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Jaime Ballester (2013) |
Este breve capítulo continúa desarrollando el tema del
capítulo anterior. Pinocho, sin padre y sin grillo, sin lazo que le una a nadie
ni responsabilidad alguna, es dueño de una casa vacía. En el lugar al que él ha
querido ir no hay nada que le satisfaga.
La necesidad natural, el hambre, consume toda la atención de
Pinocho, reclama todas sus fuerzas y posibilidades. Nada queda de aquel mundo
maravilloso de diversión y gozo que buscaba. Nada. Ni siquiera el recuerdo. Persiste,
eso sí, la sentencia y la realidad del grillo. No encuentra el bien en el mundo
porque él no ha sabido dirigirse adecuadamente; y, ya lo vimos, reconocer la
culpa, asumir el error, no resuelve la situación en la que se está. No siempre.
No automáticamente, al menos.
Pinocho, que no quería nada con nadie, que pretendía vivir
sólo para sí, solo en su casa sin grillo, tiene que salir. Salir de sí para
buscar a otros que sacien su hambre. Tiene que buscar fuera lo que necesita. Tiene
que aprender que él solo no se basta a sí mismo, que necesita de los demás.
Pero el camino a los demás no siempre es gozoso. No lo es, desde luego, para
Pinocho porque quien vive así no encontrará el bien en el mundo.
Fuera le espera una horrible noche de invierno. El
simbolismo de la noche, al que aludimos anteriormente, aparece ahora
recrudecido en sus aspectos más negativos. Pinocho experimenta miedo. Pero el
hambre puede más y atraviesa la noche corriendo. Corre otra vez veloz, como
hizo para llegar aquí. Antes corría contento, ahora como un mendigo.
En todo el capítulo domina el sentido de la exclusión, no
hay trazas de vínculo alguno con las cosas. Tampoco con las personas. El lugar
al que llega atravesando la noche parece «il
paese dei morti, el país de los muertos», como un cementerio.
La noche terrible acompaña al estado de ánimo de Pinocho:
hambre y desesperación, urgencia por salir de la situación a la que le ha
conducido su conducta y que le lleva a gestos bruscos y exasperados como
muestra el modo insistente de llamar a la puerta.
Se asoma un viejecito que «creyó tener delante a uno de esos
chicos insolentes que se divierte por las noches haciendo sonar la campanilla
de las casas, sólo para molestar a la gente que duerme tranquilamente».
Si Pinocho no encuentra bien en el mundo es porque él no es
capaz de una mirada amorosa sobre las cosas y esto es así porque, él no lo
sabe, tampoco es capaz de una mirada profunda sobre sí mismo. Así ocurre que
todos vemos el mundo según lo que somos. Por eso se entiende que el anciano que
ha trabajado, construido su hogar y ahora recibe agradecido la noche porque le
proporciona el merecido descanso, sólo puede ver a Pinocho como a un caradura y
lo trata como a tal echándole encima una jofaina de agua.
Si Pinocho es un gamberro, ha recibido el mejor trato
posible. Lo que merece. Y, nuevamente, alejémonos de fáciles moralinas
sensibleras. No hablo del “castigo”. Hablo de lo que de verdad necesita, de lo
mejor que puede pasarle: ver pronto en la práctica lo que le anunció el grillo.
Recordemos cómo la conciencia proyecta, señala hacia dónde nos llevan nuestros
actos o, dicho de otro modo, informa de si seremos mejores o peores al realizar
una acción. El viejecito hace eso mismo: muestra en la práctica qué le espera a
quien vive de ese modo.
Puede parecer que el viejecito no es muy caritativo. Y puede
parecer que debiera serlo. Así lo afirmaría rápidamente una moralina
sensiblera. Pero si bien ocurre, como en toda acción humana, que hay una
dimensión de la acción caritativa que se dirige a la persona caritativa y que
nos informa de aspectos buenos de la misma, es decir, se trata de alguien
generoso, compasivo, capaz de comprender la desdicha ajena y pronto a paliarla;
no es menos cierto que la acción caritativa recae sobre alguien (el que sufre la
desdicha). Ante la desdicha ajena uno puede no profundizar más y ayudar,
entregar, dar generosamente a no importa quién. Parece la actitud más generosa.
No es lo que hace el viejecito con Pinocho. Y es que también se puede ser
consciente de que la mejor ayuda no siempre consiste en dar al que exhibe su
necesidad (poco importa que sea real o ficticia), sino que puede ocurrir que
quien recibe una ayuda inmerecida obtenga, de hecho, más daño que apoyo.
Ocurre a veces que la acción denominada caritativa mira más
a quien la ejerce que al favorecido. Sabemos que hay más alegría en dar que en
recibir, tenemos experiencia de que ayudar al necesitado produce bienestar. Y
que negarse a ayudar es duro, tiene además mala prensa, aunque se trate de no
socorrer a quien no cosecha porque no quiso sembrar primero.
Pensemos sobre la cuestión de un modo políticamente
incorrecto, rompamos el pensamiento único. Miremos proyectada esta “caridad” en
ámbitos cercanos a nuestra experiencia. Cuando a los hijos se les permite un
comportamiento insolente y perezoso y, sin embargo, se les llena de regalos y
comodidades ¿se les ayuda a ser mejores personas? Cuando un compañero de clase
(o de trabajo, cuando la analogía sea pertinente) habitualmente no asume sus
deberes, no cumple con su obligación y pide que los otros lo suplan, si se cede
y se cubre su incumplimiento, ¿no estamos fomentando que sea un caradura, peor
persona, por tanto? Cuando a los alumnos no se les exige, como hace nuestro
desastroso sistema educativo, un determinado rendimiento para promocionar de
curso, ¿no se les hace peores alumnos, peores personas, por tanto?, ¿no se les
priva, por ejemplo, de elementos necesarios en la maduración de la personalidad
como es la alegría del triunfo ya que todos “triunfan” igualmente? Cuando el Estado
“subvenciona” ciertas actividades o ciertas asociaciones, es decir, cuando
regala el dinero que ha sustraído vía impuestos a los ciudadanos (los
“viejecitos” que han trabajado) que son sus legítimos propietarios, ¿no está
generando un efecto llamada para constituir asociaciones cuyo oficio y ánimo es
lucrarse del dinero ajeno? ¿Es mejor esa sociedad que fomenta que unos vivan a
costa de los otros? Más bien al contrario.
A diferencia de lo ocurrido con Geppetto, que obtiene el pedazo
de madera, que consigue que maese Antonio “subvencione” su ilusión, el intento
de Pinocho de conseguir ayuda no hace sino empeorar su situación.
Ahora, al hambre ha de añadir que en una terrible noche de
invierno se encuentra empapado de pies a cabeza, agotado, sin fuerzas para
tenerse en pie.
El dinamismo propio de este estilo de vida es arrastrado por
la necesidad, por el instante apremiante. Renunció a la conciencia, a la
previsión y dirección sensata de su propia vida. La consecuencia es que ahora
no es consciente ni de los males que le acechan.
«Pinocho seguía durmiendo y roncando, como si sus pies fueran de otro».
Agotado. Superado por las circunstancias, se duerme con los
pies sobre el brasero. Se le van quemando, pero no lo siente: es como si los
pies no fuesen suyos, como si eso no tuviera que ver con él. Está sucumbiendo a un peligro del que no es consciente. Por
eso no puede ni pedir ayuda.
Dormido. Inconsciente. Agotado. Derrotado. Nada puede. Ni
siquiera pedir socorro.
La historia de este tipo de seres no puede continuar. No
cabe esperar ninguna novedad que brote de esas interioridades vacías.
El impulso, si se produce, ha de venir de fuera.
«Por fin se despertó, al hacerse de día, porque alguien había
llamado a la puerta».
La noche acaba. Comienza el nuevo día. Llega el alba y, con
ella, vuelve la esperanza. La historia continua. Pero sigue gracias a que
alguien irrumpe: Pinocho sale de su sueño sólo porque no está solo, como él
quería; despierta porque hay alguien que lo busca.
Y ese alguien era Geppetto.
Querido Ballester... no puedo estar más de acuerdo contigo...!!!
ResponderEliminarCuántas veces nos equivocamos al darles "todo" a los hijos, creyendo que somos los "mejores padres"....
Gracias por hacerme llegar estas reflexiones tuyas, que creo de verdad, que todos los padres e hijos, deberíamos hacernos...
Saludos. Carmen
Gracias a ti, Carmen
EliminarSaludos