El abuelo en chándal
Manuel Ballester
Si ojeamos un
libro de historia no será raro que nos encontremos pinturas de ilustres varones
con su peluca, maquillaje, medias y tacones. Y cada complemento tiene su razón
de ser.
Voy a centrarme
en la peluca y el maquillaje. Se ha señalado que la incipiente calvicie del Rey
Sol le animó a cubrirse y el efecto de la imitación de su graciosa majestad
extendió la costumbre entre sus distinguidos súbditos. Podría ser.
Pero las pelucas
pueden ser de diferentes colores. Hay un momento de la historia en que se
impone el blanco, haciendo conjunto con el maquillaje que aclara el tono del
rostro. El color blanco del pelo es, sin más, el propio de las canas. Ocurre
que hay un esfuerzo en los hombres de esa época para aparentar vejez.
A quienes vivimos
a comienzos del siglo XXI puede sorprendernos porque saludamos a los conocidos
con expresiones del estilo: «qué joven se conserva usted», «por usted no pasan
los años» y expresiones por el estilo que corren precisamente en la dirección
opuesta: aparentar juventud. Nadie en su sano juicio cometería la descortesía
de llamar a alguien «viejo». Se califica a alguien de «viejo» en tono lastimero
y a sus espaldas pero no se le lanza a la cara, como un insulto.
Sin embargo, las
palabras son más sabias que los hablantes. Así ocurre que cuando calificamos a
alguien de «viejo amigo», el término «viejo» nos quema y nos apresuramos a
decir que no pretendíamos insinuar que nuestro amigo sea viejo sino que «la que
es vieja es la amistad». Y ahí aparece la sabiduría, al menos en forma de
paradoja: no parece que la vejez sea tan mala si ennoblece a una amistad.
Pero hoy las
tendencias de la moda se esfuerzan por hacernos parecer más jóvenes de lo que
somos. Basta mirar a gente de edad avanzada embutidos en un chándal aunque sea
para ir a comprar el pan. En definitiva, el modelo dominante entre nosotros es
la juventud y las actitudes y valores asociados a ella.
Y está bien. No
seré yo (que me conservo bastante joven para mi edad, todo hay que decirlo)
quien critique la juventud. De mente y cuerpo, faltaría más. No lo digo (sólo)
irónicamente. Porque la juventud es una etapa de la vida en la que uno está
fuerte, se siente capaz de realizar grandes proyectos, la ilusión es su alimento,
hace deporte no sólo para mantenerse en forma sino para consumir energía, para
competir; porque la vida es un continuo bullir. Es maravilloso ser joven. La
sociedad necesita el impulso juvenil para prosperar.
La juventud es,
en suma, admirable. Aunque les falta experiencia. Aunque viven más con la
pasión que con la cabeza. Aunque carecen de perspectiva y no son capaces de
mirar con realismo y gratitud al pasado que los ha puesto donde están. Aunque
piensan que el porvenir será distinto y mejor porque ellos son el futuro…, es
fabulosa. Quien lo probó, lo sabe.
Lo repito: la
juventud es maravillosa. Pero en una sociedad sana tiene que haber de todo. Lo
normal es que quienes dejamos la juventud en el siglo pasado, desde la dignidad
de la edad madura, miremos la juventud (la propia y la ajena) sin envidia y con
la sonrisa benévola de quien ya ha superado esa etapa. Porque conocemos todas
las ventajas e ilusiones pero ahora tenemos una cosa que no tuvimos y de la que
carecen: experiencia de la vida.
Los jóvenes saben
manejarse en mil apps, conocen mil triquiñuelas que nombran en spanglish. Saben
más que sus padres de esas cosas. El problema es que piensan que eso (y nada
más) es la vida y que, por tanto, saben de la vida más que sus antepasados.
Eso no es la
vida. Eso es únicamente el modo en que los jóvenes ven la vida: quien lo probó,
lo sabe y sonríe comprensivamente. Me parece que fue Esquilo quien hizo el
juego de palabras entre pathos
(padecimiento) y mathos (lección)
para referirse a la fuerza educadora del sufrimiento.
Eso nos faltaba
en nuestra juventud: experiencia. Hecha de reveses de la vida y golpes de
suerte, de aciertos y disparates, de zancadillas y manos tendidas, que de todo ha
habido en nuestra vida. Quienes han aprendido, sonríen al mirar las carencias
juveniles.
Hay abuelos en
chándal que sólo miran atrás y añoran aquellos tiempos pasados donde todo era
futuro. Esquilo podría añadir que el sufrimiento tiene fuerza madurativa pero
hay que aplicarse la lección. Hay quien sufre y no aprende, quien cae y no
escarmienta, quien tropieza de viejo en la misma piedra que cuando era joven. Y
eso no es bueno para la sociedad.
La figura del
abuelo en chándal que sólo añora su juventud corresponde a la del joven con peluca
blanca: no acepta su realidad y, por tanto, no ha asumido la responsabilidad
que le corresponde respecto a los jóvenes.
Si los ancianos
aceptan que los jóvenes saben más de la vida, estamos en un mundo al revés.
Porque es falso. Si fuera verdad, entonces los viejos no podrían aportar nada
y, por eso mismo, serían un mero estorbo ridículo.
En esta época
corresponde al anciano aguantar la mirada de soslayo que le dirigen quienes
piensan que la juventud es lo supremo. Sólo así cuando los jóvenes fracasen
podrán ayudarles con su sabiduría.
Los jóvenes
siempre se considerarán el centro del universo pero tienen que sentir la
sonrisa afectuosa, comprensiva, de superioridad afable, de sus mayores. Al
joven hay que dejarle campo para correr… y darle cuerda larga. Así, cuando se
estampe entenderá que no es el fin del mundo sino el comienzo de su madurez. Y
entenderá que por ese camino habían pasado ya sus mayores de los que, en ese
momento lo entenderá, puede aprender.
Publicado en La Opinión, 10 de abril de 2020:
https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2020/04/10/abuelo-chandal/1106010.html
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