Camus, La peste y el hogar del
hombre

Manuel Ballester
El
coronavirus ha provocado un incremento del interés por (o, al menos, de las
ventas de) La peste (1947) de Albert Camus
(1913-1960).
No deja
de ser esperanzador que, ante un problema, la gente se vuelva a la literatura
(que es sabiduría condensada, tradición escrita) para orientarse.
La
similitud es más bien externa en cuanto que se remite a una epidemia, una
enfermedad, que incide sobre una comunidad. Pero si Camus puede enseñarnos algo
no es lo relativo a la dimensión sanitaria. Ni a la económica.
Lo que La peste transmite es, más bien, una
cuestión antropológica. El comienzo hace referencia a cómo es el hombre
moderno. Después muestra cómo esa mentalidad moderna es afectada por la plaga.
El hombre
moderno es problemático para sí mismo. Así, por ejemplo, de un modo tronante, Nietzsche
lo caracteriza como un “manso animal doméstico”; Simone Weil, que tuvo estrecha
relación con Camus, sostiene que su rasgo esencial es el desarraigo;
Saint-Exupéry habla del “hormiguero humano”. Camus, en La peste ve al hombre moderno como una equilibrada mezcla de
cigarra y hormiga: «Sin duda, nada es más natural hoy día que ver a las
gentes trabajar de la mañana a la noche y en seguida elegir, entre el café, el
juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir».
El tono de la obra intenta una sobria objetividad. El
problema es, interpretado en sentido literal, una cuestión sanitaria. De ahí
que la narración siga de cerca al doctor Rieux ya que «durante todo el tiempo
de la peste, su profesión le [pone] en el trance de frecuentar a la mayor parte
de sus conciudadanos y de recoger las manifestaciones de sus sentimientos».
En ese
tipo de vida, tan moderna y pautada por los hábitos y costumbres, irrumpe de
pronto algo inesperado, algo que rompe todas las rutinas. Nadie espera y, al
principio, nadie cree que una sociedad así construida pueda ser golpeada por la
peste, la enfermedad o, por decirlo de otro modo: por lo que no podemos
controlar. La novela muestra a partir de ahí cómo ese tipo de hombre es capaz
de entender y afrontar algo que le supera.
«Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin
embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas». No estaba
previsto y, por eso, la ven como algo injusto que rompe las rutinas del
próspero hormiguero. Más injusto aún cuando golpea a un inocente, a un niño, a
un niño conocido (no a la cifra abstracta de niños fallecidos). Cuando el hijo
de un amigo cae enfermo, se prueba un remedio. El suero hace que el niño
resista más que los otros, pero la consideración es inevitable: «Si tiene que
morir, así habrá sufrido más largo tiempo», sólo habremos prolongado la agonía
y el escándalo será mayor.
La religión, Dios, un Dios que permite la muerte de un
inocente, un Dios que crea un mundo así, ¿puede ser bueno, puede existir? Más
aún, aunque se salve este o aquel, ¿acaso se les hace inmortales? ¿acaso no
moriremos todos?
En cualquier caso, ¿qué hacer? El médico intenta atajar la
plaga científicamente pero el dolor, el aislamiento, la expectativa cierta de
una muerte cercana no son cuestiones meramente médicas. El enfoque científico
es secundario, un juego. O, al menos, eso sostiene el mismo Camus cuando afirma
que «juzgar si la vida vale o no vale la pena ser vivida es responder a la
pregunta fundamental» (El mito de
Sísifo). De modo que el hombre moderno vive alienado, ignorante de si su
vida vale la pena o no de ser vivida y, en el contexto médico, de ser salvada.
Si todos vamos a morir, ¿para qué tanto esfuerzo?
Y esa situación que nos saca de nuestros hábitos únicamente
nos muestra que habría que haber aclarado el sentido de la vida. Ahora no
tenemos tiempo de pensar. El quehacer científico, el juego, lo que es
secundario, «sacrifica todo a la eficacia» porque se ha vuelto urgente: «-¡Ah!
-dijo Rieux-, uno no puede curar y saber al mismo tiempo. Así que curemos lo
más a prisa posible, es lo que urge».
Cuando el mal golpea, sacude la existencia apacible, hace
visible el desarraigo y se lo percibe como injusto. En el corazón de la novela
hay un personaje, Tarrou, que da una interpretación alegórica a la peste.
Entiende que todos somos pestíferos, todos transmitimos el mal. Y, por eso,
busca el camino hacia la paz o, en sus propios términos: «lo que me interesa es
saber cómo se puede llegar a ser santo.
-Pero usted no cree en Dios.
-Justamente. Uno puede llegar a ser un santo sin Dios».
La plaga, el mal, ha colocado a la población en una
situación de urgencia, de cansancio e indiferencia pero, en cualquier caso,
lejos de la suficiencia del hormiguero. Ahí van aflorando las auténticas
necesidades humanas, el verdadero sentido.
En plena epidemia, Rieux, el médico cansado, entra dos veces
en cafés llenos de gente: le parecía estúpido, pero «sentía necesidad de calor
humano». Durante la peste, todos habían adoptado el papel esencial de
emigrantes, cuyo porte hablaba de «la ausencia y de la patria lejana. A partir
del momento en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad no habían
vivido más que en la separación, habían sido amputados de ese calor humano que
hace olvidarlo todo».
Añoramos lo que nos falta radicalmente: ternura, calor
humano, patria, hogar. Y eso es lo que queremos: volver a casa, al lugar al que
pertenecemos porque ahí está nuestro arraigo y nuestra vida, que consiste en
amar y ser amados.
A esa meta Tarrou la llamaba paz, otros, “su verdadera
patria”, o felicidad. Tarrou la llamaba paz porque quería ser santo sin Dios,
quería tener un comportamiento digno, decente, cabal, íntegro. Santidad lograda
con su sola honestidad y pundonor. Quería, en definitiva, volver a casa y ser
abrazado pero sólo por su conciencia.
Si el anhelo de ternura, si el deseo de amar y ser amado
está tan en la raíz del ser humano, ¿no estará ahí el remedio al desarraigo? Y
entonces el sentido de la vida ¿no tendrá que ver con la apertura, con el
dejarse abrazar por alguien que nos quiere como nuestros padres: no porque
somos buenos sino porque es bueno?
Publicado en Aleteia 11 marzo 2020:
https://es.aleteia.org/2020/03/11/camus-la-peste-y-el-hogar-del-hombre/
y en Letras de Parnaso, 63 (Junio 2020), pp. 40-41:
http://www.los4murosdejpellicer.com/EdicionesyPortadasPD/Edicion63%C2%A9.pdf
y en Letras de Parnaso, 63 (Junio 2020), pp. 40-41:
http://www.los4murosdejpellicer.com/EdicionesyPortadasPD/Edicion63%C2%A9.pdf
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