jueves, 1 de febrero de 2024

El confidente

 

         

 





El confidente

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

«Hubiera necesitado un confidente», dice Kierkegaard de sí mismo. Y, si lo entiendo bien, no es una cuestión insignificante.

Los dos últimos siglos son lo que son por el influjo poderosísimo de Kierkegaard y Nietzsche. No sólo ellos, naturalmente; pero fundamentalmente ellos.

No se conocieron pero vivieron el mismo ambiente espiritual y reaccionaron contra él. Porque ambos sintieron que las instituciones civiles y eclesiásticas, las tradiciones cívicas y religiosas, y, en suma, todo el aire cultural (lleno de fe en el progreso de la humanidad, de Hegel y tantos logros) impedía respirar al individuo. La Humanidad alcanza grandes metas pero los sujetos particulares, cada uno, no se reconocen en esa abstracta humanidad. Kierkegaard lo expresa indicando que si bien Hegel ha construido un sistema, magnífico como un castillo, el individuo real vive fuera, en una choza.

Los logros del pensamiento no son los logros del individuo. Y la reacción antihegeliana tendrá en Kierkegaard y Nietzsche dos exponentes de primerísima línea. Dos pensadores que reivindicaron la importancia del individuo, de centrarse y potenciar la singular personalidad de cada uno.

Hay gente así. En todos los campos, desde la medicina al derecho, de la arquitectura a la literatura o la música o, incluso, en la política. Son genios, individualidades poderosas. Nos gustaría pensar que para cada uno de nosotros hay un ámbito en el que somos singularidades geniales. Y podría ser.

 «Hay momentos en que habría cambiado toda mi filosofía por un rato de conversación amistosa». Así lo sentía Nietzsche. Lou Andreas Salomé, esa mujer extraordinaria, podría haber mantenido la conversación que Nietzsche anhelaba, podría haber sido su confidente, pero Lou tenía sus propios planes y el solitario Nietzsche nos legó su filosofía.

Kierkegaard estuvo prometido a Regina Olsen. Cuando Kierkegaard toma conciencia de su singularidad, de su prodigiosa inteligencia, dice algo muy parecido a lo que acabamos de indicar respecto a Nietzsche: «hubiera necesitado un confidente».

Es curioso que los dos autores que subrayan la importancia del individuo echen de menos la relación con otros individuos: un amigo, un confidente, «alguien con quien hablar verdaderamente», por decirlo en términos del gran lector de Nietzsche que fue Saint-Exupéry.

¿Por qué el individuo que es Kierkegaard, que es Nietzsche, que somos cada uno de nosotros, necesitaría un confidente?

No parece que necesite alguien que “valide” la verdad de sus pensamientos. Es más, la verdad de las ideas no parece tener nada que ver con amistades o enemistades. Puede, incluso, reafirmarse en el contraste con los adversarios, ya que en la pugna y el ataque, se precisan mejor las ideas; o puede depurarse en el debate amistoso como ocurre entre Platón y Aristóteles. Se recordará cómo cuando Aristóteles intenta averiguar cómo hay que vivir de modo que la vida valga la pena ser vivida, de modo que la vida sea plena y feliz, inicia su investigación discrepando de su maestro y amigo. Disiente porque piensa que Platón no tiene razón, pero la discrepancia en las ideas no impide el afecto. La tradición nos ha conservado ese pasaje en una sentencia latina: Amicus Plato sed magis amica veritas, Platón es amigo mío, pero la verdad lo es más.

Por tanto, retomamos nuestro argumento, no necesitamos confidentes o amigos para validar nuestras ideas o los ámbitos en los que somos o nos sentimos grandes.

Si no necesitamos un confidente para compartir nuestros logros, nuestros retos, ¿para qué?, ¿qué se esconde ahí?

Regina Olsen fue, hasta donde sabemos, una buena mujer. Habría sido una buena esposa en un matrimonio cabal… Si Kierkegaard hubiese sido otro. Porque Kierkegaard tenía una excelente opinión sobre la mujer, una inmejorable opinión sobre el matrimonio («El matrimonio es y seguirá siendo el más importante viaje de descubrimiento que pueda emprender el hombre», Etapas en el camino de la vida) junto a una lúcida y pésima opinión sobre sí mismo.

Hasta dos libros escribió Kierkegaard para explicarse a Regina. Porque Kierkegaard fue un buscador, anduvo a la caza del sentido de su vida, de su verdad; radicalmente anheló lo más alto, su mejor posibilidad, entendió que de nada le sirve al hombre ganar el mundo (una profesión, una casa, una familia) si pierde su alma. Y perder el alma, arruinar su vida, es el punto en el que siempre se halla el individuo concreto: basta una mala decisión, un mal paso. Kierkegaard fue un individuo angustiado que experimentó el vacío, el sinsentido, la nada, la desesperación (asuntos que desarrollarán temáticamente pensadores posteriores pero que él los vivió en carne propia) fue, en términos de Unamuno, el «hombre de carne y hueso» que sufrió la tensión ante la visión de la propia eternidad. Digamos que vivió con Temor y temblor. Necesitaba alguien con quien hablar verdaderamente. Regina vio en él a un buen hombre para un buen matrimonio burgués, acomodado, pero no parece que leyese las confidencias que él había escrito. Si Kierkegaard se hubiese acomodado a una vida burguesa, habría fundado una familia con Regina. Pero no sería ya Kierkegaard. Nadie conocería tampoco a Regina.

Cuando Nietzsche no encuentra un amigo y Kierkegaard no encuentra un confidente con quien hablar verdaderamente, descargan su mundo interior sobre el papel. Y nos legan sus obras.

En su Diario dejó Kierkegaard un aviso a amigos, confidentes y navegantes. Cuando dice que ha logrado ser famoso, que su pensamiento será relevante para la humanidad, pero no era eso lo que tenía que haber logrado. Se trata de una confidencia honda; no sabemos qué habría ocurrido si, en vez de hacérsela al papel, hubiese podido hablarla con Regina.

Regina fue, efectivamente, una buena esposa de Johan Frederik Schlegel. Kierkegaard permaneció soltero porque entendió que ella no habría podido acoger la pesada carga de su existencia. Ese matrimonio habría sido honesto pero no el viaje de descubrimiento al que Kierkegaard no podía renunciar. Regina no entendió el mundo en que Kierkegaard vivía y cada uno siguió su camino, como Lou y Nietzsche. Y tantos otros.

En cualquier caso, ganan los lectores y gana el escritor. Pero en lo alto del éxito y la fama, individuos sin amigos ni confidentes no pueden evitar una punzada agridulce cuando el poeta recuerda:

«¡Cuanto calienta al alma una frase, un apretón de manos a tiempo!»

(Rubén Darío, El rey burgués).



Publicado en Letras de Parnaso, Año VIII (II Etapa), febrero 2024, nº 84, pp. 30-31

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