Tolkien y el poder de los pequeños
Cuando hablamos de los
grandes relatos, no lo hacemos sólo por el placer de leer historias bien
construidas. Lo hacemos porque, a través de ellas, intuimos algo verdadero
sobre nuestra propia vida. Eso ocurre con la obra de J.R.R. Tolkien, y en
especial con El Señor de los Anillos, donde el centro moral no lo ocupan
los sabios ni los poderosos, sino los pequeños. No sólo en tamaño, también en
influencia y ambición.
¿Por qué el poder debe
ser gestionado por los pequeños? ¿Qué tienen ellos que no tengan los grandes?
Ser pequeño no
garantiza nada. Gollum también lo es, y sabemos adónde lo lleva su historia. El
hecho de que Frodo, un hobbit sin aspiraciones heroicas, termine siendo el
portador del Anillo, no es un acto de favoritismo narrativo. Es una apuesta radical
por la libertad. En el mundo de Tolkien no hay redención garantizada, ni
salvaciones automáticas. Cada personaje es libre, incluso de fracasar. Y muchos
lo hacen.
Frodo no es un santo
ni un héroe en sentido clásico. Es alguien consciente de su pequeñez, que
avanza gracias a la ayuda de otros —Gandalf, Sam, la Comunidad— y al mismo
tiempo se transforma al mirar de frente el sufrimiento ajeno. Su compasión
hacia Gollum no es ingenuidad: es comprensión. Nadie más en la Tierra Media
sabe, como Frodo, lo que significa llevar esa carga. De ahí esa misteriosa
comunión entre ellos, incluso cuando parece que todo los separa.
Tal vez ahí esté el
corazón del mito: en la paradoja de una esperanza que no nace de la victoria
rotunda, sino de la compasión compartida. No es casual que sea Sam, el más
humilde de todos, quien sostenga a Frodo cuando él ya no puede más. En los ojos
de Sam vemos el parecido entre Gollum y Frodo, la línea delgada que separa la
fidelidad del abismo. Y eso nos incomoda, porque en el fondo sabemos que
también nosotros podríamos cruzarla.
La historia de Frodo no termina en gloria, sino en herida. Y quizá por eso nos acompaña. Porque Tolkien, como los grandes autores, no busca tranquilizarnos, sino despertarnos. Nos recuerda que el mal existe, que es seductor, y que sólo una vida tejida de decisiones libres, pequeñas y cotidianas, puede darle batalla. Y que a veces, la luz que nos guía se esconde en lugares inesperados.
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