El confidente
Manuel Ballester
«Hubiera necesitado un confidente», dice Kierkegaard de sí mismo. Y, si lo
entiendo bien, no es una cuestión insignificante.
Los dos últimos siglos son lo que son por el influjo poderosísimo de Kierkegaard y Nietzsche. No sólo ellos, naturalmente; pero fundamentalmente ellos.
No se
conocieron pero vivieron el mismo ambiente espiritual y reaccionaron contra él.
Porque ambos sintieron que las instituciones civiles y eclesiásticas, las
tradiciones cívicas y religiosas, y, en suma, todo el aire cultural (lleno de fe
en el progreso de la humanidad, de Hegel y tantos logros) impedía respirar al
individuo. La Humanidad alcanza grandes metas pero los sujetos particulares,
cada uno, no se reconocen en esa abstracta humanidad. Kierkegaard lo expresa
indicando que si bien Hegel ha construido un sistema, magnífico como un
castillo, el individuo real vive fuera, en una choza.
Los
logros del pensamiento no son los logros del individuo. Y la reacción
antihegeliana tendrá en Kierkegaard y Nietzsche dos exponentes de primerísima
línea. Dos pensadores que reivindicaron la importancia del individuo, de centrarse
y potenciar la singular personalidad de cada uno.
Hay
gente así. En todos los campos, desde la medicina al derecho, de la arquitectura
a la literatura o la música o, incluso, en la política. Son genios,
individualidades poderosas. Nos gustaría pensar que para cada uno de nosotros
hay un ámbito en el que somos singularidades geniales. Y podría ser.
«Hay momentos en que habría cambiado toda mi filosofía por un rato de
conversación amistosa». Así lo
sentía Nietzsche. Lou Andreas Salomé, esa mujer extraordinaria, podría haber
mantenido la conversación que Nietzsche anhelaba, podría haber sido su
confidente, pero Lou tenía sus propios planes y el solitario Nietzsche nos legó
su filosofía.
Kierkegaard
estuvo prometido a Regina Olsen. Cuando Kierkegaard toma conciencia de su
singularidad, de su prodigiosa inteligencia, dice algo muy parecido a lo que
acabamos de indicar respecto a Nietzsche: «hubiera necesitado un confidente».
Es
curioso que los dos autores que subrayan la importancia del individuo echen de
menos la relación con otros individuos: un amigo, un confidente, «alguien con quien hablar
verdaderamente», por decirlo en términos del gran lector de Nietzsche que fue
Saint-Exupéry.
¿Por
qué el individuo que es Kierkegaard, que es Nietzsche, que somos cada uno de nosotros,
necesitaría un confidente?
No
parece que necesite alguien que “valide” la verdad de sus pensamientos. Es más,
la verdad de las ideas no parece tener nada que ver con amistades o
enemistades. Puede, incluso, reafirmarse en el contraste con los adversarios,
ya que en la pugna y el ataque, se precisan mejor las ideas; o puede depurarse
en el debate amistoso como ocurre entre Platón y Aristóteles. Se recordará cómo
cuando Aristóteles intenta averiguar cómo hay que vivir de modo que la vida
valga la pena ser vivida, de modo que la vida sea plena y feliz, inicia su
investigación discrepando de su maestro y amigo. Disiente porque piensa que
Platón no tiene razón, pero la discrepancia en las ideas no impide el afecto.
La tradición nos ha conservado ese pasaje en una sentencia latina: Amicus Plato sed magis amica veritas,
Platón es amigo mío, pero la verdad lo es más.
Por
tanto, retomamos nuestro argumento, no necesitamos confidentes o amigos para
validar nuestras ideas o los ámbitos en los que somos o nos sentimos grandes.
Si no necesitamos un confidente para compartir
nuestros logros, nuestros retos, ¿para qué?, ¿qué se esconde ahí?
Regina
Olsen fue, hasta donde sabemos, una buena mujer. Habría sido una buena esposa
en un matrimonio cabal… Si Kierkegaard hubiese sido otro. Porque Kierkegaard
tenía una excelente opinión sobre la mujer, una inmejorable opinión sobre el matrimonio («El matrimonio es y seguirá siendo el más
importante viaje de descubrimiento que pueda emprender el hombre», Etapas
en el camino de la vida) junto a una lúcida y pésima opinión sobre sí
mismo.
Hasta
dos libros escribió Kierkegaard para explicarse a Regina. Porque Kierkegaard
fue un buscador, anduvo a la caza del sentido de su vida, de su verdad;
radicalmente anheló lo más alto, su mejor posibilidad, entendió que de nada le
sirve al hombre ganar el mundo (una profesión, una casa, una familia) si pierde
su alma. Y perder el alma, arruinar su vida, es el punto en el que siempre se
halla el individuo concreto: basta una mala decisión, un mal paso. Kierkegaard
fue un individuo angustiado que experimentó el vacío, el sinsentido, la nada,
la desesperación (asuntos que desarrollarán temáticamente pensadores
posteriores pero que él los vivió en carne propia) fue, en términos de Unamuno,
el «hombre de carne y hueso» que sufrió la tensión ante la visión de la
propia eternidad. Digamos que vivió con Temor
y temblor. Necesitaba alguien con quien hablar verdaderamente. Regina vio
en él a un buen hombre para un buen matrimonio burgués, acomodado, pero no
parece que leyese las confidencias que él había escrito. Si Kierkegaard se hubiese
acomodado a una vida burguesa, habría fundado una familia con Regina. Pero no
sería ya Kierkegaard. Nadie conocería tampoco a Regina.
Cuando
Nietzsche no encuentra un amigo y Kierkegaard no encuentra un confidente con
quien hablar verdaderamente, descargan su mundo interior sobre el papel. Y nos
legan sus obras.
En su Diario dejó Kierkegaard un aviso a
amigos, confidentes y navegantes. Cuando dice que ha logrado ser famoso, que su
pensamiento será relevante para la humanidad, pero no era eso lo que tenía que
haber logrado. Se trata de una confidencia honda; no sabemos qué habría
ocurrido si, en vez de hacérsela al papel, hubiese podido hablarla con Regina.
Regina
fue, efectivamente, una buena esposa de Johan
Frederik Schlegel. Kierkegaard
permaneció soltero porque entendió que ella no habría podido acoger la pesada carga
de su existencia. Ese matrimonio habría sido honesto pero no el viaje de
descubrimiento al que Kierkegaard no podía renunciar. Regina no entendió el
mundo en que Kierkegaard vivía y cada uno siguió su camino, como Lou y
Nietzsche. Y tantos otros.
En
cualquier caso, ganan los lectores y gana el escritor. Pero en lo alto del
éxito y la fama, individuos sin amigos ni confidentes no pueden evitar una
punzada agridulce cuando el poeta recuerda:
«¡Cuanto calienta al alma una frase, un apretón de manos a tiempo!»
(Rubén Darío, El rey burgués).
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