Sobre el sagrado deber
de descansar
Manuel Ballester
El
descanso tiene buena prensa. El merecido descanso, una merecida buena fama.
Ocurre, sin embargo, que el descanso a veces queda cerca de la desgana, el hastío y el aburrimiento. Y entonces la cosa cambia.
Hay un
enfoque de la vida en la cual uno se consolida y fortalece en la acción, en el
trabajo y el esfuerzo. En ese planteamiento, el descanso tiene su sentido
después de haberse cansado; y el “merecido” descanso no necesita ser explicado.
Este
planteamiento está tan extendido que podemos hallar sus huellas incluso en el
primer libro de la Biblia. Cuenta el Génesis
cómo Dios fue creando día a día cada uno de los aspectos del mundo: la luz y
tinieblas, las aguas y la zona seca, vegetales y plantas… incluso el hombre,
pero eso es otra historia y ha de ser contada en otra ocasión. Por volver a
nuestro asunto, se lee en el Génesis
(2, 2-3) que «cuando llegó el día séptimo Dios había terminado su obra, y
descansó el día séptimo de todo lo que había hecho. Bendijo Dios el día séptimo
y lo consagró».
Dejemos
ahora aparte el detalle de que sea el sábado, como hacen los judíos, o el
domingo, como practican los cristianos. Lo esencial es que haya un día semanal
de descanso; un día dedicado a reposar. Y que el descanso sea algo sagrado
(Dios lo bendijo y lo consagró, acabamos de leer).
Me
parece importante caer en la cuenta de que no se trata de que el descanso sea
algo necesario, dado que trabajando nos cansamos y hay que reparar fuerzas para
seguir trabajando. Si esto fuese así, estaríamos afirmando que lo esencial es
el trabajo y el descanso un simple medio, un intermedio necesario para poder
recuperar nuestra auténtica actividad.
En ese
sentido, señala Aristóteles que «hacemos la guerra para conseguir la paz» (Ética a Nicómaco, X, 7) lo cual
significa que lo que queremos es, precisamente, la paz. La paz es lo esencial. Armamos
un ejército precisamente para asegurar la paz, tal como reza el viejo adagio: si vis pacem, para bellum. En otros
términos: el fin es la paz; la guerra (o estar preparados para ella), el medio.
Si
quisiéramos el descanso simplemente como medio, entonces podría muy bien
identificarse con las horas de sueño en las que descansamos y reparamos las
fuerzas. Y equivaldría al planteamiento de “vivir para trabajar”.
“Vivir
para trabajar” suena antipático, tiene mala prensa. Y, además, el trabajo tiene
indudables cualidades positivas (permite ganarse la vida, fortalece el
carácter, nos afianza en la realidad,…) pero nadie quiere trabajar por trabajar.
Sencillamente porque trabajar es medio, es la actividad mediante la cual
conseguimos lo que queremos, lo que es el fin de nuestra tarea.
Visto
de otro modo, el trabajo es una necesidad. Trabajamos porque necesitamos algo. El
trabajo, con los aspectos positivos que se quiera, es algo que deriva de la
necesidad. En ese sentido, el trabajo remite a esfuerzo (pero también en el
deporte hay esfuerzo, pero no necesidad, sino juego) pero también a la
condición servil.
Por
eso, a lo que nosotros denominamos trabajo, el mundo griego y romano lo
considera “actividad servil”, es decir, propia de siervos; los seres libres no
trabajan aunque sí se esfuercen (en el deporte, que es juego, o en otras
actividades emprendidas por razones distintas de la mera necesidad). Frente a
las actividades serviles están las actividades libres. Frente al tiempo
dedicado al trabajo está el tiempo libre que, en griego, se denomina scholé, σχολή que es, por tanto, “tiempo libre” u ocio y es fácil ver su cercanía
fonética con el término latino schola,
antecedente de nuestro término “escuela”.
Ocurre
que el tiempo libre, el tiempo de ocio, es el tiempo que podemos (ahí aparece
el punto de voluntariedad) dedicar a nosotros mismos, a la formación de
nosotros mismos. Precisamente porque es un tiempo en el que la necesidad no nos
oprime y podemos bucear en nuestro propio ser. Y es que aclararse con lo que
somos, ser fieles a nosotros mismos y enfocar nuestra vida por ese camino, ese
es el fin de la vida humana.
Por eso
Aristóteles, al tiempo que dice que la paz es fin (y hacemos la guerra para
conseguir el fin), ahí mismo dice que el ocio, σχολή, es fin y trabajamos para disfrutar de ocio. Porque sólo el ocio
nos permite alcanzar la vida plena y feliz (εὐδαιμονία, eudaimonía), que es, al final, lo que queremos todos: ser fieles a
nosotros mismos, desplegar la mejor de nuestras posibilidades, vivir una vida
honorable y digna.
El ocio, el tiempo libre,
aquello que queremos, es un mandato divino. Es bendecido como algo sagrado.
Llenar
el tiempo libre de actividades que nos dispersan, que nos entretienen y nos
hacen ignorar nuestro propio ser y grandeza, es un error que nos desarraiga,
nos aparta de lo que somos y eso, si hemos de creer a Hermann Hesse, no es
bueno: «Alejarte de ti mismo es pecado. Von
sich selber Wegkommen ist Sünde».
Quizá anide aquí el deber más radical de cada ser humano (Kant diría que es un imperativo categórico). O, por decirlo en otros términos, estamos ante lo más sagrado de cada hombre. Si es así, convendría detenerse y atender porque pudiera ocurrir que Kierkegaard tuviera razón cuando dice que «cuanto más sagrado es lo que se busca, más cerca se está de ello».
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