jueves, 4 de abril de 2024

Sobre el sagrado deber de descansar

 



Sobre el sagrado deber de descansar

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

El descanso tiene buena prensa. El merecido descanso, una merecida buena fama.

Ocurre, sin embargo, que el descanso a veces queda cerca de la desgana, el hastío y el aburrimiento. Y entonces la cosa cambia.

Hay un enfoque de la vida en la cual uno se consolida y fortalece en la acción, en el trabajo y el esfuerzo. En ese planteamiento, el descanso tiene su sentido después de haberse cansado; y el “merecido” descanso no necesita ser explicado.

Este planteamiento está tan extendido que podemos hallar sus huellas incluso en el primer libro de la Biblia. Cuenta el Génesis cómo Dios fue creando día a día cada uno de los aspectos del mundo: la luz y tinieblas, las aguas y la zona seca, vegetales y plantas… incluso el hombre, pero eso es otra historia y ha de ser contada en otra ocasión. Por volver a nuestro asunto, se lee en el Génesis (2, 2-3) que «cuando llegó el día séptimo Dios había terminado su obra, y descansó el día séptimo de todo lo que había hecho. Bendijo Dios el día séptimo y lo consagró».

Dejemos ahora aparte el detalle de que sea el sábado, como hacen los judíos, o el domingo, como practican los cristianos. Lo esencial es que haya un día semanal de descanso; un día dedicado a reposar. Y que el descanso sea algo sagrado (Dios lo bendijo y lo consagró, acabamos de leer).

Me parece importante caer en la cuenta de que no se trata de que el descanso sea algo necesario, dado que trabajando nos cansamos y hay que reparar fuerzas para seguir trabajando. Si esto fuese así, estaríamos afirmando que lo esencial es el trabajo y el descanso un simple medio, un intermedio necesario para poder recuperar nuestra auténtica actividad.

En ese sentido, señala Aristóteles que «hacemos la guerra para conseguir la paz» (Ética a Nicómaco, X, 7) lo cual significa que lo que queremos es, precisamente, la paz. La paz es lo esencial. Armamos un ejército precisamente para asegurar la paz, tal como reza el viejo adagio: si vis pacem, para bellum. En otros términos: el fin es la paz; la guerra (o estar preparados para ella), el medio.

Si quisiéramos el descanso simplemente como medio, entonces podría muy bien identificarse con las horas de sueño en las que descansamos y reparamos las fuerzas. Y equivaldría al planteamiento de “vivir para trabajar”.

“Vivir para trabajar” suena antipático, tiene mala prensa. Y, además, el trabajo tiene indudables cualidades positivas (permite ganarse la vida, fortalece el carácter, nos afianza en la realidad,…) pero nadie quiere trabajar por trabajar. Sencillamente porque trabajar es medio, es la actividad mediante la cual conseguimos lo que queremos, lo que es el fin de nuestra tarea.

Visto de otro modo, el trabajo es una necesidad. Trabajamos porque necesitamos algo. El trabajo, con los aspectos positivos que se quiera, es algo que deriva de la necesidad. En ese sentido, el trabajo remite a esfuerzo (pero también en el deporte hay esfuerzo, pero no necesidad, sino juego) pero también a la condición servil.

Por eso, a lo que nosotros denominamos trabajo, el mundo griego y romano lo considera “actividad servil”, es decir, propia de siervos; los seres libres no trabajan aunque sí se esfuercen (en el deporte, que es juego, o en otras actividades emprendidas por razones distintas de la mera necesidad). Frente a las actividades serviles están las actividades libres. Frente al tiempo dedicado al trabajo está el tiempo libre que, en griego, se denomina scholé, σχολή que es, por tanto, “tiempo libre” u ocio y es fácil ver su cercanía fonética con el término latino schola, antecedente de nuestro término “escuela”.

Ocurre que el tiempo libre, el tiempo de ocio, es el tiempo que podemos (ahí aparece el punto de voluntariedad) dedicar a nosotros mismos, a la formación de nosotros mismos. Precisamente porque es un tiempo en el que la necesidad no nos oprime y podemos bucear en nuestro propio ser. Y es que aclararse con lo que somos, ser fieles a nosotros mismos y enfocar nuestra vida por ese camino, ese es el fin de la vida humana.

Por eso Aristóteles, al tiempo que dice que la paz es fin (y hacemos la guerra para conseguir el fin), ahí mismo dice que el ocio, σχολή, es fin y trabajamos para disfrutar de ocio. Porque sólo el ocio nos permite alcanzar la vida plena y feliz (εὐδαιμονία, eudaimonía), que es, al final, lo que queremos todos: ser fieles a nosotros mismos, desplegar la mejor de nuestras posibilidades, vivir una vida honorable y digna.

El ocio, el tiempo libre, aquello que queremos, es un mandato divino. Es bendecido como algo sagrado.

Llenar el tiempo libre de actividades que nos dispersan, que nos entretienen y nos hacen ignorar nuestro propio ser y grandeza, es un error que nos desarraiga, nos aparta de lo que somos y eso, si hemos de creer a Hermann Hesse, no es bueno: «Alejarte de ti mismo es pecado. Von sich selber Wegkommen ist Sünde».

Quizá anide aquí el deber más radical de cada ser humano (Kant diría que es un imperativo categórico). O, por decirlo en otros términos, estamos ante lo más sagrado de cada hombre. Si es así, convendría detenerse y atender porque pudiera ocurrir que Kierkegaard tuviera razón cuando dice que «cuanto más sagrado es lo que se busca, más cerca se está de ello».




Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), abril 2024, nº 85, pp. 34-35


Enlace Revista (visualización formato libro)

https://www.calameo.com/read/00746004245009002cf19  

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