El individuo en su mundo roto
Manuel Ballester
Quizá debamos a Nietzsche la intuición de que la
interpretación lo es todo. El hombre feliz y el desdichado pueden vivir en el
mismo mundo pero cada uno de ellos lo experimenta, lo interpreta, de modo que
su vida queda coloreada según su modo de ver el mundo y la vida.
Poco antes de Nietzsche, la primera de las Elegías de Duino había señalado que en el mundo interpretado (in der gedeuteten Welt) no nos sentimos en casa, no nos sentimos seguros. Y Rilke pregunta ahí quién podrá ampararnos. Porque, al parecer, necesitamos ayuda.
El mundo roto (Le monde cassé, 1933) es una obra de
teatro que nos introduce de un modo particularmente sugerente en esta
peculiaridad tan humana de usar los hechos del mundo y de nuestra vida para
construirnos un mundo acogedor y una vida dichosa. O todo lo contrario.
Su autor, Gabriel Marcel (1889-1973), no es un pensador
sistemático. En El existencialismo es un humanismo
Sartre lo calificó como “existencialista cristiano”, etiqueta que Marcel
rechazó e indicó que, puestos a calificar su pensamiento, quizá sea preferible
hablar de “socratismo cristiano”. Sea como fuere, el pensamiento de Marcel se
expresa tanto en ensayos como en obras de teatro, como es el caso de la que
comentamos.
Chistiane es el personaje central y no tiene un nombre
trivial sino uno que, al decir de quienes la conocen, le «viene tan bien como
anillo al dedo».
En un ambiente social que tiene normalizados ciertos hábitos
(ser o tener un amante, por ejemplo), Christiane es manifiestamente fiel a su
marido a pesar de estar rodeada de una corte de admiradores.
Christiane no sucumbe a los encantos, que los hay, de ese
ambiente. Su comportamiento es, por eso, percibido como algo molesto. Así lo ve
su amiga Denise: «Siempre tienes la pasión por quitarnos el placer de vivir…».
Y es que, aunque quizá no sea esa su intención, Christiane
ve que todos están como narcotizados, todos asumen la interpretación del mundo
como si ese fuera el único mundo posible, el mundo real. Todos, en suma, se
someten y desempeñan la función que la sociedad espera de ellos (esa sociedad
espera, por ejemplo, que una dama “bien” tenga un amante). Pero, a cambio, «toda
esta gente padece de una hiperadaptación» y viven en casas que «huelen a cuero
y a aburrimiento».
Christiane sabe que el mundo en el que vive está mal. Ella
lo califica repetidas veces como roto (cassé).
A su marido, por ejemplo: «¿No tienes la impresión a veces de que vivimos, si
esto se puede llamar vida, en un mundo roto? Sí, roto como un reloj. El resorte
no funciona. Por el aspecto exterior se diría que nada ha cambiado, todas las
cosas están en su lugar […] El mundo, eso que llamamos el mundo, el universo de
los hombres, hace tiempo yo creo que tenía un corazón. Pero tal parece que ha
dejado de latir».
Así interpreta el mundo. Está roto, estropeado y sin corazón.
Como el beso funcional, frío y protocolario con el que la besa su marido.
Siente rechazo. No le gusta el mundo. No le gusta su vida.
No se adapta y vive con disgusto, con tristeza.
Se queda ahí, sabiendo que esa vida no es lo mejor que puede
alcanzar. Su marido le sugiere una posibilidad que ella no es capaz de
realizar: «Si tu vida no te agrada, creo que nada te impide modificarla». Y, de
otro modo, le dice lo mismo su amigo Henri: su desasosiego «es la consecuencia
del género de vida que usted misma ha elegido […] Creo que es usted la
responsable principal».
Ocurre que, no siendo enteramente inconsciente y
superficial, ve la vanidad de la hiperadaptación, de la sumisión de la vida
propia a las funciones que la sociedad ha diseñado y espera de nosotros. Pero,
al mismo tiempo, no es capaz de un enfoque creativo, profundo, que impulse la
vida hacia su mejor posibilidad.
Ocurre que «le produce placer ir bordeando los pequeños
precipicios, por supuesto no muy peligrosos, pero donde sería irritante dejarse
caer»: no cae en el abismo de los usos sociales pero tampoco mira el abismo de
su riqueza interior. Nietzsche o Kierkegaard no son los únicos que hablan del
abismo que mira al abismo.
Hay, no obstante, un progreso en el personaje. Al comienzo
de la obra Christiane muestra un planteamiento individualista: «todos estamos
en nuestro rincón, atendiendo a nuestro pequeño negocio, atentos también a
nuestros pequeños intereses». Es una interpretación individualista que se
contradice con sus anhelos: echa de menos el afecto (le desagrada el beso frío
y monótono de su marido), necesita sentir que su marido confía en ella…
Es decir, no entiende su vida, no la acepta o, por decirlo
con sus propias palabras: «Creo que lo que nos ocurre es que le tenemos mucho
miedo a la verdad. Tú [Laurent] temes conocerla, entrar en su interior, y yo
tengo miedo a decirla. Quizá porque decirla es escucharla, es oírla». La verdad
sobre su vida, sobre el mundo. La verdad es que no somos individuos aislados.
Necesitamos sentirnos acogidos, valorados y, en último término, radicalmente
amados. Es decir, no es verdad que seamos concebibles como individuos que cada
uno busca sus intereses desde un rincón.
Al final llega a la visión de que la vida humana es siempre
vida de relación. No hay individuos sino personas y, radicalmente: «No estamos
solos, nadie está solo… hay una comunión de pecadores, hay una comunión de
santos».
Desde el principio Christiane ha dicho que el mundo está roto. Según avanza la
trama va ganando en claridad y entonces dice: «Mi mundo es un mundo roto». No
es el mundo lo que está roto, es mi mundo, mi interpretación, mi
actitud, lo que me hace verlo distorsionado y, por tanto, me hace vivir de un
modo que me produce rechazo.
Pero eso no es necesario. Podemos construir nuestra vida en
plenitud, una plenitud esforzada y gozosa.
Publicado en Aleteia, 29 de octubre de 2022:
https://es.aleteia.org/2022/10/29/el-individuo-en-su-mundo-roto/
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