Ana Frank y la actitud correcta ante la realidad
Manuel Ballester
A escasos meses del final de la II Guerra Mundial moría la
joven judía Ana Frank (1929-1945). Durante dos años y medio había permanecido
en un estrecho escondrijo para burlar la persecución a que fueran sometidos los
judíos durante la II Guerra mundial.
Poco antes de abandonar su casa para ir al escondite, Ana
recibe como regalo de su trece cumpleaños un cuaderno. Ahí empezará a escribir
su célebre diario. Las primeras anotaciones nos muestran a Ana vista por Ana:
una chica muy parlanchina, vivaracha, inquieta, simpática, popular entre sus
amigos y profesores y que se siente querida (especialmente por su padre). Ese
ambiente cordial ocupa poco espacio en el diario ya que muy pronto los
acontecimientos se precipitan y toda la familia ha de esconderse.
Comienza así el periodo de reclusión en el escondrijo (Achterhuis o Anexo secreto,
como lo denomina Ana) junto a su hermana, sus padres y hasta un total de
ocho personas.
El diario está escrito con gran agilidad y en él se ve cómo
se desarrollan los acontecimientos relativos a la guerra, algunos detalles de
la vida cotidiana de los holandeses, las relaciones entre las personas que
tienen que convivir pero también el proceso de maduración de Ana.
En el escondrijo hay un primer problema: qué hacer con el
tiempo. Ahí vemos una serie de estrategias interesantes: establecer un horario,
no descuidar el ejercicio físico, elaborar un árbol genealógico (“Papá y yo
hemos hallado un modo de entretenernos. Me ayuda a establecer mi árbol
genealógico paterno. Sobre cada miembro de la familia me cuenta una breve
historia, y eso me hace sentir a mi ancestro”), disfrazarse, entretenerse con juegos
de mesa, oír música y ¡escribir un diario!
La redacción del diario obliga a reposar, repensar, remansar
la vida. Esa reflexión se traduce en una ocupación fructífera inmediatamente
visible (“Ya me he desahogado bastante. Al escribir estas líneas he resucitado
un tanto”) y una maduración gradual perceptible con el tiempo.
No es imposible que la vida ordinaria, con sus ajetreos, sus
idas y venidas, haya servido de excusa para no cuidar la familia y la propia
interioridad: no había tiempo para eso. Si ha sido así, el verse obligado a
eliminar la actividad exterior nos puede dejar bruscamente ante el vacío de
nuestra vida. Ahora se puede descubrir que la familia es un infierno o que
nuestra interioridad está débil. Y eso sí es una crisis, una dura prueba.
Para superarla con éxito, primero hay que profundizar en
ella o, dicho de otro modo, las cosas tienen que ponerse mal. Ana da cuenta de
que, en el “opresivo enclaustramiento” en el que se encuentran, se oyen
“palabras ofensivas proferidas constantemente […], que están ahora a la orden
del día” no sólo entre los adultos y los niños (que también) sino entre los
adultos entre sí. “Las disputas hacen retumbar toda la casa. Mamá contra mí,
los Van Daan contra papá, la señora contra mamá. Todo el mundo está encolerizado”.
Ese tiempo de confinamiento es, por lo dicho, tiempo de que afloren relaciones
tóxicas mantenidas en letargo por la actividad exterior. Sólo cuando dan la
cara, hacen pasar un mal rato, se hacen visibles y, por eso mismo, se las puede
mirar de frente y trabajar para sanarlas. En términos de Ana: “estoy segura de
una cosa: peleándose abiertamente una buena vez es como se aprende a conocerse
a fondo”.
El diario contiene páginas divertidas y también tristes,
relata hermosamente asuntos como la actitud de Ana ante sus primeras menstruaciones,
cómo percibe entonces su propio cuerpo, la sexualidad, la adolescencia en esas
difíciles circunstancias, la necesidad de ternura, la amistad o el noviazgo y
tantas otras.
Quisiera fijarme en evolución de Ana que se traduce en cómo
valora el mundo y su actitud ante él.
Al principio del diario hay fastidio, aburrimiento;
frivolidad, en suma. Es una niña consentida que de pronto se ve obligada a
llevar una vida de enclaustramiento y privación de comodidades.
Pero está a salvo. Sabe qué ocurre fuera. Sabe qué pasa con
muchos judíos (algunos conocidos y amigos suyos) que han sido trasladados a
campos de concentración, gaseados, etc.
Ana se hace consciente de que su vida antes del anexo era la
de una “una coqueta incorregible y también divertida” pero tuvo “la suerte de
ser arrojada bruscamente a la realidad”. Ana entiende su encierro como ocasión
para encontrarse con la realidad; en primer lugar con lo que ella es realmente
pero también con la realidad de los demás y del mundo en general. “A Ana, la
escolar de entonces, la veo ahora como una chiquilla encantadora, pero muy
superficial, que no tiene nada en común conmigo […], al volverme más seria, me
sentía consciente de un deseo sin límites por todo lo que es belleza y bondad”.
La maduración personal le ha llevado a admirar lo que es bueno, amable y
hermoso, a ensanchar la dimensión de sus deseos, a anhelar a Dios.
En un momento dado se da cuenta de que esa actitud alegre y
agradecida no coincide con la de quienes aconsejan: “¡Pensemos en las
desgracias del mundo, y alegrémonos de estar al abrigo!”. Porque, aunque
intenta pasar como positivo y puede ayudar a superar la crisis, este
planteamiento sólo puede aliviar si hay alguien que lo pasa peor que nosotros. Se
trata de la invitación a soportar con entereza las penalidades y, en ese
sentido, guarda una semejanza con el estoico sustine et abstine (soporta y renuncia) y comparte la dignidad de
esa actitud.
No obstante, Ana piensa que soportar es una actitud valiente
y honorable pero no es la actitud correcta si se mira la auténtica realidad. El
talante adecuado es el entusiasmo: hay que “reencontrar la dicha en ti misma y
en Dios. Piensa en la belleza que se encuentra todavía en ti y a tu alrededor.
¡Sé dichosa!”.
En definitiva, la visión y el anhelo de lo mejor, lo bueno,
lo hermoso es lo que nos hará dichosos. Y entonces podremos ser apoyo para los
demás ya que “aquel que es feliz puede hacer dichosos a los demás. Quien no
pierda el valor ni la confianza, jamás perecerá en la calamidad”.
Publicado el 31 de marzo 2020 en Aleteia:
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