
Mark Twain y La sorprendente
doncella de Orleans
Manuel Ballester
Con el seudónimo de Louis de
Conte, Mark Twain (1835-1910) publica Recuerdos personales de Juana de Arco
(Personal Recollections of Joan of Arc, 1896), una narración de estilo
autobiográfico que relata la historia de una de las mujeres más sorprendentes y
universales de Francia.
En el contexto de la Guerra
de los cien años (1337-1453), Carlos VII, heredero del trono de Francia,
disputa ese título con Enrique VI de Inglaterra quien, de hecho, domina
militarmente gran parte de Francia (incluyendo París). El control inglés se va
incrementando y coexiste con una situación de desorden, una “Francia
postrada” y una “corte frívola y sin conciencia” que son, en definitiva,
síntomas de haber aceptado la derrota como irremediable.
Inevitablemente se forman dos bandos: los partidarios de los
ingleses y los patriotas franceses, entre los que se cuenta Juana, una aldeana
que convence a Carlos de que Dios la ha elegido para expulsar a los ingleses y
conducirlo a Reims para ser coronado. Cuando Carlos la nombra comandante en
jefe de los ejércitos es una chica analfabeta de 17 años sin ninguna formación
militar.
Los hechos pueden sintetizarse diciendo que “desde una aldea
remota y perdida, llegó una ignorante campesina y se puso al frente de aquella
guerra canallesca, con aquel incendio que todo lo consumía y asolaba el país
desde hacía varias generaciones. Y tuvo lugar, entonces, la más breve y
desconcertante de las campañas conocidas por la historia. Se terminó en siete
semanas, quedando desmontada una guerra que contaba con noventa y un años de
experiencia”.
Los hechos son asombrosos. A poco que pensemos, requieren
una explicación.
Los franceses la consideraban una niña adorable, una
doncella, la pucelle d’Orleans, una
enviada de Dios, una santa. Los ingleses aseguran que es una bruja. Dos
interpretaciones que coinciden en señalar que no es una persona corriente sino
una “personalidad sublime, un espíritu sin par” que “no parecía hecha del mismo
barro que los demás”.
Juana afirma de sí misma que Dios la ha elegido, que oye
voces divinas que le dicen qué ha de hacer. Que el rey, tras la primera
conversación, decida poner al frente de los ejércitos de Francia a esa
campesina de 17 años podría explicarse si ella comunica a Carlos VII algo que
sólo Dios y Carlos saben. Podría haber otras explicaciones, naturalmente. Pero
esta es coherente.
Juana es singular. Asombran su inteligencia despierta, sus
enfoques inauditos (no sólo militares), su don de gentes, su honestidad y, por
no extendernos más, su humildad y sentido común; así, cuando consigue lo que
todo el mundo consideró una locura, la coronación del rey en Reims, Carlos VII
le dice:
“—Habéis salvado la corona. Pedidme, exigidme lo que
deseéis, cualquiera que sea la gracia, os la concederé, aunque se haya de
empobrecer el reino para satisfaceros.
Al oír tales palabras, Juana cayó nuevamente de rodillas y
dijo:
—Entonces, ¡Oh noble y gentil Rey!, me permito solicitar de
vos que mi aldea, pobre y duramente castigada por la guerra, vea reducidos sus
impuestos. [...]
—Ha conquistado un reino y ha coronado a su Rey, y todo lo
que pide y acepta es un favor tan insignificante… que, además, no es para ella
sino para los demás… Bueno. Así está bien. Lo que ella ha realizado responde a
la persona que en su interior dispone de unas riquezas muy superiores a las que
puede otorgar cualquier rey de este mundo, aunque le entregara todo su reino”.
Si Juana fuese una heroína guerrera, una mujer de acción
empeñada en apoyar su patria frente al invasor inglés resultaría sorprendente.
Lo que la sitúa en otro nivel y dificulta su comprensión es que eso que
contribuye a la grandeur de la France
(porque “Juana es Francia”) no es de este mundo: bruja o santa, pero sus
fuerzas no son las meramente humanas.
Asumimos con facilidad que místicos como Francisco de Asís,
Teresa de Jesús o Juan de la Cruz alcancen una enorme intimidad con Dios y
aglutinen en torno a su carisma a una enorme cantidad de gente que discurre por
los caminos de santidad que el santo les muestra. De alguna manera, esas vías
de la mística enriquecen la vida de la Iglesia. Tampoco encaja Juana en este
perfil. Juana es original. Una santa única, una mística singular.
“Ella era profundamente religiosa, circunstancia que, a
veces, se traduce en cierto aire concentrado inherente a la persona. Pero en
este caso no ocurría tal cosa. Su piedad le proporcionaba paz y alegría
interior”. Juana recibe su fuerza de la frecuencia de sacramentos, pero no
permanece encerrada en la intimidad con Dios y apartada del resto del mundo;
por el contrario, se sabe contemplada por los hombres pero, sobre todo, por
Dios y por toda la corte celestial. Ese es su auditorio. Dios no titubea, su
enviada tampoco: es firme, clara.
Quizá desconcierte un poco el hecho de que apoyase tan
nítidamente uno de los bandos en conflicto. Pero bien pudiera ser que se
esconda ahí una gran enseñanza, un mensaje, porque si nos atenemos a lo que
dice S. Pablo (“ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo por la gloria de Dios”),
también defendiendo una facción se puede dar gloria a Dios. También defendiendo
bandos meramente humanos se puede alcanzar la santidad. O la vileza.
Aquella jovencita de Donrémy liberó Orleans en 1429, la
ciudad celebra todos los años una fiesta en honor de la doncella de Orleans.
Pero Juana es más que Orleans. Juana es Francia. Y la república francesa ha
establecido su fiesta el segundo domingo de mayo. Pero Juana es mucho más. Es
más grande que eso. Mirando la cruz, pronunciando el nombre de Jesús, murió el
30 de mayo de 1431. La Iglesia ha establecido el 30 de mayo la fiesta de Santa
Juana de Arco, patrona de Francia.
Publicado en Aleteia el 30 de mayo 2020:
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