¿Por qué queremos ‘matar al padre’?
Freud, Edipo y la
crisis de la herencia
Todos, en algún
momento, hemos sentido que nuestros padres eran un obstáculo. Que para avanzar
en la vida, había que liberarse de ellos, de su sombra.
Freud radicaliza este
planteamiento y habla de la necesidad de “matar al padre”.
Pero… ¿qué significa
eso? ¿Qué nos dice sobre la cultura en que vivimos?
Somos modernos y
sentimos el mundo y la vida desde cierta perspectiva. Eso incluye, de un modo
principalísimo, que tenemos el impulso de la autonomía, de la no dependencia,
del rechazo de aquello que no hemos decidido nosotros mismos.
El padre simboliza ahí un obstáculo importante. Porque ha sido, tradicionalmente, el garante de todo lo contrario: es decir, de todo lo que se nos ha dado sin que nosotros tengamos nada que ver.
Y eso va desde el
hábito —es decir, la norma— de no empezar a comer hasta que estén todos en la
mesa, hasta la lengua que hablamos o el lugar en el que vivimos. No hemos
elegido nada de eso, como tampoco hemos elegido pertenecer a nuestra familia.
Ahí está el conflicto:
entre tradición (lo que entregan los padres) y construcción de la individualidad
(lo que quieren ser los hijos). Ese momento delicado —la transmisión de lo
antiguo y la constitución de lo nuevo— ha tenido lugar desde que hay padres e
hijos.
Vamos a ver un caso
paradigmático en el mundo antiguo: el caso de Edipo, al que se refiere Freud
mediante el conocido complejo de Edipo.
Después, exploraremos
el enfoque moderno tal como se refleja —de forma diferenciada— en autores como
Kafka, Kierkegaard o Vargas Llosa, y en autoras como Sylvia Plath, Virginia
Woolf o Simone de Beauvoir.
Por último, intentaré
mostrar una posible síntesis, que integre los elementos que se han tratado de
forma dispersa.
Edipo: el padre que no transmite
Layo, el padre de
Edipo, entiende que si su hijo vive, él morirá. La modalidad es singular, pero
ahí se expresa algo universal: el auge
del hijo parece requerir el declive del padre.
Layo niega la
tradición. Niega la entrega. No quiere dar nada a quien, según el oráculo, lo
destruirá. Y decide entonces negarle lo primero y más básico que todo padre
entrega: la vida. Ordena su
muerte. Sin vida, ningún otro don
puede ya ser transmitido.
Pero además de la vida, todo acto de
transmisión requiere algo más: generosidad. Es decir, entregar lo que se ha
acumulado en la vida para que al otro le vaya bien, mejor que a mí. Y ahí falla
Layo, falla como padre.
Ese inicio aberrante
es el germen de nuevas aberraciones.
Sin culpa suya, Edipo
empieza a vivir marcado con una aberración inicial, original: Vive… pero vive en falso. Porque quienes le dan
nombre, educación, afecto, no son realmente su familia.
No hay linaje, no hay
verdad en la pertenencia.
Y en algún punto, como
siempre ocurre, la verdad se abre paso.
La constitución del
Edipo maduro sólo podrá completarse a
costa del padre.
Huyendo del destino
inapelable, Layo arroja a su hijo a una vida equivocada.
Huyendo del mismo
destino, Edipo termina matando al padre.
Si el conflicto
padre-hijo se salda modernamente mediante la afirmación del hijo que quiere
“matar al padre”, en Edipo se salda a la inversa: es el padre el que quiere matar
al hijo para ponerse él a salvo. Son dos respuestas ante la misma
circunstancia, la misma tensión entre lo nuevo y lo viejo.
El padre que mata al hijo para conservar la herencia, la
preserva… pero al precio de perder el futuro. En cambio, hoy la paradoja es
otra: el padre está dispuesto a entregar, pero somos nosotros quienes ya no
queremos recibir.
De Edipo a la modernidad
La historia de Edipo
revela una anomalía en el mundo antiguo. Una ruptura de la transmisión.
En la modernidad, en
cambio, esa ruptura se vuelve programática.
El conflicto entre
padre e hijo deja de ser una excepción dramática para convertirse en una
condición de nacimiento del sujeto moderno.
Ahora, no es el
oráculo quien impone la separación: es
nuestro ideal de autonomía y nuestra idea de sujeto, de quienes somos. Queremos ser lo que decidimos
ser, sin deudas, sin herencias, sin linajes.
Como si no fuéramos hijos. Como si fuera
posible empezar desde cero. A lo largo del camino, veremos si eso no es,
precisamente, una forma de vida falsa.
Y ahí aparece la
tensión: el padre como símbolo de todo lo que no hemos elegido. La lengua, la
cultura, el deber, el cuerpo, la historia.
Esta tensión atraviesa
la obra de muchos autores y autoras contemporáneos.
Kafka, Kierkegaard,
Vargas Llosa… pero también Sylvia Plath, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir.
Hombres y mujeres que,
desde distintas experiencias y formas de sensibilidad, piensan y siente el conflicto con el padre —ya sea como figura
biográfica, símbolo cultural o estructura invisible.
Vamos a detenernos en
ellos. Y sólo después, intentaré mostrar qué tienen en común: una experiencia
moderna que ya no quiere repetir el mundo recibido… sino reinventarlo.
Vargas Llosa: el hijo que descubre al padre como tirano
Hasta los once años,
Mario Vargas Llosa creyó que su padre había muerto. Pero no: estaba vivo. Y un
día, sin previo aviso, él y su madre se
trasladaron a vivir con él.
A partir de entonces,
su vida cambia. Y lo que encuentra no es a un padre amoroso, sino a un hombre duro, autoritario, controlador.
Lo interna en el
colegio militar Leoncio Prado, una experiencia que marcará su vida y su obra. De
allí saldrá una de sus novelas más célebres: La ciudad y los perros.
La figura del padre
aparece en muchas de sus obras: a veces literal, a veces simbólica, pero
siempre como encarnación de un poder
que oprime. No hay transmisión, no hay diálogo, no hay herencia que
inspire. Sólo un mandato que se impone desde fuera.
Vargas Llosa no mata a
su padre, pero tampoco lo redime. Lo
transforma en literatura. Y desde allí, lo enfrenta, lo reescribe, lo
desarma.
Kafka: el hijo culpable sin crimen
Kafka quiso que tres
de sus obras —La metamorfosis, El proceso, La condena— se
publicaran bajo un título común: “Los
hijos”.
Porque en cada una de
ellas aparece una figura paterna distinta, y una carencia distinta. Pero todas
comparten lo mismo: el hijo enfrentado
a un poder oscuro, absurdo o frío.
·
En La
metamorfosis, el padre ha transmitido la vida y una posición, pero no
acompaña, no sostiene. Cuando Gregor necesita comprensión, apoyo, un gesto de
ternura… el padre responde con indiferencia, rechazo, silencio o violencia.
Falta el amor que permanece,
es un padre que simplemente, se desentiende de su hijo.
·
En El
proceso, no hay padre visible.
Pero todo es juicio. Josef K. es culpable, pero no sabe de qué. Y no hay nadie
a quien preguntar. El padre ha
desaparecido… pero el juicio sigue.
Falta la ley justa, el sentido, la palabra que explique.
·
En La
condena, el padre es juez y
verdugo. Aparentemente débil, de pronto se alza con una autoridad
inapelable, absurda. Condena al hijo… y el hijo obedece.
Falta la proporcionalidad, la misericordia, la razón.
Tres padres. Tres
ausencias. Y un solo mensaje: el hijo
ya no puede contar con el padre.
Además, Kafka
escribió una Carta al padre que nunca envió. En ella dice:
“Tú te plantabas
simplemente allí como un muro”.
El muro: no el látigo,
no la violencia abierta, sino el silencio, la incomunicación, lo inexplicable. Kafka
no quiere matar al padre. Quiere
comprenderlo. Pero no puede: está frente a él, ha heredado (eso es ser
hijo) pero la herencia es un fardo, un peso que hace difícil la vida.
Y por eso aparece lo
que será decisivo en la modernidad: ya no hay transmisión, no porque el padre
no quiera, sino porque el hijo no sabe cómo recibirla, no sabe cómo integrar la
herencia (pasado) en su vida autónoma (futuro).
Kierkegaard: el hijo que hereda la
culpa
Kierkegaard también
vivió una relación profunda, conflictiva y determinante con su padre. Pero a
diferencia de Kafka, no lo rechaza ni
lo enfrenta. Lo asume.
Michael Pedersen
Kierkegaard, su padre, era un hombre severo, hondamente religioso… y
atormentado. Había maldecido a Dios en su juventud, y nunca dejó de pensar que
ese pecado marcaría a su descendencia.
Søren, el hijo, no
intenta escapar. No quiere empezar de cero. Recibe la herencia. Toda: La fe, la melancolía, el pecado. Carga con
ella y la transforma en su tarea, su obra:
“Mi padre ha muerto.
La herencia es una responsabilidad.”
Tras una juventud de
cierta rebeldía —abandonos, rupturas, ironía—, Kierkegaard vuelve al legado del
padre y la profundiza con tal hondura que, incluso
quienes quisieron alejarse de Dios bebieron de ahí.
Y también lo hicieron quienes buscaron acercarse más a Dios.
Desde esa raíz religiosa y trágica, Kierkegaard influye
tanto en Sartre como en Gabriel
Marcel, en Camus y en von
Balthasar, en Unamuno y en Luigi
Giussani;
ateos existencialistas y místicos cristianos, filósofos de la sospecha y fundadores
de caminos vividos: todos encontraron en él algo que no pudieron ignorar.
Aquí el hijo no mata
al padre, pero tampoco lo glorifica. No rompe la cadena. La sostiene, aunque le
queme las manos.
Kierkegaard muestra
que también hay otra forma de ser moderno: no la del hijo que corta, sino la
del hijo que redime.
Hasta aquí hemos visto
cómo algunos autores vivieron el conflicto con el padre desde lo biográfico, lo
psicológico o lo espiritual.
Pero esa experiencia
también ha sido pensada —y sentida— por muchas autoras, desde otro ángulo, con
otras palabras, y con heridas distintas.
Virginia Woolf: la
hija que socava la casa del padre
Virginia Woolf no grita. No rompe: Descompone.
En Una habitación propia (1929),
plantea una idea que hoy es casi un lugar común, pero que en su momento fue
revolucionaria: la mujer no ha podido escribir, no porque no
tuviera talento, sino porque no tenía espacio. Ni físico ni simbólico.
Ese espacio estaba ya ocupado: por el padre, por los
hombres, por una tradición que definía lo que era escribir, pensar, ser.
Woolf no ataca a su padre biográfico. Ataca al “padre” como canon. Como
estructura invisible que decide qué voces valen y cuáles no.
Por eso propone una ruptura callada pero firme: crear
un espacio
propio, una habitación interior donde la mujer pueda escribir sin pedir
permiso.
No hay escena de parricidio. No hay violencia explícita. Pero
hay una retirada, una decisión de no seguir jugando en una casa construida por
otros.
En Las olas, en Al
faro, en sus diarios, Woolf va erosionando la figura patriarcal
desde dentro. No con la destrucción, sino con la disidencia; no
con la confrontación directa, sino con la huida lúcida.
En suma, Virginia hereda la
casa, pero hace reformas. Para sentirse más a gusto en ella.
Simone de Beauvoir: la hija que desmonta la casa del padre
Si Virginia reforma la casa para poder habitarla, Beauvoir
decide demolerla hasta los cimientos.
Beauvoir concibe las relaciones humanas —incluida la
filiación— en clave ideológica: como relaciones de poder, dominio y
sometimiento. Así, la relación padre-hija no es un vínculo afectivo, sino una
estructura donde el varón-padre oprime necesariamente a la mujer-hija.
La casa heredada —esa estructura construida por el padre—
es, para Beauvoir, una cárcel. No basta con reformarla: hay que demolerla para
poder liberarse.
En El segundo sexo, el “padre” no es
una persona, es una estructura de poder que define lo que es
ser mujer… desde fuera. Por eso, la mujer es el segundo sexo: porque ocupa el
lugar subordinado; el enfoque ideológico otorga necesariamente los roles: el
varón-padre es necesariamente opresor, la mujer-hija está necesariamente
oprimida; es una cuestión estructural, necesaria.
Es interesante notar
que Simone de Beauvoir y Simone Weil coincidieron en la misma promoción en la
Sorbona. Weil fue la número uno, la número dos fue la autora de El segundo sexo.
Ambas pasaron por el
comunismo —Weil, concretamente, por el trotskismo—, pero donde Beauvoir sólo vio
una lucha de poder, la mirada de Weil percibe algo más profundo: una pérdida espiritual. Y lo expresó
con una sentencia que resume el mal moderno: al quedarnos sin casa, sin
herencia, sin referentes… lo hemos perdido todo:
“El hombre moderno está desarraigado”. No tenemos raíces, no
tenemos herencia, no tenemos orientación para nuestra vida. Y eso afecta a
hombres y mujeres. Es la condición típicamente moderna.
Sylvia Plath: la hija que no puede enterrar al padre
Con Sylvia Plath, el
conflicto con el padre ya no es cultural ni político. Es visceral. Psíquico.
Irresoluble.
Su padre, Otto Plath,
murió cuando ella tenía ocho años. Pero en lugar de desaparecer, se convirtió
en sombra. En peso. En obsesión.
En su poema más
célebre, Daddy, escribe:
“Daddy, I have had to kill you.
You died before I had time—”
“Papá, he tenido que matarte.
Moriste antes de que tuviera tiempo…de hablar contigo, de
entender, de despedirme”.
El padre ha muerto. Pero
demasiado pronto. Y eso, precisamente, es lo que hace imposible lo que Plath
siente como una necesidad esencial: hablar, dialogar, entenderse. Para amar… o
rechazar.
Por eso, Plath
convierte al padre en algo más que su padre: un tótem, una figura aplastante.
No lo describe: lo recrea desde el trauma. Lo siente y lo nombra con
calificativos sin matices: lo llama dios y nazi y verdugo.
No está hablando del
hombre real. Está hablando del miedo que dejó su ausencia, del poder que
adquiere una figura cuando no puede ser discutida.
Y el conflicto no está
fuera: está dentro. No se trata de rebelión ni de crítica ideológica. Es algo más
antiguo, más profundo: Se le ha negado algo esencial en toda transmisión
sana: el diálogo (hablar y escuchar). No
ha podido ser y eso produce una herida tremenda.
El padre ya no es un
hombre. Es una estructura interna. La herencia que ha recibido es emocional; y
ella no es capaz de asumirla, la siente como una casa en ruinas.
Plath no quiere
derribar la casa del padre: sólo busca escapar con vida de entre sus ruinas.
Síntesis final: el
hijo, la herencia y la paradoja moderna
Hemos recorrido
distintas formas de ruptura entre padres e hijos: desde la tragedia antigua de
Edipo hasta la soledad existencial de Kafka, desde la culpa heredada de
Kierkegaard hasta el rechazo brutal de Vargas Llosa.
Y también hemos visto
cómo, en autoras como Virginia Woolf, Simone de Beauvoir o Sylvia Plath, el
conflicto con el padre se convierte en algo más amplio: un conflicto con la
cultura, con el lenguaje, con la estructura misma del mundo recibido.
En cada caso, hay algo que falta: el amor que permanece, la
palabra que explica, la autoridad que acoge, la transmisión que libera.
Y sin eso, ser hijo se vuelve un problema. Una carga. Una
herida. O una batalla.
La modernidad nos ha dicho que para ser libres debemos
cortar con todo eso, que para ser modernos, ser hijos es una dificultad. Queremos
ser lo que decidimos ser, sin deudas, sin herencias, sin linajes. Como
si no fuéramos hijos. Como si fuera posible empezar desde cero.
Pero cuando no se quiere ser hijo, lo que se consigue no es
libertad. Es una vida falsa.
No se puede vivir sin recibir. Y no se puede crecer sin
agradecer. Tal vez haya que pensar la transmisión no como imposición, sino como
acto de generosidad, de amor. Y la herencia no como
carga, sino como punto de partida.
Rebelarse contra lo recibido, contra la herencia del padre,
es la actitud típicamente adolescente, de niño mimado. Eso no es tan difícil,
se puede exacerbar e intentar matar al padre. Pero lo difícil, lo que construye
es otra actitud: reconocerlo sin repetirlo.
Caminar con el padre, con la herencia, un trecho del camino
de la vida. Y luego seguir. Pero no desde la nada. Sino desde lo recibido.
Recibir la herencia: la casa. Recibirla como lo que debe ser: un don entregado con amor y sin exigencias. Y acogerla con gratitud. Sólo así se reconoce al padre. Y sólo así se vive, de verdad, lo que somos: hijos, herederos.
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