Lo que enseña Blancanieves cuando la escuchas sin prejuicios
Blancanieves es uno de
los cuentos de hadas más conocidos del mundo. Su historia ha sido contada y
recontada en innumerables versiones, pero la más difundida —al menos en Europa—
es la recogida por los hermanos Grimm.
Y es importante
decirlo así: recogida. Porque los Grimm no inventaron estos relatos,
sino que los recopilaron a partir de tradiciones populares transmitidas de
forma oral. Cuentos que cambiaban ligeramente de una región a otra, de una
generación a otra, porque cada narrador aportaba algo propio: un gesto, una
imagen, una frase.
Lo que hicieron los Grimm fue seleccionar los elementos esenciales de esas versiones para fijar una forma más estable del relato. Y esa forma, que ha llegado hasta nosotros, en el caso de Blancanieves cuenta más o menos lo siguiente.
1. El cuento que todos creen conocer
Érase una vez una
reina que, mientras bordaba junto a la ventana, se pinchó el dedo con la aguja.
Al ver la sangre sobre la nieve, deseó tener una hija con la piel blanca como
la nieve, los labios rojos como la sangre y el cabello negro como el ébano. Así
nació Blancanieves. Pero la reina murió poco después, y el rey volvió a
casarse.
La nueva reina era
hermosa, pero también vanidosa y cruel. Consultaba a diario a un espejo mágico
que siempre le confirmaba que ella era la más bella del reino. Hasta que un
día, el espejo respondió: “Blancanieves es más hermosa que tú”.
Cegada por los celos,
la madrastra ordenó a un cazador que llevara a la niña al bosque y la matara.
Pero el cazador, conmovido, la dejó escapar. Blancanieves encontró refugio en
la casa de siete enanitos, que le ofrecieron protección a cambio de que cuidara
del hogar.
La reina, al descubrir
que seguía viva, intentó matarla por su cuenta: primero con un corsé apretado,
luego con un peine envenenado y, finalmente, con una manzana roja que sólo
estaba envenenada por un lado. Blancanieves cayó en un sueño profundo, como
muerta.
Los enanitos la
colocaron en un ataúd de cristal. Tiempo después, pasó por allí un príncipe,
que se sintió conmovido por su belleza y pidió llevarse el ataúd. Durante el
traslado, un golpe hizo que la joven expulsara el trozo de manzana y
despertara.
El cuento termina con
su boda y con el castigo de la madrastra, obligada a calzarse unos zapatos de
hierro al rojo vivo y bailar hasta morir.
2. ¿Qué sentido tienen los cuentos de hadas?
Los cuentos de hadas,
cuando se miran con atención, no son relatos ingenuos. Son relatos
concentrados, simbólicos, que transmiten experiencias esenciales de la vida
humana. Blancanieves es uno de los más ricos en este sentido.
En Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno
Bettelheim explicaba que estas historias permiten a los niños afrontar
simbólicamente los grandes conflictos interiores: el miedo, la soledad, la
rivalidad, la muerte. Chesterton decía que los cuentos de hadas no son
verdaderos porque digan que hay dragones… sino porque enseñan que los dragones
pueden ser vencidos. Tolkien hablaba de fantasía, consuelo, huida —sí—, pero
una huida hacia lo real más profundo. Y Mircea Eliade nos recuerda que el
relato mítico no explica el mundo: lo llena de sentido.
3. Una sabiduría popular, no una ideología moderna
Estas narraciones
tradicionales, muchas veces nacidas del pueblo —Volk, en alemán: de ahí folklore—, son una
forma de sabiduría transmitida de generación en generación. No nos dan
lecciones teóricas, sino imágenes vivas que enseñan lo que la vida ha enseñado
antes. Traditio significa eso: entrega. Una entrega amorosa de lo que se
ha aprendido, para que los que vienen detrás no empiecen de cero.
Y esa entrega no es
abstracta: es concreta, es narrativa, es simbólica. En esos relatos —sabiduría
condensada— hay un conocimiento importante sobre la realidad de la vida, y
también una serie de imágenes arquetípicas que cambian según el lugar, el
narrador, la cultura, pero que conservan su núcleo profundo.
4. El bosque y la salvación: símbolos universales
Así, por ejemplo, es
frecuente en los cuentos recogidos por los Grimm que un personaje se pierda en
el bosque: Blancanieves, Hänsel y Gretel, la Bella... Ese bosque —de abetos,
pinos, niebla— es el paisaje típico del norte europeo. Pero si ese mismo
contenido simbólico se transmite más al sur, el personaje no se pierde en un
bosque, sino en un desierto. Lo importante no es si hay abetos o palmeras. Lo
importante es que el ser humano se pierde. Que, a veces, en la vida nos
perdemos. Y que hay que buscar la salida, la salvación.
En los cuentos del
norte, esa salvación puede aparecer en forma de una cabaña habitada por enanitos, o de una casa de dulces, o de una
cabaña de leñadores, o del calor de una chimenea. En el desierto, será un
oasis. El símbolo cambia, el significado permanece. Pero la estructura profunda es la misma: pérdida y salvación. Extraviarse… y ser encontrado.
Lo mismo ocurrirá con otras imágenes del cuento, que a veces
se malinterpretan por mirar solo la superficie. Pero ya llegaremos a eso.
Blancanieves, como
otros cuentos clásicos, no necesita ser corregido ni modernizado. Necesita ser
escuchado con atención. Y si lo hacemos, descubrimos que dice mucho más de lo
que parece.
5. La belleza y la envidia: el conflicto central
La madrastra
representa la envidia destructiva, ese deseo de belleza o poder que no se
contenta con tener, sino que quiere eliminar a quien lo posee de forma más
auténtica. No soporta que la belleza de Blancanieves sea más luminosa, más
natural, más verdadera.
Su envidia nace también de una relación distorsionada con la belleza
misma. Ella es reina porque es la
más bella. Así se representa simbólicamente: la belleza otorga realeza, y la
realeza consagra la belleza. Pero su modo de reinar exige que los otros sean
más pequeños, menos bellos. Por eso entiende a Blancanieves como un enemigo al
que hay que destruir.
Pero, ¿por qué el
espejo dice que Blancanieves es la más bella si aún no es reina? Porque su
belleza, aunque todavía en flor, anuncia
una plenitud inmensa. Su luz no es solo actual, es también promesa. Está
llamada a ser reina, y esa llamada —esa vocación de plenitud— es lo que la
madrastra no soporta.
¿Cómo serían las cosas
si la madre de Blancanieves estuviera viva? Esa belleza no habría despertado
celos, sino alegría. La madre habría visto el esplendor de su hija como algo hermoso,
y habría aceptado con amor que su hija fuese más bella. Paradójicamente, esa
mirada humilde hacia sí misma y hacia el esplendor de la hija no le resta un
ápice a su propia grandeza; quizá al contrario. Tal vez ahí resida la paradoja
del humilde: que se hace verdaderamente grande no cuando brilla más que los
demás, sino cuando es capaz de mirar la realidad y alegrarse por la luz de
otro. Es otro modo de relacionarse con la belleza, otro modo de vivir la
grandeza.
6. Los enanitos, la tentación y el aprendizaje
Los enanitos
representan una forma de refugio, de
trabajo humilde y cuidado del mundo. No son príncipes ni salvadores: son
trabajadores silenciosos que ofrecen un espacio de protección, pero también
exigen responsabilidad. Son el do ut des,
son el ámbito del cuidado mutuo: te damos protección y tú cuidas la casa. Ganan
ellos y no convierten a Blancanieves en una “mantenida”: la hacen también
responsable.
Y las tentaciones —el
corsé, el peine, la manzana— no son solo “trucos de bruja”. Son pruebas. Cada
una de ellas apela a la vanidad, a la
superficialidad, a lo que brilla por fuera y puede matar por dentro.
Blancanieves cae en la trampa tres veces: es ingenua, y esa ingenuidad tiene
consecuencias.
7. El despertar y el reconocimiento
La muerte aparente, la
suspensión del tiempo, la espera, remiten y expresan falta de vitalidad,
incapacidad de hacerse cargo de la propia vida por miedo, por cansancio,
por heridas… o simplemente por haber olvidado quién se es. El cuento enseña
algo fundamental: uno no puede salvarse solo. Necesitamos ser salvados. Pero no por cualquiera.
Los enanitos —aunque
amorosos y protectores— representan una relación de cuidado, de convivencia,
incluso de ternura… pero no de transformación. Solo el príncipe puede despertar a Blancanieves. Y no por ser un
héroe masculino, sino porque es el
único capaz de ver quién es ella realmente. Porque sólo quien tiene alma
de príncipe puede reconocer en ella a una princesa, y amarla por lo que
verdaderamente es, incluso dormida, incluso callada.
Ese reconocimiento es
lo que salva. Lo que nos salva. No se trata de ser más que
los demás —esa es la vía oscura de la reina malvada—, sino de mirar humildemente
nuestra propia realidad y reconocer en ella algo valioso. Algo digno de ser
vivido, y compartido.
8. Malentendidos modernos y simbolismo olvidado
Uno de los riesgos de
mirar estos cuentos con prisa —o peor aún, con prejuicios— es que se les
reprocha lo que nunca pretendieron ser.
A Blancanieves,
por ejemplo, se la ha acusado de pasividad, de dependencia, de sumisión. Como
si el cuento enseñara que una mujer debe esperar dormida a ser salvada por un
hombre. Pero no es eso lo que el relato dice. Esa lectura nace de un
malentendido: confundir símbolo con
literalidad, y arquetipo con ideología.
La famosa escena del
beso del príncipe no aparece en la versión de los hermanos Grimm. En ella,
Blancanieves despierta cuando el ataúd es movido y expulsa el trozo de manzana
envenenada. El “beso de amor verdadero” es un añadido moderno, introducido
sobre todo por la versión de Disney en 1937. Curiosamente, muchas de las
críticas contemporáneas no se dirigen al cuento original… sino a sus versiones
ya reescritas desde otros marcos culturales. Es decir: se critica una
distorsión con otra distorsión.
9. Lo que salva no es el beso: es la mirada
Además, como sugiere
Bettelheim —y como también puede leerse desde la psicología simbólica—,
Blancanieves representa el alma humana. El ánima, que es femenina no por
cuestión de sexo, sino porque simboliza la dimensión interior, receptiva,
profunda del ser. El príncipe no es simplemente “un varón que viene a salvar a
una mujer”, sino aquello —persona o experiencia— que nos reconoce en nuestra
verdad, que nos valora, nos quiere y nos ayuda a despertar. Equivale a la
princesa que descubre que el sapo es, en el fondo, un príncipe; y lo besa y lo
salva.
Esa es la verdadera
transformación: ser vistos cuando ya no podemos hacer nada por nosotros mismos,
y ser amados no por lo que mostramos, sino por lo que somos.
10. No maquilles a Blancanieves: escúchala
Releer estos relatos
desde la ideología suele llevar a empobrecerlos. Porque no se los escucha, se
los fuerza. Se les exige que digan lo que no dicen, o que se adapten a las
ideas del momento, como si fueran productos de consumo que deben actualizar su
etiqueta.
Pero un cuento como Blancanieves
no necesita maquillaje. Necesita ser
comprendido. Porque sigue hablando con fuerza de lo que somos, de lo que
tememos, de lo que anhelamos.
Quizá lo más urgente
hoy no sea corregir los cuentos, sino aprender
a escucharlos de nuevo. Detrás de sus símbolos, de sus pruebas y sus
personajes, lo que transmiten no son reglas, sino sabiduría. Una sabiduría
antigua, transmitida de generación en generación no para decirnos lo que
debemos pensar, sino para ayudarnos a
mirar la vida con más profundidad.
Blancanieves no es un cuento ingenuo. Es una historia de
transformación: de cómo atravesamos el mal, el engaño, la tentación, la caída…
y también de cómo, a veces, necesitamos
ser mirados con amor para poder despertar a lo que somos.
Quizá por eso, los
cuentos no envejecen. Porque no hablan del mundo de ayer, sino del alma de
siempre.
Y si queremos recuperar esa mirada, esa escucha sin prejuicio, tal vez el primer paso no sea actualizar los relatos… sino actualizar nuestra forma de leerlos.
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