Naufragar y recomenzar: Lecciones desde la isla
A veces la vida se rompe. Personas en las que confiábamos
nos fallan. Proyectos en los que pusimos ilusión se derrumban. Nos sentimos
fracasados. Lo que ocurre entonces no es sólo tristeza: es desorientación,
pérdida de sentido. No sabemos cómo hemos llegado ahí. Mucho menos, cómo salir.
La literatura ha ofrecido muchas metáforas para describir
ese colapso: el desierto del Principito, la selva oscura de Dante... Pero pocas
son tan potentes como la del náufrago. En ese símbolo se concentran tanto la
caída como la posibilidad de reconstrucción. Porque si naufragar es humano,
también lo es pensar, discernir, decidir cómo seguir.
Tres formas de responder al naufragio
La primera reacción posible es negarlo. Michel Houellebecq,
en La posibilidad de una isla, imagina un mundo sin dolor
ni decepción. Allí nadie sufre, pero tampoco nadie ama. Porque no hay vínculos,
no hay pérdida. Y sin pérdida, no hay humanidad. Es un mundo estéril, en el que
la vida ha sido sustituida por su simulacro.
Lo mismo plantea Huxley en Un mundo feliz.
Todo está controlado, nadie fracasa, pero tampoco nadie es libre. Solo el
"salvaje", que ha leído a Shakespeare y conoce el dolor, entiende lo
que significa ser humano. Él es, precisamente por eso, el último hombre.
Evitar el naufragio parece sensato, pero es imposible. Vivir
es arriesgar, perder pie, fracasar... y recomenzar.
Una segunda actitud es aceptar el colapso como inevitable y,
sin embargo, considerarlo absurdo. Camus lo expresa en El
mito de Sísifo: la vida duele y no tiene sentido, pero seguimos
empujando la piedra. Heidegger va aún más lejos: no hay consuelo, sólo
conciencia lúcida de que estamos aquí sin saber por qué, sabiendo que todo
terminará. En ambos casos, el náufrago no se hunde, pero tampoco encuentra una
nueva orilla. Se instala en el sinsentido.
La tercera respuesta es reconstruir. Las novelas de
náufragos son, bajo su apariencia de aventura, verdaderos manuales sobre cómo
rehacerse. Son relatos de formación, no de evasión. Frente a El
señor de las moscas, que examina cómo se organiza una sociedad,
estas historias preguntan cómo se reconstruye una vida.
Tres Robinsones
El Robinson de Defoe, escrito en 1719, es un hombre que
naufraga como castigo a una vida desordenada. La isla, sin embargo, lo
transforma: aprende a trabajar, se disciplina, madura. La Providencia usa el
naufragio para hacerlo crecer. Rousseau, en El Emilio,
considera que basta leer Robinson Crusoe para formar a un
joven. Porque ahí el hombre se enfrenta directamente con la realidad, sin
intermediarios.
Julio Verne, en La escuela de Robinsones, adopta
otro tono. Su protagonista, Godfrey, es un joven frívolo, con sed de aventura.
En vez de condenarlo, Verne celebra esa inquietud juvenil. El naufragio no es castigo,
sino escuela. Y el mundo no es amenaza, sino posibilidad. Incluso el
"salvaje" con el que se encuentran se convierte en compañero de
baile, no en objetivo de conversión. Todo es más cómico, más humano, más
amable.
El tercer Robinson no está solo. Es una familia. En Los
Robinsones suizos, no naufraga un individuo sino una comunidad
afectiva. Y se salvan juntos, porque el ser humano no se forma en aislamiento,
sino en compañía.
¿Y nosotros?
En todas estas historias, la isla no destruye: revela. Es el
comienzo de un mundo nuevo. El naufragio es necesario, pero la respuesta es
libre. Podemos mirar hacia otro lado, dejarnos hundir, o empezar de nuevo.
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