Navidad otra vez
Manuel
Ballester
Un conocido al que tengo
cierto afecto perteneció hace tiempo a una organización religiosa de cuyo
nombre no quiero acordarme. Esta persona combatió en las filas de tal milicia
que, no nos engañemos, no otra cosa es el empeño por moldear el mundo según
valores. Pero eso fue hace tiempo. Ahora milita precisamente a favor de valores
diametralmente opuestos.
Hay quien explicará esta
mutación diciendo que la ferviente defensa de unos valores produjo hartazgo y,
como cuando se come en exceso y a la fuerza, luego vino el vómito, la
repugnancia y el aborrecimiento. Es lo que viene en llamarse el efecto péndulo.
Y podría ser.
Sea como fuere, tengo
para mí que la variación en casos de similar naturaleza ha sido epidérmica,
superficial. Hay gente fanática. Y lo mismo defiende ardorosamente unos ideales
que milita con brío en el bando contrario. El problema, en este caso, no son
las ideas sino la actitud con que se las impulsa, el empeño con el que se usa la
cabeza para embestir.
El fanatismo es, quizá,
uno de los problemas centrales de nuestro tiempo. Algo habrá en el ambiente cultural
que propicie ese talante. Pero no es menos cierto que ser fanático es una
decisión y, como tal, algo personal. El fanatismo es una cualidad de los individuos o,
más fácilmente, de las masas.
El
hombre-masa, siempre tan seguro de lo que es verdadero y falso, del bien y del
mal, del blanco y del negro… en una palabra: siempre tan manipulable y
manipulado, se halla en un estado habitual de fanatismo. Que las últimas
centurias hayan constituido un constante auge del hombre-masa, una rebelión de las masas al decir de
Ortega, es coherente con la creciente crispación de la vida pública.
Nerviosismo
en las masas, los partidos, las ideologías, porque el fanático suele considerar
que las ideas imperantes en su época (o su tribu) son LA verdad y que los
disidentes, los otros, son el mal, el demonio (o l'enfer, por repetir a Sartre). Y por eso en
el altar de la idea abstracta, del valor que congrega y constituye al rebaño,
en vez de construir argumentos, se inicia la caza de brujas de personas
concretas, el acoso a quienes sostienen otros valores.
Agudamente
plantea Ortega la cuestión de si las masas podrán despertar a la vida personal.
Quizá ahí esté el meollo. Quizá el fanático esté des-personalizado y, por eso
mismo, los fanáticos de cualquier
movimiento pierden el contacto con la realidad, con la realidad de los otros y
la propia. Subraya Hannah Arendt en Los
orígenes del totalitarismo que los fanáticos «no pueden ser influidos por
ninguna experiencia ni por ningún argumento; la identificación con el
movimiento y el conformismo total parecen haber destruido la misma capacidad
para la experiencia». Y es que la experiencia conecta con lo particular, con lo
singular; y nuestras vidas (y las de los otros) son vidas singulares y
peculiares. Los otros son l'enfer sólo
si se las mira desde el tópico, la idea, la etiqueta.
Visto así, quizá nuestro
tiempo sufra una hipertrofia respecto a las ideas, los valores, las categorías
y una correlativa dificultad para la experiencia de lo concreto y personal. Por
eso, quizá el hombre moderno no reza porque ya Wilamowitz, antagonista de
Nietzsche, dejó dicho lapidariamente que "nadie reza a un concepto".
El fanático es un hooligan de los conceptos, de los
valores. Por eso, cuanto se le desmorona el altar de unos valores, usa los
cascotes para emprenderla a pedradas con sus antiguos correligionarios desde el
pedestal de su nuevo altar. Cambia la dirección de la pedrada, pero la cabeza
fanática no aprende, no madura con la experiencia. Sigue embistiendo porque no logra
descubrir que los otros y él mismo no son reducibles a las ideas que en un
momento dado sostienen.
El fanático establece con
la realidad, con los otros, una relación des-personalizada, des-humanizada,
porque se dirige no al otro sino a las ideas y valores del otro (o, peor y más
frecuente, a las ideas que supone en el otro). Si, como afirma Lévinas, la
ética es lo humano en cuanto tal, entonces esa relación no es ética. Al
demonizar a quienes no pertenecen a nuestro rebaño, perdemos la confianza en el
género humano y en las grandes palabras porque sospechamos de las intenciones
de quienes las pronuncian.
Tengo para mí que sólo si
el problema indicado por Ortega tiene una solución positiva, sólo si somos
capaces de despertar a la vida personal, podremos superar decentemente los
envites de nuestro tiempo. Quizá haya que empezar por el principio, que es el
nacer. Porque se nace de uno en uno, y será mucho después cuando habrá que
decidir si nos vestimos de blanco o de rojiblanco, si es el caso.
Se llega al mundo uno a
uno. Y, de alguna manera, cada nuevo nacimiento expresa la opinión de Dios de
que es bueno que el mundo continúe.
En esta época de grandes
ideales y su bancarrota, sigue siendo verdad que nadie reza a un concepto. Por
eso Dios nace como cualquier otra persona, como uno más. Otro niño al que recibir
como el fundamento de la alegría. En Belén nace un niño, no un conjunto de
valores; una criatura que, como no habla, no pronuncia esas palabras que nos
han herido a veces. Guarda un silencio que no es mutismo, para transmitir el sosiego
sonoro que tiene poder para aplacar la aceleración y la
angustia que dominan tantas vidas. Sonríe, en suma, porque aunque Jesús no
defrauda nunca, hay gente que no cree en Él, que no confía en Él… pero eso no
importa demasiado. Lo importante, lo que cuenta, es que Él sí cree en nosotros,
confía en cada uno. Y por eso es Navidad, otra vez.
Prevalece la opinión de que
es bueno que el mundo continúe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario