sábado, 17 de mayo de 2025

¿Por qué queremos ‘matar al padre’? Freud, Edipo y la crisis de la herencia

 




¿Por qué queremos ‘matar al padre’?

Freud, Edipo y la crisis de la herencia

 

Todos, en algún momento, hemos sentido que nuestros padres eran un obstáculo. Que para avanzar en la vida, había que liberarse de ellos, de su sombra.

Freud radicaliza este planteamiento y habla de la necesidad de “matar al padre”.

Pero… ¿qué significa eso? ¿Qué nos dice sobre la cultura en que vivimos?

Somos modernos y sentimos el mundo y la vida desde cierta perspectiva. Eso incluye, de un modo principalísimo, que tenemos el impulso de la autonomía, de la no dependencia, del rechazo de aquello que no hemos decidido nosotros mismos.

El padre simboliza ahí un obstáculo importante. Porque ha sido, tradicionalmente, el garante de todo lo contrario: es decir, de todo lo que se nos ha dado sin que nosotros tengamos nada que ver.

Y eso va desde el hábito —es decir, la norma— de no empezar a comer hasta que estén todos en la mesa, hasta la lengua que hablamos o el lugar en el que vivimos. No hemos elegido nada de eso, como tampoco hemos elegido pertenecer a nuestra familia.

Ahí está el conflicto: entre tradición (lo que entregan los padres) y construcción de la individualidad (lo que quieren ser los hijos). Ese momento delicado —la transmisión de lo antiguo y la constitución de lo nuevo— ha tenido lugar desde que hay padres e hijos.

Vamos a ver un caso paradigmático en el mundo antiguo: el caso de Edipo, al que se refiere Freud mediante el conocido complejo de Edipo.

Después, exploraremos el enfoque moderno tal como se refleja —de forma diferenciada— en autores como Kafka, Kierkegaard o Vargas Llosa, y en autoras como Sylvia Plath, Virginia Woolf o Simone de Beauvoir.

Por último, intentaré mostrar una posible síntesis, que integre los elementos que se han tratado de forma dispersa.

Edipo: el padre que no transmite

Layo, el padre de Edipo, entiende que si su hijo vive, él morirá. La modalidad es singular, pero ahí se expresa algo universal: el auge del hijo parece requerir el declive del padre.

Layo niega la tradición. Niega la entrega. No quiere dar nada a quien, según el oráculo, lo destruirá. Y decide entonces negarle lo primero y más básico que todo padre entrega: la vida. Ordena su muerte. Sin vida, ningún otro don puede ya ser transmitido.

Pero además de la vida, todo acto de transmisión requiere algo más: generosidad. Es decir, entregar lo que se ha acumulado en la vida para que al otro le vaya bien, mejor que a mí. Y ahí falla Layo, falla como padre.

Ese inicio aberrante es el germen de nuevas aberraciones.

Sin culpa suya, Edipo empieza a vivir marcado con una aberración inicial, original: Vive… pero vive en falso. Porque quienes le dan nombre, educación, afecto, no son realmente su familia.

No hay linaje, no hay verdad en la pertenencia.

Y en algún punto, como siempre ocurre, la verdad se abre paso.

La constitución del Edipo maduro sólo podrá completarse a costa del padre.

Huyendo del destino inapelable, Layo arroja a su hijo a una vida equivocada.

Huyendo del mismo destino, Edipo termina matando al padre.

 

Si el conflicto padre-hijo se salda modernamente mediante la afirmación del hijo que quiere “matar al padre”, en Edipo se salda a la inversa: es el padre el que quiere matar al hijo para ponerse él a salvo. Son dos respuestas ante la misma circunstancia, la misma tensión entre lo nuevo y lo viejo.

El padre que mata al hijo para conservar la herencia, la preserva… pero al precio de perder el futuro. En cambio, hoy la paradoja es otra: el padre está dispuesto a entregar, pero somos nosotros quienes ya no queremos recibir.

 

De Edipo a la modernidad

La historia de Edipo revela una anomalía en el mundo antiguo. Una ruptura de la transmisión.

En la modernidad, en cambio, esa ruptura se vuelve programática.

El conflicto entre padre e hijo deja de ser una excepción dramática para convertirse en una condición de nacimiento del sujeto moderno.

Ahora, no es el oráculo quien impone la separación: es nuestro ideal de autonomía y nuestra idea de sujeto, de quienes somos. Queremos ser lo que decidimos ser, sin deudas, sin herencias, sin linajes.

Como si no fuéramos hijos. Como si fuera posible empezar desde cero. A lo largo del camino, veremos si eso no es, precisamente, una forma de vida falsa.

Y ahí aparece la tensión: el padre como símbolo de todo lo que no hemos elegido. La lengua, la cultura, el deber, el cuerpo, la historia.

Esta tensión atraviesa la obra de muchos autores y autoras contemporáneos.

Kafka, Kierkegaard, Vargas Llosa… pero también Sylvia Plath, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir.

Hombres y mujeres que, desde distintas experiencias y formas de sensibilidad, piensan y siente el conflicto con el padre —ya sea como figura biográfica, símbolo cultural o estructura invisible.

Vamos a detenernos en ellos. Y sólo después, intentaré mostrar qué tienen en común: una experiencia moderna que ya no quiere repetir el mundo recibido… sino reinventarlo.

 

Vargas Llosa: el hijo que descubre al padre como tirano

Hasta los once años, Mario Vargas Llosa creyó que su padre había muerto. Pero no: estaba vivo. Y un día, sin previo aviso, él y su madre se trasladaron a vivir con él.

A partir de entonces, su vida cambia. Y lo que encuentra no es a un padre amoroso, sino a un hombre duro, autoritario, controlador.

Lo interna en el colegio militar Leoncio Prado, una experiencia que marcará su vida y su obra. De allí saldrá una de sus novelas más célebres: La ciudad y los perros.

La figura del padre aparece en muchas de sus obras: a veces literal, a veces simbólica, pero siempre como encarnación de un poder que oprime. No hay transmisión, no hay diálogo, no hay herencia que inspire. Sólo un mandato que se impone desde fuera.

Vargas Llosa no mata a su padre, pero tampoco lo redime. Lo transforma en literatura. Y desde allí, lo enfrenta, lo reescribe, lo desarma.

 

Kafka: el hijo culpable sin crimen

Kafka quiso que tres de sus obras —La metamorfosis, El proceso, La condena— se publicaran bajo un título común: “Los hijos”.

Porque en cada una de ellas aparece una figura paterna distinta, y una carencia distinta. Pero todas comparten lo mismo: el hijo enfrentado a un poder oscuro, absurdo o frío.

·         En La metamorfosis, el padre ha transmitido la vida y una posición, pero no acompaña, no sostiene. Cuando Gregor necesita comprensión, apoyo, un gesto de ternura… el padre responde con indiferencia, rechazo, silencio o violencia.

Falta el amor que permanece, es un padre que simplemente, se desentiende de su hijo.

·         En El proceso, no hay padre visible. Pero todo es juicio. Josef K. es culpable, pero no sabe de qué. Y no hay nadie a quien preguntar. El padre ha desaparecido… pero el juicio sigue.

Falta la ley justa, el sentido, la palabra que explique.

·         En La condena, el padre es juez y verdugo. Aparentemente débil, de pronto se alza con una autoridad inapelable, absurda. Condena al hijo… y el hijo obedece.

Falta la proporcionalidad, la misericordia, la razón.

 

Tres padres. Tres ausencias. Y un solo mensaje: el hijo ya no puede contar con el padre.

Además, Kafka escribió una Carta al padre que nunca envió. En ella dice:

“Tú te plantabas simplemente allí como un muro”.

El muro: no el látigo, no la violencia abierta, sino el silencio, la incomunicación, lo inexplicable. Kafka no quiere matar al padre. Quiere comprenderlo. Pero no puede: está frente a él, ha heredado (eso es ser hijo) pero la herencia es un fardo, un peso que hace difícil la vida.

Y por eso aparece lo que será decisivo en la modernidad: ya no hay transmisión, no porque el padre no quiera, sino porque el hijo no sabe cómo recibirla, no sabe cómo integrar la herencia (pasado) en su vida autónoma (futuro).

 

Kierkegaard: el hijo que hereda la culpa

Kierkegaard también vivió una relación profunda, conflictiva y determinante con su padre. Pero a diferencia de Kafka, no lo rechaza ni lo enfrenta. Lo asume.

Michael Pedersen Kierkegaard, su padre, era un hombre severo, hondamente religioso… y atormentado. Había maldecido a Dios en su juventud, y nunca dejó de pensar que ese pecado marcaría a su descendencia.

Søren, el hijo, no intenta escapar. No quiere empezar de cero. Recibe la herencia. Toda: La fe, la melancolía, el pecado. Carga con ella y la transforma en su tarea, su obra:

“Mi padre ha muerto. La herencia es una responsabilidad.”

Tras una juventud de cierta rebeldía —abandonos, rupturas, ironía—, Kierkegaard vuelve al legado del padre y la profundiza con tal hondura que, incluso quienes quisieron alejarse de Dios bebieron de ahí. Y también lo hicieron quienes buscaron acercarse más a Dios.

Desde esa raíz religiosa y trágica, Kierkegaard influye tanto en Sartre como en Gabriel Marcel, en Camus y en von Balthasar, en Unamuno y en Luigi Giussani; ateos existencialistas y místicos cristianos, filósofos de la sospecha y fundadores de caminos vividos: todos encontraron en él algo que no pudieron ignorar.

Aquí el hijo no mata al padre, pero tampoco lo glorifica. No rompe la cadena. La sostiene, aunque le queme las manos.

Kierkegaard muestra que también hay otra forma de ser moderno: no la del hijo que corta, sino la del hijo que redime.

 

Hasta aquí hemos visto cómo algunos autores vivieron el conflicto con el padre desde lo biográfico, lo psicológico o lo espiritual.

Pero esa experiencia también ha sido pensada —y sentida— por muchas autoras, desde otro ángulo, con otras palabras, y con heridas distintas.

 

Virginia Woolf: la hija que socava la casa del padre

Virginia Woolf no grita. No rompe: Descompone.

En Una habitación propia (1929), plantea una idea que hoy es casi un lugar común, pero que en su momento fue revolucionaria: la mujer no ha podido escribir, no porque no tuviera talento, sino porque no tenía espacio. Ni físico ni simbólico.

Ese espacio estaba ya ocupado: por el padre, por los hombres, por una tradición que definía lo que era escribir, pensar, ser.

Woolf no ataca a su padre biográfico. Ataca al “padre” como canon. Como estructura invisible que decide qué voces valen y cuáles no.

Por eso propone una ruptura callada pero firme: crear un espacio propio, una habitación interior donde la mujer pueda escribir sin pedir permiso.

No hay escena de parricidio. No hay violencia explícita. Pero hay una retirada, una decisión de no seguir jugando en una casa construida por otros.

En Las olas, en Al faro, en sus diarios, Woolf va erosionando la figura patriarcal desde dentro. No con la destrucción, sino con la disidencia; no con la confrontación directa, sino con la huida lúcida.

En suma, Virginia hereda la casa, pero hace reformas. Para sentirse más a gusto en ella.

 

Simone de Beauvoir: la hija que desmonta la casa del padre

Si Virginia reforma la casa para poder habitarla, Beauvoir decide demolerla hasta los cimientos.

Beauvoir concibe las relaciones humanas —incluida la filiación— en clave ideológica: como relaciones de poder, dominio y sometimiento. Así, la relación padre-hija no es un vínculo afectivo, sino una estructura donde el varón-padre oprime necesariamente a la mujer-hija.

La casa heredada —esa estructura construida por el padre— es, para Beauvoir, una cárcel. No basta con reformarla: hay que demolerla para poder liberarse.

En El segundo sexo, el “padre” no es una persona, es una estructura de poder que define lo que es ser mujer… desde fuera. Por eso, la mujer es el segundo sexo: porque ocupa el lugar subordinado; el enfoque ideológico otorga necesariamente los roles: el varón-padre es necesariamente opresor, la mujer-hija está necesariamente oprimida; es una cuestión estructural, necesaria.

Es interesante notar que Simone de Beauvoir y Simone Weil coincidieron en la misma promoción en la Sorbona. Weil fue la número uno, la número dos fue la autora de El segundo sexo.

Ambas pasaron por el comunismo —Weil, concretamente, por el trotskismo—, pero donde Beauvoir sólo vio una lucha de poder, la mirada de Weil percibe algo más profundo: una pérdida espiritual. Y lo expresó con una sentencia que resume el mal moderno: al quedarnos sin casa, sin herencia, sin referentes… lo hemos perdido todo:

“El hombre moderno está desarraigado”. No tenemos raíces, no tenemos herencia, no tenemos orientación para nuestra vida. Y eso afecta a hombres y mujeres. Es la condición típicamente moderna.

 

Sylvia Plath: la hija que no puede enterrar al padre

Con Sylvia Plath, el conflicto con el padre ya no es cultural ni político. Es visceral. Psíquico. Irresoluble.

Su padre, Otto Plath, murió cuando ella tenía ocho años. Pero en lugar de desaparecer, se convirtió en sombra. En peso. En obsesión.

En su poema más célebre, Daddy, escribe:

“Daddy, I have had to kill you.

You died before I had time—”

 

“Papá, he tenido que matarte.

Moriste antes de que tuviera tiempo…de hablar contigo, de entender, de despedirme”.

El padre ha muerto. Pero demasiado pronto. Y eso, precisamente, es lo que hace imposible lo que Plath siente como una necesidad esencial: hablar, dialogar, entenderse. Para amar… o rechazar.

Por eso, Plath convierte al padre en algo más que su padre: un tótem, una figura aplastante. No lo describe: lo recrea desde el trauma. Lo siente y lo nombra con calificativos sin matices: lo llama dios y nazi y verdugo.

No está hablando del hombre real. Está hablando del miedo que dejó su ausencia, del poder que adquiere una figura cuando no puede ser discutida.

Y el conflicto no está fuera: está dentro. No se trata de rebelión ni de crítica ideológica. Es algo más antiguo, más profundo: Se le ha negado algo esencial en toda transmisión sana: el diálogo (hablar y escuchar). No ha podido ser y eso produce una herida tremenda.

El padre ya no es un hombre. Es una estructura interna. La herencia que ha recibido es emocional; y ella no es capaz de asumirla, la siente como una casa en ruinas.

Plath no quiere derribar la casa del padre: sólo busca escapar con vida de entre sus ruinas.

 

Síntesis final: el hijo, la herencia y la paradoja moderna

Hemos recorrido distintas formas de ruptura entre padres e hijos: desde la tragedia antigua de Edipo hasta la soledad existencial de Kafka, desde la culpa heredada de Kierkegaard hasta el rechazo brutal de Vargas Llosa.

Y también hemos visto cómo, en autoras como Virginia Woolf, Simone de Beauvoir o Sylvia Plath, el conflicto con el padre se convierte en algo más amplio: un conflicto con la cultura, con el lenguaje, con la estructura misma del mundo recibido.

En cada caso, hay algo que falta: el amor que permanece, la palabra que explica, la autoridad que acoge, la transmisión que libera.

Y sin eso, ser hijo se vuelve un problema. Una carga. Una herida. O una batalla.

La modernidad nos ha dicho que para ser libres debemos cortar con todo eso, que para ser modernos, ser hijos es una dificultad. Queremos ser lo que decidimos ser, sin deudas, sin herencias, sin linajes. Como si no fuéramos hijos. Como si fuera posible empezar desde cero.

Pero cuando no se quiere ser hijo, lo que se consigue no es libertad. Es una vida falsa.

No se puede vivir sin recibir. Y no se puede crecer sin agradecer. Tal vez haya que pensar la transmisión no como imposición, sino como acto de generosidad, de amor. Y la herencia no como carga, sino como punto de partida.

Rebelarse contra lo recibido, contra la herencia del padre, es la actitud típicamente adolescente, de niño mimado. Eso no es tan difícil, se puede exacerbar e intentar matar al padre. Pero lo difícil, lo que construye es otra actitud: reconocerlo sin repetirlo.

Caminar con el padre, con la herencia, un trecho del camino de la vida. Y luego seguir. Pero no desde la nada. Sino desde lo recibido.

Recibir la herencia: la casa. Recibirla como lo que debe ser: un don entregado con amor y sin exigencias. Y acogerla con gratitud. Sólo así se reconoce al padre. Y sólo así se vive, de verdad, lo que somos: hijos, herederos.

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