La leyenda del santo bebedor
Manuel Ballester
En cierto sentido, la vida y la obra de Josep Roth
(1894-1939) están marcadas por el dolor y el desarraigo. Vio desaparecer de
Europa su tierra natal, el imperio austrohúngaro. Judío converso al
cristianismo sufrió las consecuencias del ascenso del nacional socialismo. Su
mujer sufría una enfermedad mental y fue asesinada en aplicación de las leyes
eugenésicas impulsadas por esa ideología. Por otra parte, tuvo que trasladarse
de una ciudad a otra (Berlín, Viena, Ámsterdam, Ostende) hasta París. Tuvo
también que contemplar la quema pública de las obras que le habían consagrado
(quizá junto a autores como Musil o Broch) como uno de los mayores escritores
centroeuropeos del siglo.
Incluso en el auge de su éxito profesional y literario, quizá el desarraigo, la posibilidad del derrumbe haya sido acompañante habitual de Roth. Y quizá por eso su narrativa exhibe de un modo tan ligero como certero el ambiente que respira Europa en esa época. Y, quizá, también hoy.
Su última obra es La
leyenda del santo bebedor (Die Legende vom heiligen Trinker, 1939),
publicada a título póstumo. Se trata de una novela ágil construida a base de
capítulos breves (algunos apenas una página) que se centra en Andreas, un
vagabundo alcohólico que sobrevive bajo los puentes del Sena.
Andreas es, no obstante, un “hombre de honor”. Por eso,
cuando recibe la visita de un benefactor no acepta el dinero que le ofrece ya
que no tiene posibilidad de devolverlo, como correspondería a un “caballero”.
Andreas es un clochard,
no tiene casa ni hogar, ha perdido toda capacidad de dirigir su vida, su
horizonte es la botella. No obstante, es un “hombre de honor”. Es un príncipe
destronado: ha perdido su trabajo, ha estado en la cárcel pero han sido las
circunstancias adversas. Un príncipe injustamente destronado, en suma, como nos
ocurre tantas veces a nosotros; como ocurre con la Europa que conoce Roth; como
ocurre, quizá, con el Occidente que vivimos peligrosamente. Por eso esta novela
que se lee con agilidad quizá pueda dar qué pensar.
El generoso donante de Andreas había recibido, a su vez, un
generoso don: «le había tocado en suerte, efectivamente, el milagro de la
conversión». Devoto de Teresa de Lisieux decide ayudar a un prójimo: Andreas.
Le hace el don de una cantidad de dinero que le permitiría rehacer su vida. El
pordiosero, “hombre de honor”, asume el don, el milagro, con responsabilidad.
Acudirá a una capilla en la que se venera a la santa y devolverá el dinero.
La petite Thérese
está presente en toda la obra en cuanto que Andreas siempre recuerda su
compromiso, siempre intenta reunir el dinero suficiente para saldar la deuda. Y
una y otra vez pierde y recupera el dinero. Como la primera vez, serenamente,
como ocurren los milagros. De hecho, sea lector o protagonista, «no hay nada a
lo que más fácilmente se acostumbre una persona que a los milagros».
En una Europa en crisis, el escritor y el clochard (si es que, al final, no son el
mismo) exhiben su alma rota. Una y otra vez las trampas del azar, del destino,
y la colaboración de la dejadez o la adicción provocan la pérdida del don
inicial. Y para seguir avanzando, para proseguir la marcha, se necesita que el
milagro se repita. Se requiere que el don sea reiterado o, por decirlo en
latín, se requiere el per-dón. Nada choca en este relato, puede ocurrir
cualquier cosa porque «dentro del milagro no hay nada extraño».
Vemos al autor, al personaje y al lector (si es que, al
final, no son lo mismo) avanzando a tientas por el camino de la vida sin
referentes firmes, sin raíces, desarraigados (que diría Simone Weil) pero había
dicho Hölderlin que «donde crece el peligro, allí crece también la salvación».
Algo así dice también Teresa de Lisieux cuando recorre su “caminito”, su vía de
serena calma articulada precisamente sobre el abandono, la conciencia de la
pequeñez, la aceptación del don.
Quizá sea bueno para Andreas, para Roth y para el lector; y
para Europa y Occidente (si es que, finalmente, no son lo mismo) tomar
conciencia del exilio y de la crisis, tomar conciencia de la necesidad de andar
por la vida de la mano del acogimiento y la gratitud. Ese camino permitirá que
Occidente, el desarraigado Roth, el vagabundo Andreas y el lector (si es que,
finalmente no son lo mismo) sea un ser herido y deficitario (que esa parece ser
la condición humana), un bebedor, en suma pero también santo.
Un santo bebedor sería consciente de su limitación pero no
lograría llegar solo hasta la capilla donde se venera a santa Teresita.
Necesitaría ayuda, necesitaría dejarse ayudar. El lector podrá comprobar si es
así como ocurren las cosas en la leyenda. Y puede ser importante ya que en algo
de eso parece consistir la felicidad de los niños.
Gracias Manuel, por recordarme al Santo Bebedor, que leí hace varios años y me impactó mucho la vida del vagabundo, bajo los puentes del Sena. Yo creo que Josep Roch está hablando de sí mismo.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Carmen
EliminarClaro que el autor habla de sí mismo. Eso hacen siempre los escritores. Pero no sólo de sí mismo, sino de todos nosotros, como hacen los grandes escritores