El desierto de la vida y la brújula de Saint-Exupéry
Manuel
Ballester
¿Qué
harías si un día cayeras en medio del desierto?
Sin caminos, sin señales. Sin nadie.
Quizá esa imagen extrema no sea tan ajena como parece. En cierto sentido, estar en la vida es también estar en un desierto. Buscamos orientación, pero no hay rutas seguras. Queremos señales, pero nadie puede darnos un mapa perfecto.
Y sin embargo, hay libros que no
sólo cuentan aventuras, sino que iluminan el corazón oculto de la vida. Terre des hommes (1939), de Antoine
de Saint-Exupéry, es uno de ellos.
Más que una aventura
Escrito por un piloto
convertido en filósofo, Tierra de hombres
recoge vuelos y accidentes, encuentros y aterrizajes forzosos. Pero sobre todo
es una meditación sobre la condición humana.
Desde el cielo y desde la arena, Saint-Exupéry busca lo que
realmente nos sostiene cuando el mundo se viene abajo: la responsabilidad, la
amistad, la belleza, el sentido.
No dedica el libro al
compañero con quien casi muere en el desierto, sino a Henri Guillaumet, su “compañero”.
No “amigo”. Compañero. Porque hay vínculos que no se definen por el afecto,
sino por el deber compartido, la fidelidad silenciosa, la confianza mutua.
El mapa no es el territorio
En el primer capítulo, el
joven piloto aprende que España no es el dibujo de un mapa, sino una tierra
viva: ríos, ovejas, granjas... detalles vitales si hay que aterrizar. Poco a
poco, el país se transforma ante sus ojos en un cuento de hadas.
Así empieza a tomar forma una idea que recorre todo el
libro: la realidad, cuando se la habita con atención, revela su maravilla.
“Ser hombre es ser responsable”
Esa es la lección que
Guillaumet le deja al autor tras sobrevivir días caminando por los Andes
nevados, sin esperanza de rescate. No lo hizo por instinto, sino por amor a su
esposa. Para que, si moría, al menos su cuerpo pudiera ser hallado.
“Lo que hice, ningún animal lo habría hecho”.
El hombre, dice Saint-Exupéry, no es un individuo aislado.
Es un nudo de relaciones. Y la dignidad humana nace de asumir esa red invisible
que nos vincula a otros.
Instrumentos
El avión no es un fin. Es como
el arado del campesino: un instrumento para medirnos con la realidad. Incluso
el cuerpo es presentado como herramienta, como servidor. Porque para entrar en
contacto con lo real, necesitamos mediadores.
Y sin embargo, hay en nosotros algo más: un anhelo que no se
sacia solo con volar, ni con sobrevivir.
El desierto: símbolo de lo esencial
En el relato más dramático del
libro, el propio Saint-Exupéry y su compañero se pierden en el desierto de
Libia. La sed, las alucinaciones, la certeza de la muerte.
En ese abismo interior, recuerda la historia de un esclavo
que se niega a aceptar la comodidad vacía de su servidumbre.
¿Por
qué pensar en un esclavo cuando está a punto de morir?
Porque la gran tentación no es el dolor, sino la
resignación. Abandonar el propio nombre, renunciar al deseo de vivir con
sentido.
“Lo que salva es dar un paso.
Y luego otro. Siempre el mismo paso que se recomienza”.
El pastor del imperio
El libro concluye con una
imagen poderosa: la del pastor que cuida a sus ovejas. Es una tarea rutinaria,
como la del esclavo, como la del trabajador en las sociedades modernas. Pero si
el pastor se sabe miembro del imperio, al cuidar las ovejas, sólo con eso, se
convierte en centinela del imperio.
Así es el ser humano. Cuando asume su responsabilidad
—aunque parezca pequeña—, participa en algo mayor. El piloto que guía el
correo, el campesino que ara la tierra, el maestro que educa a un niño...
todos, en lo invisible, están construyendo un mundo.
Y
por eso se podría morir. Porque lo que da sentido a la vida, dice
Saint-Exupéry, es también lo que da sentido a la muerte.
Y
por eso se podría morir. Porque lo que da sentido a la vida, dice
Saint-Exupéry, es también lo que da sentido a la muerte.
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