Una cerca en medio del campo
Sobre el equilibrio entre gratitud y revolución en G.K.
Chesterton
A propósito de
Ortodoxia, VII, de Chesterton
Manuel
Ballester
¿Qué harías si,
paseando por el campo, encontrases una vieja cerca sin explicación aparente?
Puedes dejarla donde está, aunque no sepas por qué fue puesta. Puedes derribarla, convencido de que cualquier límite sin sentido merece desaparecer. O puedes hacer lo que sugiere G.K. Chesterton: no tocarla hasta entender por qué fue construida.
Esta escena —una de
las más célebres del capítulo VII de Ortodoxia, titulado La
revolución eterna— no habla sólo de cercas, sino de cómo pensamos el cambio, la crítica, la mejora.
En esta escena aparentemente sencilla, Chesterton condensa
toda una filosofía del cambio: una revolución que nace del amor, no del
resentimiento; una reforma que construye sin necesidad de destruir.
Para ello, plantea que
toda transformación verdadera requiere tres cosas: un ideal fijo, un ideal compuesto y una inteligencia que mantenga el
equilibrio entre ambos.
1. Un ideal fijo
La crítica moderna,
según Chesterton, cambia constantemente de ideas. No sostiene ideales firmes,
sino deseos cambiantes. Y quien cambia de objetivo cada día, nunca avanza.
Dicho de modo gráfico,
si alguien tiene el ideal de un mundo azul y “cambiara una brizna de hierba por
su color favorito cada día, avanzaría lentamente. Pero si cambiara todos los
días su color favorito, no avanzaría en absoluto”.
No se puede reformar
nada si no se sabe qué forma se desea. El reformador auténtico no es el que lo
cambia todo, sino el que sabe qué quiere alcanzar, qué forma quiere para el
mundo. Ese ideal es fijo porque señala lo que el mundo aún no es, pero
podría llegar a ser. Por eso hay que ‘pintarlo de azul’. Pero además de ser
firme, el ideal debe ser complejo.
2. Un ideal compuesto
El ideal
ha de ser fijo, es
decir, un criterio estable desde el cual juzgar y transformar
el mundo. Pero fijo no significa simple, y
aquí radica una de las grandes críticas que lanza contra el pensamiento
moderno.
La mentalidad contemporánea, cuando oye hablar
de un ideal firme, tiende a imaginar una idea rígida, única, simplificadora.
Busca principios absolutos que todo lo expliquen: la naturaleza como diosa, la
razón como oráculo, la historia como redención. Pero estos ideales, tan
pretendidamente “naturales”, se absolutizan y acaban volviéndose inhumanos.
Chesterton pone el ejemplo de la naturaleza. En muchos discursos modernos, se la
venera como madre sabia, como reina infalible. Pero cuando una madre no puede
ser corregida, se convierte en madrastra. La naturaleza como principio absoluto acaba
oprimiendo lo que no encaja en sus ritmos o reglas.
Frente a esa idolatría, Chesterton propone un ideal compuesto. No menos firme, pero sí más rico:
lleno de tensión, paradoja y vida. Un ideal que contenga opuestos, que
abrace la complejidad.
“Debemos amar este mundo incluso para
cambiarlo. Pero también debemos amar otro mundo —real o imaginario— para tener
algo que lo transforme”.
Este ideal no es una fórmula abstracta, sino un equilibrio
concreto entre virtudes que se necesitan mutuamente: gratitud
y crítica, ternura y justicia, obediencia y libertad.
Lo muestra gráficamente acudiendo a la imagen de un tigre.
No basta con admirar su belleza: hay que respetar su peligrosidad, porque ambos
son reales: “Si quieres tratar a un tigre razonablemente [admirando sus rayas y
evitando sus garras], debes volver al jardín del Edén. Porque el obstinado
recordatorio sigue siendo recurrente: sólo lo sobrenatural tiene una visión
sana de la naturaleza”
Por eso, el cristianismo no propone adorar el mundo,
sino habitarlo con reverencia y humor. El cristiano no venera a la naturaleza,
no la considera un ser superior, ni siquiera una madre; para el cristiano, la
naturaleza es más bien una hermana y una hermana pequeña a la que se le toma el
pelo a veces y se la protege siempre.
Este ideal compuesto —ni rígido ni sentimental— es el que
permite que la revolución no se vuelva dogma, ni caos. Es
la estructura viva que sostiene el cambio sin perder el alma.
3. Una inteligencia que equilibre
Finalmente, tener un
ideal claro y compuesto no basta. Hay que mantenerlo con vigilancia [watchfulness]. Una revolución que quiere perdurar no sólo
necesita pasión, sino vigilancia: incluso lo bueno, sin cuidado, puede
deformarse.
Cuenta Tolkien que,
antes de Gandalf, otros magos visitaron la Tierra Media. Todos temían a Sauron,
el Señor Oscuro. Gandalf, no. Gandalf se temía a sí mismo. Necesitamos
desconfiar de nosotros mismos, saber que ni el mayor ideal nos libra de
nuestra falibilidad o, en palabras más hondas, de nuestra condición de
pecadores:
“Necesitamos
vigilancia incluso en Utopía, para no caer de Utopía como caímos del Edén”.
Este equilibrio no se
da por sentado: se cuida, se repiensa, se repinta —como el poste blanco que, si
no lo mantienes, deja de ser blanco.
Una lógica agradecida
Chesterton no propone
una lógica fría ni una fe ciega, sino una lógica agradecida. Una inteligencia capaz de combinar crítica y
reverencia. Una visión del mundo que no lo da por bueno, pero tampoco por
perdido.
Reformar el mundo no
es romperlo, sino comprenderlo para
poder rehacerlo.
Publicado en la Sección "A propósito de..." de la revista Letras de Parnaso, nº 92 (Junio 2025), pp. 24-25:
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