Para volver al hogar, primero hay
que salir: El Hobbit
Manuel Ballester
Resultaría ocioso referir noticias biográficas sobre Tolkien
(1892-1973). Se trata de un autor mundialmente conocido por haber creado un
universo fascinante. Con su correspondiente cosmología. Porque ese mundo es un
cosmos.
Para los griegos, cosmos es lo opuesto a caos. Cosmos supone orden: es el universo, la totalidad de las cosas, en cuanto que pertenecen a un sistema, obedecen a unas reglas (que el hombre puede descubrir e incluso –eso es la magia- dominar).
El mundo de Tolkien es, como decíamos, cosmos. Hay orden,
hay leyes. Es total, también. Es un cosmos físico, antropológico y, por tanto,
metafísico y espiritual. Hay, no pueden faltar, intentos de saltarse los
principios reguladores del mundo; hay, no pueden faltar, intentos de trastocar
el orden o, incluso, de revertirlo al caos. Hay, por decirlo en una palabra,
mal. Hay mal, no puede faltar. Porque el cosmos de Tolkien es un cosmos real.
Quizá uno de los caminos más andaderos para penetrar en ese
mundo (que, quizá, al final es el nuestro) sea El hobbit (The Hobbit, or There and Back Again, 1937).
La obra está centrada en un
simpático y apacible personaje: Bilbo Bolsón, un hobbit. ¿Qué es un hobbit? A
lo largo de la historia aparecen otros habitantes del mundo Tolkien pero el
hobbit tiene una especial importancia. Y no sólo en este libro sino en toda la
historia que Tolkien pondrá ante nuestros ojos a lo largo de El señor de los anillos.
Los hobbits «son (o
fueron) gente menuda de la mitad de nuestra talla, y más pequeños que los
enanos barbados…», amantes de sus siete desayunos y de su hogar («un
agujero-hobbit, y eso significa comodidad»), «aficionados a las visitas». En
ese sentido, los hobbits son predecibles. Tienen una vida “ordenada”: reglas
sencillas, agradables, constantes. Un cosmos perfecto, diríamos.
En el mundo de Tolkien todos los personajes tienen que ver
con nosotros. Todos los personajes son algo nuestro o algo que nosotros podemos
llegar a ser. Los hobbits tienen que ver con esa tendencia nuestra a la
comodidad, a la vida agradable, superficial, sin sobresaltos. Quizá el paraíso
sea algo de esto: ¿quién no querría vivir así?, ¿quién no querría recibir los
mejores amigos en su agujero-hobbit?
Los hobbits son así y así quieren ser. Gandalf, el mago, le
insinúa la posibilidad de participar en una aventura. Bilbo no necesita pensar
mucho para defender amablemente su grato retiro: «En estos lugares somos gente
sencilla y tranquila y no estamos acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas
desagradables, molestas e incómodas que retrasan la cena!».
La historia seguirá, la aventura se realizará. Y el hobbit
intentará mantenerse al margen, mantener sus siete desayunos y su plácida
existencia. Pero esa vida que nuestro lado más amable siempre añora, no es
posible cuando una tarea nos reclama. Sus compañeros de viaje recelarán de él
por su tardanza, por su inadecuación a las exigencias de la misión. Gandalf, el
poder espiritual, ve en lo hondo. Sabe de Bilbo y de nosotros más que él mismo;
les dice: «Hay mucho más en él [Bilbo] de lo que imagináis y mucho más de lo
que él mismo imagina».
Sin dejar de ser hobbit, Bilbo será pieza clave de la
historia. Sin él, nada habría sido igual. Trasgos, Huargos, Orcos y el propio
dragón Smaug intentarán acabar con él, con todos ellos y con todos nosotros;
hallarán aliados entre elfos y hombres, el fascinante Beorn y águilas gigantes.
Porque en la historia, en la vida, en la aventura, que es el
mundo, hay de todo. Y a cada paso aparece y se va perfilando el carácter de
cada uno. Así, Beorn les ha acogido, cuidado y orientado. Hay en el viaje de la
vida etapas especialmente difíciles. Ahora han de atravesar el Bosque Negro.
Beorn se despide con una advertencia: “No abandonéis el sendero”. Gandalf los
acompaña hasta el borde mismo del bosque. Por el camino les insiste en la
necesidad absoluta de no perder el camino: sería la muerte segura.
Así acaba ese capítulo: «¡Adiós! Sed buenos, cuidaos, ¡y no abandonéis el sendero!». A ningún
lector le cabe la más mínima duda de que en el siguiente capítulo, en el
corazón de la dificultad, en el centro del Bosque, abandonarán el sendero.
Porque es así la historia, porque es así la vida. Y si Tolkien no recogiese
esos modos de proceder estaría escribiendo una historia literariamente
consistente, pero no estaría reflejando los entresijos de cualquier vida
humana.
Al final, no podría ser de otro modo, Bilbo se ha
transformado: ha llegado a perfilar con firmeza los rasgos de su personalidad.
De su carácter de hobbit, claro.
Podría intentarse una lectura individualista de El hobbit. Algo así como el sujeto que
se hace a sí mismo al ir enfrentándose a las dificultades de su existencia.
Podría intentarse pero sería un error. Un error muy moderno, por otra parte;
pero esa es otra historia.
Gandalf, que es la inteligencia de lo espiritual, previene a Bilbo y a todos nosotros contra ese enfoque ¡tan moderno!: «No supondrás que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!». Pero esa es otra historia y ha de contarse en otra ocasión.
Publicado en Aleteia el 3 de septiembre de 2021:
https://es.aleteia.org/2021/09/03/el-hobbit-para-volver-al-hogar-primero-hay-que-salir/
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