jueves, 5 de junio de 2025

Conversaciones entre libros y vida- Entrevista Letras de Parnaso, 92

 




En el número 92 de la revista Letras de Parnaso apareció esta conversación en forma de entrevista.

Me precede una presentación generosa, por la que me siento sinceramente agradecido. Dice así:

“Sus amigos siempre hemos pensado que es alguien especial. Lo es por su inteligencia, por sus valores, por su saber estar, por su coherencia y capacidad de trabajo. También ponderamos sus creencias, sus querencias, sus deseos y opiniones. Todo viene en él de una manera natural y certera, pero al tiempo tenemos la impresión de un cálculo que surge de su fina sabiduría, de sus pensamientos largamente alimentados con lecturas y escuchas de maestros...”

Publico aquí la versión completa como parte de ese deseo de que las ideas no se queden encerradas en una sola forma.
Hablamos de muchas cosas: de lo que me ha formado, de los vínculos que me sostienen, de la educación, de los hábitos, de Tinta y Caos… y de algunas heridas también.

En esta entrada sólo incluyo el texto. En la revista impresa hay también algunas fotos por si a alguien le interesa el conjunto completo, pp. 60-71:

Enlace Revista (formato PDF para imprimir)

http://www.los4murosdejpellicer.com/EdicionesyPortadasPD/Edicion%2092%C2%A9.pdf

Enlace Revista (visualización en línea formato libro)

https://www.calameo.com/read/000552592cb43800dd242

Ojalá encuentres aquí algo que te interese, te acompañe o te dé que pensar.




Manuel Ballester,

un filósofo enamorado de las letras

 

-          ¿Cómo se define usted?

Podría responder enumerando mis ocupaciones, mis vínculos familiares, mis logros o fracasos. Pero todas esas son respuestas modernas, centradas en la noción de individuo como algo autónomo, aislado, autoconsciente. Y sin embargo, definirse así es, creo, no entenderse.

Saint-Exupéry lo expresó con precisión: el ser humano es un nudo de relaciones. Martin Buber lo formuló filosóficamente: el modo de existencia propiamente humano no es un monólogo, sino un diálogo. No es un "yo" aislado, sino un "yo-tú" fundado en la relación.

Decir “soy padre” sólo tiene sentido porque tengo hijos. Del mismo modo, ser maestro o amigo no son etiquetas individuales sino modos de estar en relación. Somos con otros. Y lo que somos no está delimitado en los márgenes de nuestro yo, sino que se va tejiendo en la red de nuestras relaciones.

Definir algo es trazar sus límites desde fuera. Pero la vida no se puede mirar desde fuera, a no ser que se contemple como un todo y en su conexión con lo eterno. Por eso Kierkegaard no dudaba al definirse: Soy lo que soy delante de Dios. Es decir, en relación con lo absoluto, con aquello que trasciende el tiempo.

Así que, si tengo que decir cómo me defino, tal vez esta sea la respuesta más honesta: soy el resultado de los vínculos que me configuran, y del modo en que respondo a ellos. Un nudo de relaciones, visto desde la eternidad.

 

-          ¿Por qué le atrajo la filosofía?

Podría decir que todo empezó como una aventura de verano. Y no mentiría.

Siempre me habían gustado las matemáticas. No sólo se me daban bien: las disfrutaba de verdad. Ese mundo de estructuras que no son simples invenciones, sino que están inscritas en la realidad, me parecía —y me sigue pareciendo— fascinante. En aquel entonces, tenía claro que estudiaría Matemáticas, o como se llamaban entonces, Ciencias Exactas.

Pero ese verano, entre el final del COU y el inicio de la universidad, cayó en mis manos Platón. Me encontré con aquel aviso que, según la tradición, figuraba en la puerta de la Academia: “No entre aquí quien no sepa geometría”. Es decir, no te acerques a la filosofía si no has entrenado tu mente con el rigor matemático.

Y leí La Apología de Sócrates. Apenas ocupa unas páginas, se lee en un par de horas. Pero ese libro cambió mi vida.

Comprendí que el estudio de las matemáticas —como entendían Platón y los pitagóricos— no era un fin en sí mismo, sino un ejercicio (eso significa en griego: mathemata = ejercicios) para entrenar la inteligencia. Una gimnasia del pensamiento. Y ese entrenamiento tenía sentido si servía para abordar con rigor los grandes asuntos: la vida, la muerte, la felicidad, Dios.

Sin ese entrenamiento, lo que uno tiene son opiniones, intuiciones, ocurrencias. Pero no conocimiento. Y yo quería saber.

Así que, en lugar de empezar la carrera de Ciencias Exactas, me matriculé en Filosofía.

 

¿Es complicado enseñar filosofía en el siglo XXI?

Dice Nietzsche que “quien tiene un porqué para vivir, es capaz de soportar casi cualquier cómo”. Y eso podría aplicarse también a la enseñanza de la filosofía: si uno no tiene claro para qué enseñar filosofía, el cómo se vuelve cada vez más difícil.

Pero claro, entonces hay que plantearse: ¿qué se espera de la enseñanza de la filosofía? Sería absurdo suponer que todos los alumnos estarán entusiasmados con las ideas, que recibirán cada clase como una revelación, que leerán a los autores como si fueran novelas de aventuras. No es así.

La filosofía nace de la admiración, de la fascinación; del impulso alegre que nutre la esperanza de una vida más plena. Pero vivimos en una época donde la pregunta que lo atraviesa todo es: “¿y eso para qué sirve?”. Y aplicada a la filosofía, esa pregunta es especialmente destructiva.

Porque no, la filosofía no “sirve” para nada en el sentido utilitario actual. Pero es que la vida tampoco. La vida no es útil: es un lujo, un regalo, un exceso. No hemos sido creados para la productividad, sino para la plenitud. Para comprender, para amar, para ser libres. Para organizar nuestra vida de modo que valga la pena ser vivida. Eso, en el mundo actual, se tacha de niñería, de ingenuidad, de pérdida de tiempo. Pero quizá lo verdaderamente grave es vivir sin hacerse esas preguntas.

A esto se suma otro malentendido: que la filosofía es una especie de jaula de grillos, donde cada uno tiene su opinión y todo vale lo mismo. Si no hay verdad, entonces ¿qué sentido tiene estudiar a Kant o a Platón, si mi opinión vale tanto como la suya? ¿Para qué esforzarse? ¿Para qué leer, pensar, discutir?

Y sin embargo, cuando uno experimenta de verdad una buena clase de filosofía, algo cambia. Porque la filosofía, cuando es auténtica, no adorna la vida: la transforma. Porque pensamos para dar forma a una vida digna.

Decía Aristóteles que la vida es cosa seria —gozosa, maravillosa, sí, pero seria—. Lo útil, en cambio, no es serio en sí mismo: es un medio. Un cuchillo, por ejemplo, es útil para cortar; pero cortar no es un fin en sí mismo, sino algo que se orienta a otro valor, como preparar una comida o compartirla con alguien. Lo valioso no es la herramienta, sino lo que hacemos con ella.

Así también la filosofía —como la vida misma— no es útil, sino valiosa. No se trata de que la filosofía y la vida sirvan para algo, lo que importa es saber lo que somos y llegar a serlo del todo.

 

¿Por qué ese intento en los últimos años de suprimir la filosofía de los itinerarios de aprendizaje?

Hay varias razones, pero tres me parecen fundamentales.

1.      La visión utilitaria de la enseñanza y de la vida.

Vivimos en una época que valora todo en función de su rentabilidad inmediata. Si algo no produce beneficios medibles, se considera prescindible. Y la filosofía —que no produce, que no soluciona nada a corto plazo, que más bien complica y problematiza— parece inútil en ese esquema. Como no genera empleo directo, ni productos, ni respuestas simples, se margina. Es un error de base: confundir lo útil con lo valioso. Como decía Aristóteles, lo serio no es lo útil, sino aquello que merece ser vivido por sí mismo. Y la filosofía pertenece a esa esfera de lo serio.

2.      El doble error moderno respecto a la verdad.

Por un lado, se extiende la idea de que no hay verdad, y que, por tanto, buscarla es una pérdida de tiempo: todo serían opiniones, puntos de vista subjetivos. Por otro lado, se da el error opuesto: pensar que ya tenemos la verdad. En este sentido, ciertos enfoques ideológicos —que se imponen de forma totalitaria en la educación, los medios de comunicación o la legislación— actúan como si tuvieran la última palabra sobre el mundo, la historia o el ser humano.

A esto se suma un fenómeno más profundo: el avance de las ideologías ha convertido la búsqueda de poder en el criterio dominante, desplazando a la verdad como valor central. En este nuevo paradigma, lo importante no es lo que es, sino lo que funciona para alcanzar o conservar influencia. La verdad resulta entonces irrelevante —cuando no directamente impertinente—, porque incomoda, cuestiona, desestabiliza los relatos prefabricados. En lugar de ser una brújula, la verdad es vista como un obstáculo. Este clima favorece discursos estratégicos, eslóganes, consignas, pero desalienta el pensamiento libre. Y en un ambiente así, la filosofía molesta: incomoda a quienes no quieren pensar, y desconcierta a quienes creen que ya lo han hecho todo.

Como digo, son dos errores. Que haya verdad no significa que yo la posea, ni mucho menos que la posea del todo. Hegel lo expresó con una imagen poderosa: así como los árboles asimilan la materia inorgánica y la convierten en materia viva, nuestra tarea es asimilar las verdades hasta hacerlas vida con nuestra vida. Pensar no es repetir lo establecido, lo que todo el mundo dice (mucho menos imponerlo): es buscar la verdad con seriedad, con humildad, con pasión. Y por eso la filosofía sigue siendo imprescindible. Aunque no sea, quizá, para todos.

3.      La dificultad real que plantea la filosofía en un sistema acelerado.

Hegel decía que “la lechuza de Minerva sólo levanta el vuelo al atardecer”: la filosofía llega cuando una realidad ya se ha desplegado y podemos pensarla con distancia. Nace del asombro, sí, pero exige comprensión: estudio, madurez, atención sostenida. Y el sistema educativo actual no favorece eso. Prima la velocidad, la fragmentación, la gratificación inmediata. Pero la filosofía necesita justo lo contrario: lentitud, concentración, profundidad. Es exigente: requiere el valor de tomarse la propia vida en serio y hacerlo desarrollando con rigor la mejor de nuestras facultades: la inteligencia. Y lo verdaderamente valioso —como cualquier forma de sabiduría— no se alcanza sin paciencia.

Eliminar la filosofía no es sólo suprimir una asignatura más. Es renunciar a animar a pensar con hondura, con libertad y con sentido. Es confundir formación con entrenamiento y, al final, con adoctrinamiento. Y eso, a largo plazo, lo pagamos como sociedad.

 

¿Cuáles son los problemas de nuestro tiempo?

Me alegra que me haga esa pregunta. De verdad. Porque creo que los grandes problemas de nuestro tiempo no siempre son visibles, sino subterráneos. No son necesariamente los que ocupan los titulares, sino los que se sienten en el fondo del alma.

Si uno mira los medios, las instituciones o los documentos oficiales —por ejemplo, los Objetivos de la Agenda 2030— encontrará una lista bastante establecida: cambio climático, desigualdad de género, migraciones, sostenibilidad ambiental, conflictos armados, crisis sanitaria (pandemias, vacunas Covid)... Todo muy razonable, todo muy correcto.

Tan correcto que ya no se puede decir lo contrario. Y ese, me parece, es el verdadero problema.

Porque ya no se puede discutir si esos asuntos son realmente los más urgentes o si el modo en que se formulan es el más adecuado. No se puede argumentar ni matizar. La presión de lo políticamente correcto, el clima de cancelación, el llamado “wokismo” y sus mecanismos de control social e institucional han convertido muchos de estos temas en dogmas intocables. Se les llama pensamiento único —que es sinónimo de ausencia de pensamiento—. También se les llama políticamente correcto, en el sentido literal de “corregido” con mecanismos punitivos socialmente poderosos.

No sé si el cambio climático, la migración o las cuestiones de género tienen exactamente la dimensión que se nos dice. No porque no me interesen, sino porque ya no es posible tener un debate libre, con datos, con argumentos, sin miedo a represalias.

Y por eso, sí puedo decir que uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es la falta de libertad para pensar, para matizar y para publicar.

La libertad de prensa —y con ella, la libertad intelectual— está siendo paulatinamente erosionada. A veces mediante censura explícita; otras, de forma más insidiosa, a través de la autocensura que se impone quien sabe que el coste de disentir es real.

La imposición creciente del pensamiento único —que en realidad es ausencia de pensamiento— me parece más grave y más urgente que cualquier punto del discurso oficial.

¿Cómo hemos llegado aquí?

El comunista Gramsci señaló que la mentalidad hegemónica en una sociedad se configura desde tres pilares: los medios de comunicación, el sistema educativo y las creencias religiosas. Ese ha sido el proyecto: conquistar y someter esos tres ámbitos, a veces mediante la coacción o la financiación, otras mediante lo que se ha llamado entrismo.

De forma paralela, Hannah Arendt mostró en Los orígenes del totalitarismo que este sólo se instala cuando la mayoría de la sociedad ha dejado de ser crítica. Lo que ella llama el hombre masa —técnicamente, la masificación como condición de posibilidad del totalitarismo— describe bien el escenario actual.

Cuando sentimos un malestar en el cuerpo —una punzada, un dolor persistente— lo interpretamos como un síntoma de que algo no va bien. Lo mismo ocurre en el plano psíquico, espiritual y social: el malestar es un indicio, una señal que merece ser atendida. Por eso, desde hace tiempo, he dedicado atención a esos "puntos de dolor", intentando comprenderlos y, en la medida de lo posible, colaborar en su sanación.

He publicado varios libros bajo el subtítulo “para entender lo que nos pasa”, y recientemente he abierto el canal de YouTube Tinta y Caos con ese mismo propósito. Porque creo que las grandes obras de la literatura contienen claves para entendernos mejor y, quizá, para recuperar el rumbo. Cada vídeo del canal aborda uno de estos grandes problemas desde un libro, un personaje, un concepto o un mito. Porque, como decía Platón, filosofar es aprender a vivir. Y tal vez, también, a recordar el camino de vuelta a casa.

¿Cuál es la raíz de este malestar?

A mi juicio, uno de los problemas más graves de nuestro tiempo es la idea que tenemos de nosotros mismos.

Nos concebimos como individuos autosuficientes, sin vínculos previos, sin raíces, sin deudas con nadie. Una imagen romántica del individuo como self-made man, completamente libre, soberano, sin más ley que su deseo.

Esta concepción, que hunde sus raíces en la modernidad, es profundamente falsa. Y sobre ese error de base se construyen muchas de nuestras crisis actuales.

Simone Weil lo expresó con precisión: nuestro mal es el desarraigo.

Nos cuesta reconocer que hay aspectos esenciales de nuestra vida que no elegimos: no elegimos a nuestra familia, nuestra cultura, nuestro cuerpo, nuestro idioma.

Y, sin embargo, esas realidades no elegidas son las que más nos constituyen.

El problema aparece cuando, en nombre de una libertad mal entendida, negamos esos vínculos fundantes. Creemos que somos más libres por escapar de todo lo que no hemos elegido, pero confundimos huida con autonomía.

Como escribió Nietzsche: “¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero escuchar tu pensamiento dominante, no que has escapado de un yugo.”

Esa es la otra cara del problema.

No basta con escapar del yugo. Hace falta saber hacia dónde se camina, por qué vale la pena vivir.

Como también escribió Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.”

Viktor Frankl, que cita esta frase en El hombre en busca de sentido, la llevó a su máxima expresión en los campos de concentración. Sin un para qué, incluso la vida más cómoda se vuelve insoportable.

Y cuando no podemos recurrir a quienes nos han querido incondicionalmente —la familia, la tradición, los grandes textos que nos preceden—, nos volvemos frágiles. Intentamos empezar la historia desde cero, sin darnos cuenta de que somos una página en una historia mucho más larga; no el primer capítulo, ni mucho menos el único

En esa fragilidad, muchos buscan refugio en la masa. Lo advirtió Canetti, lo analizó Ortega, y lo desarrolló Arendt: el hombre masa es fácilmente moldeable por la propaganda, porque ha perdido el criterio.

Y el criterio viene de dos fuentes: la razón que busca la verdad, y la sabiduría que se hereda.

Hoy, como ya dijo Gramsci, el poder se ejerce desde los pilares culturales: educación, medios y creencias.

Por eso el problema no es sólo político o económico. Es más profundo. Es espiritual y antropológico.

Se trata de recuperar la verdad de lo que somos realmente los humanos: seres finitos, vinculados, herederos.

¿Tienen solución? ¿Tenemos solución?

¿Tenemos arreglo? Me encantaría responder con un sí rotundo. Pero sería más honesto decir: sí, pero no sin verdad y lucha.

Estamos mal. Y lo que veíamos antes —ese malestar profundo, ese desarraigo, esa pérdida de sentido y criterio— son síntomas de una enfermedad que no se cura con paliativos.

Y cuando uno está mal, lo primero es hacer un buen diagnóstico. Sin un diagnóstico certero, no hay tratamiento posible. Y sin tratamiento, no hay cura. Hay que tomarse la medicina, aunque amargue.

Porque los problemas de nuestro tiempo no se arreglan con reformas superficiales ni con eslóganes bienintencionados y frases de autoayuda.

¿De verdad creemos que bastan medidas técnicas para resolver un colapso del alma?

No basta con cambiar leyes o gobiernos si no cambiamos primero nuestra manera de ver el mundo… y de vernos a nosotros mismos.

La raíz del problema es antropológica. Y si el diagnóstico es hondo, la cura también debe serlo.

Sí, hay solución. Pero requiere tomarnos en serio la tarea de vivir bien. Y eso implica revisar nuestras ideas sobre libertad, verdad, belleza, amor, justicia. Palabras grandes, sí. Pero necesarias.

Implica leer con otros ojos, escuchar con otros oídos, y, sobre todo, volver a hacernos preguntas esenciales: ¿quién soy? ¿para qué estoy aquí? ¿qué significa vivir bien? No la buena vida, sino la vida noble, honrosa y humana: la eudaimonía de los griegos.

Las grandes obras literarias y filosóficas no son un lujo para ratos libres. Son herencia. Son herramientas para la vida. Nos han dejado pistas. Algunas las encontramos en Sófocles o Platón, otras en Dostoievski, en Simone Weil, en Shakespeare, en Tolkien.

Autores que, en medio de la confusión de su tiempo, supieron mirar más allá. En ellos buscamos no recetas, sino sabiduría. Y la sabiduría no es arrogante: es humilde, pero eficaz.

Y no sería la primera vez que el mundo colapsa.

¿Qué aprendemos de quienes vivieron el colapso antes que nosotros?

San Agustín escribió La Ciudad de Dios mientras caía Roma. Pero lo que afrontamos hoy es más radical. El Apocalipsis no describe sólo la caída de un imperio, sino un asalto total al hombre. Una lucha a muerte cuyo objetivo no es lo político, sino lo ontológico: destruir lo humano.

Y hay una frase tremenda en ese libro que no se puede ignorar: al enemigo del hombre y de Dios “Se le dio poder para luchar contra los santos… y vencerlos.” (Apocalipsis 13,7)

Ahí estamos. Y, sin embargo, también ahí se revela el sentido más profundo de la resistencia: no como victoria inmediata, sino como fidelidad luminosa en medio de la oscuridad.

Hoy también hay personas al borde del colapso —personal, espiritual, incluso civilizatorio—. Por eso, no basta con resistir en soledad. Hay que volver a las cosas mismas, a la realidad, a la verdad.

Y eso sólo puede hacerse en comunidad.

¿Con quién caminamos? ¿Dónde están los otros que buscan lo mismo?

Necesitamos constituir o integrarnos en comunidades intelectualmente formadas y afectivamente unidas. Grupos de personas que busquen juntos el sentido, que piensen con libertad y que se sostengan con afecto.

Esa es una forma concreta de lucha: pensar juntos, vivir mejor, resistir con sentido.

Es posible recuperar el sentido. Es posible volver a casa.

Pero para eso necesitamos volver a la verdad de lo que somos: seres frágiles, sí, pero también capaces de esperanza, de coraje, de belleza.

No somos una generación perdida, aunque a veces lo parezcamos. Somos una generación en búsqueda. Y si hay búsqueda, hay posibilidad de encuentro. Y si hay encuentro, hay camino.

Por eso abrí el canal Tinta y Caos. No para ofrecer respuestas cerradas, sino para abrir caminos. Para compartir lo que otros —mejores que yo— pensaron, vivieron y escribieron. Para recordar que no estamos solos. Que venimos de lejos. Y que aún hay destino.

 

¿Leemos poco y mal?

Sí… pero la respuesta necesita matices.

Vivimos rodeados de palabras y pantallas, de titulares y mensajes, pero ¿realmente leemos? ¿O simplemente pasamos la vista sobre los textos?

Los datos muestran una paradoja: cada año se publican miles de libros —en 2024, más de 23,000 en España, 20,000 en México, 11,000 en Argentina, más de 20,000 en Colombia y 7,000 en Chile—, y sin embargo, nunca ha sido más difícil encontrar lectores profundos. ¿Qué ocurre?

1.      Leemos poco porque no tenemos criterios claros.

En un mundo de sobreproducción editorial, es imposible abarcarlo todo. Por eso, es fundamental seleccionar con criterio: buscar libros que no sólo nos entretengan, sino que nos transformen. De lo contrario, corremos el riesgo de navegar por la superficie de todo sin ahondar en nada.

2.      Leemos mal cuando leemos sin propósito.

No se trata de cantidad. Lo esencial es la calidad de lo que leemos y cómo lo leemos. Como decía el dicho antiguo: "el hombre de un solo libro es temible", porque quien ha hecho suyo un texto hasta sus últimas consecuencias, lo ha convertido en carne propia.

Ese ideal está enraizado en símbolos potentes: En Apocalipsis 10:9-10, el apóstol Juan se come el libro que le da el ángel: en su boca es dulce como la miel, pero al llegar al estómago, amarga. Esto ocurre en el último libro de la Biblia (palabra griega que significa “los libros”) ¿Qué significa esto? Que leer, en su sentido más profundo, no es informarse sino transformarse. No basta con entender un texto: hay que incorporarlo, hacerlo vida. En ese sentido, sí, hoy leemos poco... y peor aún, leemos mal, porque muchas veces no leemos para vivir mejor.

¿Qué debemos hacer para mejorar nuestra lectura?

1.      Comernos el libro.

Como le ocurre a Juan: no basta con tener el libro delante, hay que incorporarlo, digerirlo, dejar que nos cambie. La lectura profunda no es cómoda, y a veces, como el libro del Apocalipsis, es amarga. Pero esa amargura también enseña.

2.      Elegir mejor.

No leer más, sino leer mejor. Un libro bien leído vale más que cien recorridos superficialmente. Desarrollar criterios de selección —tema, estilo, fondo— es esencial. La lectura no debe estar guiada sólo por la novedad o la popularidad, sino por la pregunta: ¿qué me aporta esto a mí, a mi vida, a mi modo de estar en el mundo?

3.      Leer con propósito.

¿Leemos para aprender, para entendernos, para crecer? ¿O simplemente para distraernos del vacío? La lectura con propósito nos convierte en personas más conscientes, más libres, más humanas.

4.      Practicar la lectura lenta.

En la escuela, en casa, con nosotros mismos: hace falta una pedagogía de la lentitud. Leer despacio, con lápiz en mano. Releer. Volver sobre las frases que nos interpelan. Hacer anotaciones, subrayar, conversar con el texto. Sólo así se forja el pensamiento.

En resumen: Sí, leemos poco y mal… porque muchas veces no nos comemos el libro. Y mejorar nuestra lectura no empieza por leer más, sino por leer con más hambre.

 

 

-¿Qué nos pasó en la pandemia?

Todavía no lo sabemos del todo. Y quizás nunca lo sepamos, porque —como ya hemos dicho— hay censura. Una censura no siempre explícita, pero sí eficaz: de algoritmos, de instituciones, de autocensura. El resultado es el mismo: no podemos hablar con libertad y, por tanto, tampoco saber con claridad.

Lo que sí está claro es que la pandemia fue un experimento sociológico de primer orden. Y como todo experimento, puso a prueba nuestras reacciones más profundas, nuestros miedos, nuestras convicciones… y también nuestras fragilidades.

Durante esos meses, muchas personas reaccionaron más con emoción que con reflexión:

A favor: con aplausos, balcones, banderas, obediencia acrítica.

En contra: con sospecha permanente, negación radical, teorías sin fundamento.

Negacionistas frente a tragacionistas, en suma. Esa polarización no vino después: ya estaba dentro de nosotros. Sólo faltaba un catalizador que la pusiera en marcha. La pandemia hizo eso: sacó a flote lo que cada uno llevaba dentro.

Al confinarnos, desapareció el teatro social. Dejamos de ver a los compañeros de trabajo, al camarero del bar, a los conocidos del gimnasio. Y quedaron las cuatro paredes de casa, la convivencia con los nuestros… o con nosotros mismos.

Algunos redescubrieron la familia. Otros confirmaron que no la tenían.
El tiempo detenido fue espejo: y muchos no soportaron lo que vieron reflejado.

Cuando todo se paró, muchos sintieron que, por primera vez, el mundo podía prescindir de ellos. No fue fácil asumirlo.

Otros —en cambio— descubrieron lo innecesario que era el ruido, el exceso, la prisa, el consumo, el multitasking. Y supieron volver a lo esencial: la lectura, el silencio, la cocina, el paseo por la terraza.

Ahora vivimos las secuelas. Una mezcla de olvido, vértigo, nostalgia y temerosa conciencia de nuestra vulnerabilidad.

· Olvido: porque queremos pasar página sin entender del todo qué nos pasó. Enterrar el trauma sin procesarlo.

· Vértigo: porque, tras el parón, el mundo ha acelerado aún más. Vivimos como si quisiéramos recuperar el tiempo “perdido”… sin preguntarnos si ese tiempo valía la pena.

· Nostalgia: porque, paradójicamente, aquella parálisis trajo una extraña claridad. Silencio. Lectura. Vínculos esenciales. Cosas pequeñas que, en el encierro, se volvieron gigantes.

· Vulnerabilidad: porque, aunque no lo digamos, sabemos que podría volver a pasar. En cualquier momento, alguien puede decretar que el mundo se detenga otra vez. Y ahora sabemos que no podríamos hacer nada para evitarlo.

No sabemos bien qué nos pasó. Pero nos pasó algo profundo.

 

¿Cómo salir de la polarización en la que estamos?

No va a ser fácil, porque la crispación no es un accidente: es una estrategia. El fomento del enfrentamiento —de clases, de sexos, de identidades— genera agresividad, y esa agresividad provoca respuestas igualmente viscerales. No se responde desde la razón, sino desde el instinto. Así, el otro ya no es un interlocutor con el que puedo disentir, sino un enemigo que hay que destruir o ridiculizar.

Esto nos encierra en una lógica perversa: sólo existen "los nuestros" —a quienes se les perdona todo, incluso la inmoralidad o el delito— y "los otros" que, sólo por eso, son despreciables. Y dentro de esa lógica, surge otro mecanismo destructivo: el victimismo convertido en arma. Nada da hoy más poder que conseguir presentarse como miembro de un colectivo oprimido. Esa supuesta debilidad se convierte en una forma de legitimación que lo justifica todo: desde el agravio hasta la agresión. Lo llamaba Lapied “la ley del más débil” —un concepto que traduje en uno de sus libros— y me parece que sigue siendo de una lucidez incómoda.

Se dice que dos no pelean si uno no quiere. Y es verdad. Pero cuando todo está orientado a provocar, a dividir, a buscar conflicto, hace falta algo más que voluntad individual para romper el círculo. Hace falta construir otro marco.

Por eso creo que la salida está en otro tipo de comunidades. En pequeños grupos donde la base no sea la lucha sino la cooperación. Donde no se busque el enemigo sino el proyecto común. Espacios donde se pueda disentir sin odio, criticar sin destruir.

Y es que —como decía Chesterton— en cada época hay un puñado de personas que, yendo contracorriente, han salvado el mundo. La solución no vendrá de las grandes estructuras ni de los discursos que multiplican trincheras, sino de esas pequeñas comunidades que escogen, deliberadamente, la lógica del encuentro.

 

-¿Qué virtudes valora más?

Las que facilitan el encuentro y el abrazo auténtico.

Son las mismas que ennoblecen y honran lo específicamente humano: humildad, respeto, empatía.

Me he extendido mucho en otras respuestas y voy a intentar ser breve. El respeto a la persona lleva a tratarlo con afecto, a abrazarlo; pero el respeto por la verdad, por la realidad, lleva a que ese afecto puede manifestarse de un modo duro, exigente.

Para construir en el ámbito familiar, profesional y social las comunidades a las que me he referido no se le puede dar la espalda a la obligación moral (sic) de cultivar la inteligencia, y eso se traducirá en que a veces hay que afirmar la verdad aunque no se la haya invitado a la reunión.

 

-Usted es…

Vulnerable.

-Usted no es…

El ombligo del mundo.

-          ¿Qué se pregunta constantemente?

Cuál es mi papel en el gran teatro del mundo.

 

-¿Hay algo que no podamos responder como seres humanos?

Podemos averiguar que las cargas iguales se repelen pero no porqué ocurre así ni si podría ocurrir de otro modo; es más, sabemos que no podemos saberlo. Y ahí empieza la maravilla, lo sagrado, lo que en vez de controlarlo simplemente lo contemplamos. Y eso es hermoso: el placer del conocimiento es inmenso pero el placer de admirar es mayor.

Dice Kant que hay dos cosas que le llenan de admiración: el cielo estrellado por encima de mí y la ley moral dentro de mí. Lo cual podría completarse con lo que dice el salmo, que el Señor cuenta el número de las estrellas y a cada una la llama por su nombre.

 

-¿Cuál es, a su juicio, el sentido de la vida?

El sentido de la vida de un naranjo es claro: dar naranjas y sombra, integrarse en un ecosistema. Y no necesita saberlo. Todo naranjo, cualquier naranjo, está para eso.

Con el ser humano ocurre algo distinto. También pertenecemos a una especie, y eso implica que hay dimensiones comunes a todos: necesitamos vínculos, buscamos sentido, aspiramos a la verdad, al bien, a la belleza. Pero cada uno ha nacido para algo concreto, distinto de los demás. Y ahí empieza lo específicamente humano.

Como no somos árboles, necesitamos saber para qué estamos aquí. Descubrir cuál es ese lugar en el mundo, esa vocación singular, es la primera tarea de cada vida personal. Porque, a diferencia del naranjo, si no sabemos quiénes somos ni para qué estamos, podemos vivir sin llegar a realizarnos. Pasar por la vida como un individuo más, sí, pero sin hacer real esa vida que nos corresponde, la que estamos llamados a desplegar.

Y eso es exactamente lo que significa realizarse: hacer real la vida que nos fue dada como posibilidad.

 

-¿Sabemos vivir?

No, no sabemos. Incluso en lo más elementalmente humano —andar erguidos, hablar, comer con otros— hemos necesitado que alguien nos enseñe. Nadie aprende a vivir solo. Y sin embargo, nos cuesta aceptar que también para las cosas grandes —amar, perdonar, encontrar sentido— necesitamos maestros.

Vivir bien no es algo que se improvise. Requiere humildad, y sobre todo, compañía. Guías que nos orienten en medio del ruido.

 

-También gusta de escribir. ¿Por qué y para qué?

Entre las frases que aprendí en el colegio, recuerdo una especialmente lúcida. Un alumno decía: “Lo sé, pero no sé decirlo”, y el maestro respondía: “Si no sabes decirlo, no lo sabes”. ¡Qué sabiduría la de aquellos maestros!

Escribir obliga a pensar con precisión, a ordenar lo que uno intuye o cree saber. La primera ganancia de la escritura es esa: poner claridad donde antes había sólo intuición. Dar luz a lo que llevamos dentro.

Publicar ya es otra cosa. Es hacer público lo que uno ha comprendido, ponerlo a disposición de quien quiera leerlo. Si alguien lo lee y le resulta útil, perfecto. Si alguien lo lee y discrepa, también es bueno: me obliga a repensar, a profundizar. En ambos casos, escribir es una forma de diálogo.

 

-¿Sus autores de referencia?

Han ido cambiando con el tiempo. En cada etapa ha habido autores que decían justo lo que yo necesitaba escuchar.

De las primeras lecturas, sin hacer un esfuerzo consciente, recuerdo con cariño a Agatha Christie, Julio Verne, Salgari... y el mundo inquietante de Lovecraft. A cada uno le debo algo: el gusto por la intriga, la aventura, la imaginación que abre mundos o el misterio que habita en los márgenes.

En filosofía, los pilares han sido siempre Platón y Aristóteles. Pero con el tiempo llegaron Kierkegaard y Nietzsche, que me marcaron de forma más radical. No por lo provocadores, sino porque pensaron su tiempo, su mundo y su vida —que es también el nuestro— con una lucidez que va más allá de sus escuelas o sus versiones posteriores.

Recuerdo que al principio conocía a Nietzsche “de manual”, a través de lo que me habían explicado. Pero tardé en ver que muchas de esas explicaciones eran interpretaciones, incluso proyecciones de quienes lo habían leído. Sólo cuando lo estudié con seriedad empecé a sentir esa perplejidad de quien se da cuenta de que algo no encaja. Hasta que llegué a Lou Andreas-Salomé. Ella escribió una síntesis de su pensamiento que el propio Nietzsche revisó y aprobó. Fue ahí cuando comprendí que, sin saberlo, yo ya había empezado a entender a Nietzsche como Lou.

En literatura, Hesse y Tolkien han sido esenciales. Hesse por explorar los mundos que nos habitan, con esa mirada nietzscheana y jungiana que penetra hasta lo más profundo de nosotros mismos en busca de un encuentro con lo que somos —o podríamos llegar a ser. Tolkien, fascinante, tiene una mirada omniabarcante: incluye todo, todos los estados del hombre, todos los estilos de vida, el bien y el mal, lo controlable y aquello que nos excede. Es, para mí, el más grande.

¿Qué poder tienen las letras?

Cuando escribimos, su poder reside en que nos obligan a mejorar nuestra inteligencia. Nos exigen rigor, claridad, profundidad. Y eso incluye una revelación: nos muestran que hay cosas en nosotros que no son nuestras, que tienen una fuerza propia. Como el matemático que descubre las propiedades de un cuerpo geométrico o el explorador que encuentra una cueva: las descubre él, pero ya estaban allí.

Como lectores, las letras tienen la fuerza que nosotros queramos darles. La letra dice… pero yo tengo que prestarle oído. Su verdad no grita: susurra. Y si no estamos atentos, pasa de largo. Leer es escuchar. Y a veces, cuando ese encuentro sucede, una sola frase basta para sacudirnos por dentro.

-¿Cuesta entender lo que nos transmite la literatura? ¿Nos falta contexto para empatizar con autores de otros tiempos?

No necesariamente. Si no empatizo, puede deberse a dos cosas: o bien el autor no es realmente bueno, o bien su mensaje no tiene vigencia, tenía sentido sólo para sus contemporáneos.

Pero hay obras escritas hace milenios que siguen vibrando hoy. ¿Por qué? Porque hablan de lo humano. Como decía Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto.

Eso sí, empatizar a veces puede ser una forma de trivializar. Nietzsche, por ejemplo —que apenas podía leer por su casi ceguera— advertía sobre esto: recomendaba seleccionar muy bien lo que leemos y sugería mantener una cierta distancia, incluso temporal, entre nosotros y el autor. Un par de siglos, al menos. Esa distancia puede ser una forma de respeto y de profundidad.

—Usted ha traducido libros. ¿Qué le aporta esta actividad?

Traducir es una forma de escuchar con mucha atención. Te obliga a comprender a fondo lo que otro ha dicho, a entrar en su lógica, en su tono, en su mundo. Y, al mismo tiempo, te empuja a encontrar tus propias palabras, a decirlo tú también, pero desde dentro.

Recuerdo que, al traducir una novela, me encontré con un personaje que me resultaba bastante repulsivo. Y, sin embargo, tenía que encontrar sus palabras, comprender cómo veía, cómo sentía, cómo expresaba su mundo. Fue difícil… y valió la pena. Es una forma de empatía muy peculiar: no se trata de justificarlo, sino de entenderlo desde dentro.

También hay otros matices. Cuando traduje el epistolario amoroso de Léon Bloy, tuve que fijarme en los matices del vous (que en español puede ser “usted” o “tú”). Bloy se dirige a Johanna Molbech con un vous de cortesía al principio, pero uno espera que con el tiempo pase a un vous más afectuoso o, incluso, que llegue a tutearla. Eso es lo que un traductor del siglo XXI podría esperar… pero un escritor francés de finales del XIX quizás lo enfoca de otro modo. Y esos matices me parecen muy enriquecedores.

 

-Tecnologías… ¿sí o no?

Sí. Nuestros dientes y manos están poco desarrollados para comer o manipular el mundo: necesitamos preparar la comida y necesitamos herramientas. Eso nos permite, además, sonreír y acariciar… pero eso ya es otro asunto.

Lo importante es esto: el ser humano necesita técnicas. Del cuchillo al iPad, todo son tecnologías. Y esa necesidad no es un defecto: es lo que nos define como humanos.

Ahora bien, nadie deja que un niño juegue con un cuchillo…

Hay una vieja historia que puede ayudar a entender a qué me refiero: un general, famoso por sus victorias, vendió su espada a otro. Este, tras ser derrotado, le reprochó el fracaso. El general le respondió: “Te he enviado mi espada, pero no mi brazo”: La espada —como hoy la tecnología— no vale por sí sola. Hace falta el brazo que actúa. Y, todavía más, el corazón que elige por qué lucha.

La inteligencia artificial puede hacer las cosas más rápido, mejorar un texto o decirte que tus ideas son estupendas…, Pero no puede sonreír. No puede acariciar. Ni mirar a los ojos, ni equivocarse con ternura, ni sostener un silencio verdadero. Puede simularlo, claro, pero sabemos que eso no es verdad y nosotros lo que necesitamos es realidad.

Así que sí, tecnologías: pero sin olvidar que no son el fin, sino el medio. El pincel no hace al pintor, aunque el pintor lo necesite. Dalí no es Dalí por usar pinceles de primera calidad.

 

-Usted se ha metido en este territorio. ¿Cómo lo valora?

Me parece un territorio fascinante. Pero también frágil. Las tecnologías de la palabra —como la escritura en su tiempo, o hoy la IA generativa— pueden tener dos efectos contrarios: volvernos más lúcidos o más torpes. Depende del uso.

Una herramienta que escribe por ti puede ayudarte a pensar mejor... o puede convertirte en alguien que deja de pensar. Como todo instrumento poderoso, necesita vigilancia interior. Saber cuándo nos acompaña y cuándo nos suplanta. Por eso es tan importante no renunciar al trabajo propio: leer, escribir, dialogar. Aprender. No basta con saber usar herramientas. Hay que saber vivir con ellas.

 

-¿Hay tanta mentira en las redes como se dice? ¿Cuál sería su propósito en una sociedad súper informada?

Sí, hay mucha mentira. Y más aún: como advirtió Gramsci, hay mentiras que forman parte de una estrategia de manipulación. No son errores ingenuos, sino instrumentos de poder.

Hoy conviven en las redes datos preciosos con bulos interesados. Pero el problema no es nuevo. Antes de internet, si uno entraba en una gran biblioteca con millones de volúmenes —es decir, con mucha información— la cuestión clave seguía siendo la misma: ¿qué buscamos? ¿qué fuentes merecen confianza? ¿quién es autoridad en ese campo?

Y para eso se necesita algo más que datos: se necesita criterio.

La información, sin criterio, no sirve. Esto vale para cosas naturales (como la salud), pero también para cuestiones éticas o políticas.

Y cuando no hay criterio, el efecto de la mentira es devastador: anestesia. Nos hace creer que todo son opiniones, que no hay verdad posible… y si no hay verdad, no merece la pena buscarla.

Da igual que hablemos de nutrición, de la acción del gobierno o de la búsqueda de la propia felicidad: el tema cambia, pero el efecto es igual de perverso.

 

_¿En qué momento del día le gusta leer y escribir?

Soy madrugador. Por la mañana mi cabeza está fresca y productiva. Por la tarde-noche ya no puedo.

 

_¿Qué detesta más?

Sin llegar al intelectualismo socrático, diría que hay muchas cosas que me parecen mal, muy mal: el odio, la crispación, la manipulación, la corrupción, la violencia en sus múltiples formas.

Pero más que detestarlas, me interesa comprender los mecanismos que las generan.

Cuando pienso en las personas concretas que están atrapadas en esos mecanismos —ya sean agresores o agredidos—, lo que siento no es rabia, sino pena. Porque en el fondo, ambos son víctimas. Ambos, de algún modo, se destruyen a sí mismos.

 

-La educación actual… pros y contras.

¿Te refieres a enseñanza, no?

Y en eso se contiene mi respuesta.

La educación hace referencia a la formación global de la persona: sus modos de vivir y sentir el mundo, sus valores, su manera de habitar la realidad. Y sólo en las sociedades totalitarias los valores son comunes y obligatorios para todos.

En contextos de libertad, conviven ateos y santos, socialistas y liberales, revolucionarios y conservadores, visionarios y ciegos. Esa pluralidad es signo de salud, de normalidad. En una sociedad libre la transmisión de valores se realiza en ámbitos naturales y diversos, como la familia, las tradiciones culturales, los grupos sociales. El derecho y las leyes marcan los límites del comportamiento, no del pensamiento.

La enseñanza, por su parte, se refiere a ámbitos más restringidos y técnicos. Es ahí donde tenemos personas que dominan ciertas materias (matemáticas, lengua, filosofía, pero también fútbol, piano o carpintería) y cuyo objetivo es transmitir conocimientos y habilidades específicas.

El equívoco que manifiesta esta pregunta –y que el lenguaje institucional ha reforzado al hablar de “sistema educativo” en lugar de “sistema de enseñanza”– es profundamente problemático: da por sentado que el Estado (es decir, los enfoques del gobierno de turno) debe transmitir valores y formar ciudadanos, cuando en realidad su papel debería ser dotar a las personas de conocimientos y herramientas para que puedan formarse libremente.

Este enfoque tiene consecuencias muy serias:

A los docentes se les exige una función para la que ni han sido formados ni es su responsabilidad. Un excelente matemático, un gran técnico o un buen carpintero pueden enseñar muy bien su disciplina, pero no por eso deben cargar con la misión de “formar en valores” comunes (que, recuerdo, sólo existen en los estados totalitarios).

Los alumnos terminan atrapados entre expectativas contradictorias: ser originales, pero encajar; aprender, pero no cuestionar demasiado. Esto es complejo y nos llevaría tiempo analizarlo a fondo, pero refleja cómo el sistema actual a menudo los deja desorientados en lugar de preparados.

Las familias, por último, buscan que sus hijos adquieran conocimientos y se capaciten profesionalmente, es decir, que el sistema actúe como ascensor social eficaz. Pero el llamado ‘sistema educativo’ opera como formador de valores, y muchas veces las familias se sorprenden al comprobar en qué tipo de persona se han convertido sus hijos. Algunos entienden que el sistema adoctrina, reaccionan protestando, pero también actuando y no sólo con el homeschooling, que también.

Cuando se pone el foco en la transmisión clara y exigente de conocimientos, ocurre que los profesionales (matemáticos, músicos o carpinteros, sea cual sea su especialidad) saben qué hacer y los resultados suelen ser excelentes.

Si lográramos enfocarnos en eso, tendríamos profesionales competentes y personas libres, que es lo que realmente importa.

-¿A qué teme?

Hasta donde alcanzo, procuro hacer las cosas bien, con buena intención. Pero sé que eso no basta. El camino del infierno, como se suele decir, está empedrado de buenas voluntades. Temo equivocarme en asuntos importantes por no haber sabido ver a tiempo lo que realmente estaba en juego.

 

-Para usted el amor es…

La pregunta clave del examen final de la vida.

Lo dice el poeta, que no engaña:

“Al atardecer de la vida seremos examinados en el amor”.

Y alguien añadió —con razón— que “al final, el que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada.”

Todo lo demás, si no pasa por el amor, se queda a medio camino. Y lo que parecía pequeño, si está lleno de amor, permanece.

 

-Un mensaje para terminar la entrevista.

Lo tomo del “maestro di color che sanno”, dice Aristóteles y yo no sabría mejorarlo: “No investigamos para saber lo que es la virtud, sino para ser buenos. En otro caso, sería totalmente inútil”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario