Sartre y la desesperanza del primer discípulo de Cristo
Manuel Ballester
En la medida en que el sufrimiento y la libertad sean algo
más que meras palabras, al hombre se le abre la posibilidad de negar validez al
mundo, de rehuir su colaboración en el mantenimiento de un estado de cosas que
le repele.
La libertad real pone en manos del hombre no sólo a sí mismo
sino también a su modo de vivir y sentir el mundo. Dios podría anular la
libertad pero entonces ya no tendríamos un hombre; por eso «contra un hombre
libre, ni el mismo Dios puede nada».
Y es así como la libertad puede conducir a la negación de un
futuro, al rechazo de lo que nos excede o, en otros términos, a la aceptación
lúcida de la miseria del mundo. Ese es el estado que denominamos desesperanza.
En ese universo en el que el hombre se enfrenta a sí mismo y
a los demás desde su libertad, con la carga del sufrimiento y la opresión, ¿hay
lugar para Dios, hay espacio para la esperanza?
Se trata, como es sabido, de cuestiones que ocuparon de un
modo central la actividad intelectual de Jean Paul Sartre (París, 1905-1980).
Su beligerante anticristianismo y su activismo político procomunista indica su
opción al respecto. De ahí que el mismo Sartre contribuyese a no difundir su
primera obra teatral: Barioná, el hijo del
trueno, escrita e interpretada en el campo de prisioneros Stalag 12D (Treveris) en la Navidad de
1940. Algunos prisioneros católicos que asistieron a la representación
conservaron copias y le pidieron su autorización para publicarla y representarla.
En 1962 accede añadiendo una entrada en la que “justifica” su tratamiento de la
“mitología” cristiana pero dejando claro que Barioná no supuso una ruptura con su pensamiento sino un mero
acercamiento estético al asunto de la Navidad.
Las circunstancias que rodean a la escritura y primera
representación, así como el enfoque sartreano de esta misma cuestión en sus
obras posteriores no carece de interés. Queda señalado pero en la presente
crítica nos limitaremos a esta obra.
El contexto es un pueblo cercano a Belén, durante la
dominación romana. Es un pueblo pobre, de baja natalidad, un pueblo de viejos,
un pueblo que agoniza. Sin perspectivas, sin futuro, sin esperanza. Barioná es
el jefe: «un hombre duro de trato […] de la raza de los pequeños jefes feudales»
y, «en estos momentos, un hombre deshonrado, el jefe de una familia hundida».
Un pueblo en un mal momento, un jefe en su peor momento, un
imperio que los oprime aún más. ¿Qué hacer?: «cuando el enemigo es más fuerte,
sé que hay que agachar la cabeza». Los viejos, débiles, aconsejan ceder.
Barioná, el líder firme, cede. Pero saca lúcidamente las consecuencias de la
sumisión: hay que cegar el futuro. No se puede traer a este mundo infame a
ningún hijo; a este valle de lágrimas y sufrimiento no podemos convocar a
ningún ser querido; nosotros ya estamos aquí y llevaremos nuestra sumisión
mansamente, con dignidad. Pero con nosotros acabará todo, terminará la
esclavitud, acabará el sufrimiento, porque ya no habrá hombres a los que
someter y sólo quedará tierra y polvo en este mundo fallido. El opresor no tendrá a
quién oprimir, la enfermedad no hallará carne a la que dañar y el sufrimiento
no será ya posible. Es la única vía, la nueva religión: «la religión de la nada».
La vida no corre en dirección de la nada sino que cada nuevo
niño que viene al mundo es una nueva oportunidad, un nuevo comienzo, una nueva
mañana para el mundo. Pero Barioná es duro y blinda su «corazón con una triple
coraza: contra los dioses, contra los hombres y contra el mundo. No pediré
compasión ni diré gracias. No doblaré mi rodilla delante de nadie, pondré mi
dignidad en mi odio». Puesto que no puede alcanzar el bien y la justicia, ni
puede luchar contra un destino que lo aplasta ni, en suma, puede pensar y
sentir el mundo desde el amor, lo hará desde la resignada opción por el odio,
por el rechazo incluso del Eterno ya que él lo ha elegido así y «contra un
hombre libre, ni el mismo Dios puede nada».
La tensión dramática sube de punto cuando un ángel, aterido
de frío, anuncia la primera noche del nuevo mundo, la primera noche en la que
Dios llorará sobre la Tierra como cualquier otro hombre. ¿Será una señal para
Barioná, para el pueblo que espera un Mesías?
¿Es posible que ese niño sea el Mesías? ¿Qué esperanza puede
aportar? Si Dios quisiera acabar con las
injusticias y hacer florecer los campos yermos, le bastaría con quererlo. No
necesitaría hacerse hombre.
Barioná se ve frente a
lo que realmente aporta ese niño y entiende que quienes esa noche lo adoran
como Mesías pensando que ha venido a realizar proezas terrenas, serán los
primeros en abandonarlo. Lo abandonarán todos, los que cantan hosanna y quienes
lo reciben con palmas. Todos. Barioná es el primero en comprender que no se ha
hecho hombre para darnos una vida más cómoda.
Quienes esperan que su
Mesías acabe con las injusticias o acusan a Dios porque no hace nada no
entienden lo que hace: ha puesto a sus discípulos para que luchen por la
justicia, procuren lo bueno y lo mejor y consuelen al que sufre. Quienes no
entienden que Dios actúa a través de los suyos serán los primeros en
abandonarlo y perseguir a los suyos.
Por el contrario, quien sufre y ha descubierto que Cristo no
sólo no suprimirá el dolor sino que él mismo sufrirá indeciblemente, está más
cerca de la verdad que quienes le vitorean. Quizá por eso una de las figuras de la sabiduría que
transitan por la obra dice que Barioná es «el primer discípulo del
Cristo».
Todos sufrimos. También los discípulos de Cristo. También
los niños; pero el niño confía en su madre: de ahí extrae el motivo de su
alegría.
Publicado en Aleteia el 24 de febrero de 2020:
https://es.aleteia.org/2020/02/24/bariona-la-obra-cristiana-de-jean-paul-sartre/
https://es.aleteia.org/2020/02/24/bariona-la-obra-cristiana-de-jean-paul-sartre/
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