Las Partículas
elementales y el mundo humano
Manuel Ballester
Occidente
se muere. No es la primera vez: Agustín de Hipona escribe el De quivitate Dei para explicar que la
causa hay que buscarla no sólo en el ataque externo sino en la descomposición
interna.
Sea
como fuere, Occidente, insensiblemente, se muere.
Occidente
se muere. Occidente es nuestro mundo, la matriz cultural que vehicula nuestras
vidas y nos hace sentir y entender humanamente, comprender el sentido del mundo
y nuestro lugar en él que, al final y al cabo, será el sentido de nuestra vida.
Todo eso o algo de eso es Occidente. Si ese horizonte de comprensión
desaparece, ¿Qué queda?, ¿Qué será de nosotros?
Si no
me equivoco, desde esta perspectiva puede leerse Las partículas elementales (1998), la segunda novela de Houellebecq.
Occidente
es fruto de Atenas, Jerusalén y Roma. El derecho romano constituye un
ordenamiento jurídico que genera seguridad y estabilidad en la vida en
sociedad. Grecia aporta la superación de las visiones parciales, las opiniones,
cuando descubre la verdad, la razón común y, por tanto, universal que, en
griego, se dice katholikos, καθολικός. El cristianismo incorpora a Occidente la idea de que cada hombre ha
sido amado y creado libre: posee dignidad propia; libre, dueño de sí y sus
actos, puede renegar de su origen, del amor y de su vida y de Dios; y puede
arrepentirse: será perdonado, porque por encima de todo es amado con un Amor
eterno que es la esencia del Dios que es el motor que mueve el cielo y la
tierra o, como dice Dante, che move il sole e l'altre stelle.
Cuando
se desmonta un mecanismo, al final llegamos a partes minúsculas, componentes básicos
o, como diría Houellebecq, a partículas elementales… pero entonces ocurre
que el mecanismo ya no funciona. La magia, la vida y el alma, eran algo más.
Bruno y
Michel son hermanos. Hijos de distinto padre y de Janine, una mujer inteligente
pero existencialmente arrollada por el espíritu de “Mayo del 68”. Centrada en ampliar
su campo de experimentación y conciencia mediante el sexo y las drogas en comunas
hippies y contextos comunistas; en resumen: centrada en sí misma según los
cánones de su tiempo y, por tanto, sin el más mínimo interés por sus hijos. De
ahí que la abuela de Michel considere que los hermanastros han sido «víctimas
de aquella madre desnaturalizada» que vivió al rebufo de las ideas “progresistas” entonces vigentes.
Houellebecq tiene
agudas reflexiones sobre este particular. Así, por ejemplo, señala que «es
chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en
realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del
individualismo». Janine y su generación, así como sus hijos han heredado
precisamente un individualismo cada vez más acentuado, una tendencia creciente
a constituirse en centro y criterio de sus respectivas vidas. Sigamos el
relato.
Quedan
así los hermanos “emancipados” de su madre y, de hecho, de sus respectivos
padres. Son realmente unas unidades mínimas, unas partículas elementales de la
sociedad, unos átomos sociales o, por emplear la terminología al uso, son
individuos en sentido estricto. Individuos que, a su pesar, reproducen el mismo
enfoque de su madre ya que han de centrarse en sí mismos, han de aprender por
sí mismos el arduo camino de la vida.
Así las
cosas, ¿Qué hacer? ¿Cómo orientar la vida? Obviamente, buscando lo más gratificante:
«A la mayoría de los
individuos que Bruno tuvo ocasión de frecuentar en el curso de su vida los
motivaba exclusivamente la búsqueda del placer […] Así se desplegaban distintas
estrategias, calificadas de vidas humanas».
Bruno y Michel encarnan
dos “estrategias” de búsqueda del placer, dos modalidades básicas, dos tipos de
vida. Bruno, profesor de literatura, explora el mundo del erotismo en todas su
formas. Michel, que de niño «absorbe conocimientos», se convierte en prestigioso investigador en biología, orienta su
vida hacia la ciencia.
Conocimiento no
es sabiduría. Así, Michel vive «su vida humana solo, en un vacío sideral. Había
contribuido al progreso del conocimiento; era su vocación, era la manera que
había encontrado para expresar sus dones naturales; pero no había conocido el
amor». Este modo de enfocar la vida es meritorio en cuanto que aspira a
desarrollar las más altas cotas posibles de inteligencia pero… no parece muy
inteligente vivir una vida así. Por eso en Michel, en una vida centrada en el
trabajo, había «algo espantosamente triste […] creo que era el ser más triste
que he conocido en mi vida, y aún así la palabra tristeza me parece demasiado
suave; más bien debería decirse que había en él algo destruido, completamente
arrasado».
La estrategia de Bruno
es más básica. Y más habitual. Se casa, tiene un hijo, prioriza la dimensión sexual.
Pero «los hombres no hacen el amor porque estén enamorados, sino porque están
excitados». Junto a abundantes contactos sexuales, a una «sexualidad socialdemócrata»,
Bruno también acaba fracasando vitalmente.
Bruno llora su frustración
ante su cerebral hermano:
«quería volver a ser una persona.
Una mónada… dijo Michel en voz baja».
Bruno experimenta
el derrumbe vital. Siente que no es persona. Michel lo interpreta con fría
lucidez: una mónada, una partícula elemental.
Bruno, que ha
desplegado una estrategia vital basada en la consecución del mayor placer
sexual posible, llega a la situación lógica: se cierra sobre sí mismo, se
aísla. Puede disfrutar, excitarse pero amar (a alguien, la mujer, el hijo)
supone lo contrario: apertura, salir de sí, acoger al otro… y dejarse acoger,
permitir que nos amen. Bruno disfruta y se angustia: siente que no es una
persona, ser persona es acoger al amado y dejarse acoger; ser persona es
establecer vínculos, es concebir la existencia como una relación basada en el
amor.
Ambas estrategias
vitales han roto los puentes con el amor; y algo de esto era uno de los pilares
de Occidente. Ambos tipos de vida han aislado al individuo respecto a la
realidad (del cosmos y del mundo humano) y eso es la verdad, frente a las
opiniones, frente a la postverdad; y este era otro fundamento de Occidente. Así
van cayendo una a una, insensiblemente, las bases de nuestro estilo de vida.
Houellebecq
escribe con «la lucidez de los depresivos», con la precisión que un antropólogo
clasificaría vasijas, ritos o usos sexuales de una remota tribu. Se ocupa de
nosotros: «Este libro está dedicado al hombre», «esa especie dolorosa y
mezquina, apenas diferente del mono que, sin embargo, tenía tantas aspiraciones
nobles […] que no dejó nunca de creer en la bondad y en el amor».
Ve el fin
inevitable. Hay en Houellebecq brillantez, comprensión de los procesos
históricos y culturales, interpretación exacta del momento en que vivimos.
No hay tristeza,
ni derrotismo (nec ridere, nec lugere):
simplemente levanta acta (intelligere
tantum). No hay el desánimo ante una esperanza que se truncó como ocurre
con la desgracia, que «alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo
bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad».
En Houellebecq no hay, finalmente, tampoco esperanza de que Occidente, Atenas, Jerusalén, Roma, vuelva a encontrarse a sí mismo, vuelva a entroncar con la fuente de vitalidad que podría renovarlo y volver a hacerlo grande. Y esto también podría ser.
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