El amor tiene buena prensa. Merecidamente, sin duda.
Tiene algo de cielo y de infierno; y también de purgatorio…
tiene, por tanto, un poco de todo; es sublime siempre y, a veces, penoso.
Es un regalo que recibimos sin merecerlo, como la flecha que
nos lanza Cupido y nos llena de deseo; pero es también una tarea, una decisión
firme. Es, por tanto, camino y destino, tierra y cielo.
Quizá por eso el amor nos atrae y nos desconcierta. No es sólo
deseo ni sólo tarea esforzada; es una paradoja viva que nos impulsa a seguir
adelante, soñando con ese cielo que creamos al compartir el camino.
Está compuesto de voluntad (hay que querer) y de impotencia
(hay que ser amado).
Es este delicado equilibrio entre querer y ser querido lo
que da al amor su fuerza y su fragilidad. No podemos exigirlo ni apropiárnoslo;
sólo podemos esperarlo y vivirlo agradecidamente, confiando en que, al
entregarnos, transformaremos cada paso en un reflejo y un camino hacia el
cielo.
Algo de esto me sugiere José Alfonso Romero Pérez-Seguín
cuando dice:
“quiero ir contigo allí donde vayas,
Y que allí donde vayas sea el cielo”
José A. R. Pérez-Seguín, Como
flores de almendro