimos del libro lo dice sin rodeos: “A veces pienso que de tanto leer uno termina mezclando realidad y ficción, vigilia y sueño… Para mí es tan real Rodión Raskólnikov como Gregor Samsa o Harry Haller”.

La novela entera podría leerse desde esta confesión. Lo leído se convierte en vivido. Y lo vivido se transforma, inevitablemente, en relato. Es entonces cuando aparece esa otra frase que parece condensar el sentido de todo el libro:

“Mientras haya qué contar, el mundo no acabará.”

No es consuelo: es convicción. No es esperanza: es resistencia.

El mar, ese mar invisible pero siempre presente, es metáfora de muchas cosas: de lo ausente, de lo bello, de lo inalcanzable, del lenguaje, de la infancia. Pero también de la promesa. De que aún existe algo más allá. Algo que no se ve, pero que nos sostiene.

El descubrimiento del mar puede leerse como novela de encierro, como distopía, como narración filosófica. Pero sobre todo se lee como lo que es: una larga carta escrita desde el fondo de una celda, para alguien que está del otro lado. Nosotros. El lector ocasional. El que aún mira hacia arriba para ver el cielo. El que sigue esperando.

Porque el mar, ese que no se ve, no es sólo ausencia: es promesa. Y lo mismo ocurre con el cielo. En un momento del libro, el narrador se detiene, sueña a Dylan y se pregunta:

“¿Cuántas veces debe un hombre mirar hacia arriba, antes de que pueda ver el cielo?;

How many times must a man look up before he can see the sky?”.

Porque aún en medio del encierro, la música puede filtrarse. Y también todo lo leído, lo escuchado, lo vivido o imaginado acaba encontrando un sitio dentro de la historia que estamos escribiendo —o que nos está escribiendo.

En El descubrimiento del mar, Hugo Álvarez Picasso no narra una historia: abre un espacio para que la lectura vuelva a tener sentido. Y lo hace con una convicción sencilla y luminosa:

“Mientras haya qué contar, el mundo no acabará”.



Publicado en la Sección "A pie de página" de la revista Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), nº 93 (Agosto 2025), ISSN 2387-1601, pp. 134-135:



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https://www.calameo.com/read/0005525929cfc24d5d1d2

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