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Jaime Ballester (2013) |
Pinocho, loco de contento, empezó a saltar y hacer
cabriolas. Ha obtenido lo que quería, sus pies nuevos. Ahora puede volver a
avanzar por el camino de la vida.
No olvida lo prometido: quiere ir inmediatamente a la
escuela.
La escuela es símbolo de formación. Pinocho asume así el
objetivo de dirigirse hacia su más alta posibilidad. Ha estado al borde del
fracaso existencial. Lo ha experimentado muy de cerca y ahora quiere ser un
“buen chico”.
No se alcanza una meta elevada simplemente deseándolo. Para
llegar a la cima, hay que andar todo el camino. Surgirán obstáculos y habrá que
tomar en consideración nuevas necesidades:
«Para ir a la escuela necesito algo de ropa; ho bisogno d’un po’ di vestito».
Pinocho había estado desnudo desde el principio. Pero sólo
ahora se da cuenta de esa circunstancia y de la necesidad de cubrirse.
Que hasta ahora haya estado desnudo sin llamar la atención
de nadie ni de sí mismo es lo que ocurre de un modo natural con los niños. Nacemos
desnudos. Nos visten quienes viven con nosotros. La ropa es, en ese sentido,
fruto de un condicionamiento social.
Para algunos, lo que acabo de señalar supone un argumento
contra el vestido al entenderlo como algo “artificial” y artificioso y, por
tanto, como superficial y engañoso.
No es así. El mismo argumento podría emplearse respecto a
otros aspectos: nacemos desnudos, pero también sin habla y sin poder caminar.
Gracias a que quienes nos rodean nos hablan aprendemos un idioma concreto y
porque se ocupan de nosotros somos capaces de andar erguidos. Lo natural en el
hombre es hablar, pero si no recibimos el adecuado “condicionamiento social” no
hablaremos. La necesidad del influjo de otros para desarrollar el habla o para
vestirnos no es un argumento ni contra los idiomas ni contra la ropa. Y tan
natural es tener como lengua materna el español como el francés. Cualquiera de
ellas abre a un mundo que es el nuestro, naturalmente.
Por tanto, la cuestión es si, además de la evidente utilidad
de proteger del frío, el vestido tiene algún sentido ¿qué nos aporta llevar
ropa?
La ropa cubre el cuerpo, abrigándolo. Y también adornándolo.
El vestido tiene que ver con el adorno o, lo que es lo mismo, con el modo en
que quiero presentarme ante los demás y ante mí mismo. En ese sentido, el uso
de la ropa prolonga el cuidado del cuerpo. Arreglar al pelo o las uñas, seguir
dieta o hacer deporte significa que queremos dotar a nuestro cuerpo de una
determinada apariencia, presentarlo a los demás y a nosotros mismos de un modo
que nos guste.
El vestido se inserta así en la dinámica mediante la cual
queremos mostrar a los demás y sentir nosotros mismos una determinada
apariencia. Conviene caer en la cuenta de que el aspecto externo, la apariencia
“superficial”, es importante porque ahí también se muestran aspectos del ser
íntimo ya que en todo lo que hacemos comparece lo que somos: «desde cada punto
de la superficie de la existencia […] cabe enviar una sonda hacia la
profundidad del alma; todas las exteriorizaciones más triviales están finalmente
ligadas por medio de líneas direccionales con las últimas decisiones sobre el
sentido y el estilo de vida» (Simmel, G., Las
grandes urbes y la vida del espíritu).
Por eso, en el empeño por controlar nuestra apariencia, cómo
se ve mi cuerpo y cómo “nos sienta” este corte de pelo, este estilo de ropa,
estamos mostrando nuestro interés en controlar qué aspectos de nuestra
intimidad queremos disfrutar y ofrecer a la consideración de los demás. El
adorno del cuerpo no es una frivolidad superficial. Quien es un frívolo
trivializará esa dimensión expresiva de lo humano; quien tiene una gran riqueza
interior y ame la diversidad, tendrá siempre nuevos aspectos que exhibir y un
amplio armario que combine con su variada personalidad; quien prefiere la ropa
usada a la que ya “está hecho” y siente cierto rechazo ante los zapatos nuevos,
también expresa en esos detalles una preferencia interior.
Cubre el vestido, lo hemos visto, una dimensión utilitaria
(calentar) y una referida al control de la expresión de nuestra intimidad en el
plano corpóreo. Afecta también a un aspecto que está relacionado con el
anterior de un modo importante. Me refiero al pudor.
Es frecuente un enfoque deformado del pudor. Ocurre a veces
que se lo aborda desde un puritanismo mojigato y ahí la cuestión es, más que el
vestido, qué cubre y qué muestra el vestido. En el extremo opuesto se encuentra
otro desenfoque que ve el pudor como un mero condicionamiento social, un engaño
del que hay que liberarse para ser más naturales y auténticos.
A mi modo de ver, el enfoque correcto consiste en volver a
pensar lo que se ha indicado más arriba respecto al adorno. Voy a indicar
brevemente cómo me parece que hay que enfocar la cuestión.
El cuerpo no es pura exterioridad, el cuerpo humano es
significativo, expresivo de lo que cada uno es. Cubrir o descubrir según se
desee el propio cuerpo equivale a indicar el poder que yo tengo sobre mi
cuerpo. Mediante el cuidado de mi cuerpo y la ropa decido cómo quiero ser
visto: no soy un animal o un niño expuesto íntegramente a la mirada del otro.
Señala Aristóteles que el pudor es un sentimiento. No una
virtud, como será afirmado posteriormente. Es precisamente la “sensación” o el
“sentimiento” de tener en mi mano mi propia intimidad y el consiguiente control
sobre su exhibición u ocultación. El pudor me hace fuerte porque me da la
seguridad de que mi intimidad es mía y de nadie más. Por eso, porque es mía,
puedo entregarla a alguien con quien quiera compartirla. Cuando se dice que una
mujer es atractiva se está hablando de un poder que reside en ella, de la
conciencia de la fuerza que radica en ella en función del cual puede arrastrar
(atraer), y ese sentimiento basado en su valía es lo que Aristóteles denomina
pudor.
El animal, o el niño, pueden ir desnudos. Pero, una vez descubierta
la interioridad y afrontada seriamente, la presencia o ausencia de ropa es
significativa. El animal, el niño, no tienen su intimidad (no se tienen, que
dirían los clásicos) y, por eso, pueden ir íntegramente desnudos pero ni pueden
exhibir impúdicamente su intimidad, ni pueden entregarla y entregarse.
Esto no lo sabe el niño cuando está madurando. Como tampoco
sabe de la importancia de la lengua o de andar erguido. Ahí la sabiduría de la
vida la tiene el padre que transmite amorosamente a sus hijos lo mejor que ha
aprendido de la vida. De modo simple, a veces basta con hacer un
«trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza
de árbol y un gorrito de miga de pan», atuendo que a Pinocho le parece una
maravilla porque le otorga una apariencia fantástica. Le gusta verse así y
exclama:
«Parezco un señor: Paio
proprio un signore!».
Con esa apariencia señorial ya está en condiciones de seguir
su camino, ¿o faltará algo más?
Como siempre, superior, querido Ballester !!!
ResponderEliminarTú sí que eres un señor !!!
Saludos, Carmen
Tú que me miras con buenos ojos.
EliminarMuchas gracias, Carmen.