La Paradoja del Contrapoder Cristiano frente a Nefarious (y 4)
Manuel Ballester
En las últimas tres entregas de Letras de Parnaso,
hemos profundizado en la naturaleza del mal inspirados por la película Nefarious,
cuando habla el diablo. Comenzamos cuestionando la visión socrática
del mal como simple ignorancia en «Nefarious, ¿y si el diablo no
existiera?», destacando la paradójica realidad del mal, capturada
magistralmente por Ovidio en su sentencia “Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago
lo peor” (Video meliora proboque, deteriora sequor).
En «Nefarious: ¿y si la batalla continúa?»,
exploramos la concepción del mal como un trastorno psicológico versus un conflicto eterno entre fuerzas
celestiales y demoníacas, destacando cómo ignorar esta batalla nos hace
vulnerables.
El tercer artículo, «El mal, la mentira y la Iglesia», trató sobre cómo la Iglesia, compuesta por seres falibles, enfrenta el mal reconociendo su omnipresencia y capacidad de redención. Además, sugerimos que el sacerdote de la película podría haber simbolizado a la Iglesia como un contrapoder al diablo.
Como es sabido todos los miembros de la Iglesia son
pecadores: algunos cometen pecados escandalosos, otros no tanto; pero todos lo
son, pues la naturaleza humana está dañada. San Agustín se refiere a la humanidad como massa damnata, masa dañada, herida:
todos los hombres de todos los tiempos, en mayor o menor medida, somos
pecadores, profundamente afectados por el mal que nos ha dejado marcados y
vulnerables.
En este sentido, la Iglesia constituye una comunidad de
pecadores y, a primera vista, no parece que esta humanidad abatida pueda ser un
contrapoder eficaz al poderío del demonio. Es más, el humilde sacerdote de la
película, con su actitud sencilla y afable, parece expresar la conciencia de
una naturaleza humana no sólo pecadora sino, sobre todo, débil.
En este
contexto, no extrañará que tiremos de parábolas, como la del Hijo pródigo (Lucas
15, 11-32), donde encontramos a un padre con dos hijos: uno es bueno, fiel y
obediente; el otro, rebelde, abandona a su padre y malgasta su herencia en una
vida desordenada.
El hijo
fiel podría representar a aquellos cristianos que ven el modelo de la vida
recta y cumplidora como la única forma legítima de ser cristiano,
escandalizándose cuando alguien falla en esta rectitud.
El
autor de la parábola parece adoptar otra perspectiva. El hijo “modélico” no
queda en mejor posición que el hermano que abandonó a su padre. Entonces,
¿acaso la parábola y, por extensión, la visión de la Iglesia, sugieren que una
vida desenfrenada, de crápula, es preferible a una de honradez? No parece ser
el caso. Más bien, la historia invita a considerar una verdad más profunda.
El
hermano que abandona a su padre, recibe todo de él: la vida, en primer lugar,
pero también todo lo demás. Aquí es crucial recordar, como establecimos en el
artículo anterior, que el pecado (el mal) es la mentira. Este hijo decide
organizar su vida sobre la mentira de considerar la totalidad de los dones
recibidos como si le pertenecieran por derecho propio y no por donación. No ve
la realidad más fundamental: ese don lo ha recibido porque ha sido amado. Más
que lo que hemos recibido (de nuestros padres, de Dios), más importante que el
regalo, es el amor que manifiesta el regalo.
Que
somos amados es la verdad esencial de nuestra vida; y eso es lo que queda
oculto. En la vida de este hombre, que somos todos, el pecado no consiste tanto
en “desperdiciar sus bienes llevando una vida desenfrenada” (Lc 15, 13), sino en la ingratitud. No sólo
no agradece los bienes recibidos sino que, y eso es lo más grave, olvida el
amor con que se le dio todo.
Esto es
la mentira fundamental: considerar sus dones como propios y no como un acto de
amor gratuito (eso que se llama la “gracia”). La tragedia de este hijo, como la
de tantos seres humanos, no radica en las fiestas ni en las malas compañías,
sino en la ceguera ante el amor que lo sustenta. Y así, esta falta de gratitud
le lleva a una vida de insuficiencia y frustración, porque el corazón
humano está hecho para alcanzar y gozar lo infinito, y sólo en esto encuentra
satisfacción plena; así lo expresa San Agustín, «nos hiciste,
Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti».
Al
tocar fondo, el hijo pródigo finalmente comprende que su mayor pérdida no fue
el dinero ni el estatus, sino el amor del que se había distanciado. Cuando
decide regresar, lo hace como un mendigo, reconociendo que ya no merece lo que
le dio su padre, no merece ser tratado como hijo, ni siquiera merece ser
llamado hijo. El pecado, dijimos, es la mentira. Este pecador afronta ahora la
verdad de su vida: no niega su pecado, su vida desordenada, su ingratitud,
entiende que no merece nada y pide (como un mendigo). Ahí se sitúa en la verdad
y descubre lo esencial: que quien le amó desde el principio, le amó
in-condicionalmente. El amor del padre no es “a condición” de que el hijo actúe
de una manera o de otra; es incondicional. Ese pecador, que somos todos, acepta
la verdad de su vida (que es ingrato y pecador) y se llena de gratitud ante el
don inmerecido. Entonces regresa a la casa del padre, que es la comunidad de
los pecadores que han reconocido la maravilla del abrazo paterno.
Esa
radical y hermosa verdad queda oculta para el hijo “fiel”. Él sigue creyendo
que su padre le “debe” amor a causa de su rectitud. Quienes se escandalizan de
que en la Iglesia (en la casa del padre) se cobijen pecadores (y con pecados
escandalosos) tienen esa visión: la idea de que el amor y el don de Dios
depende del comportamiento humano.
Si el
poder de la Iglesia dependiera del buen comportamiento de los hombres, que son
una massa damnata, sería imposible
constituir un contrapoder frente al mal. Afortunadamente, la verdad es esta:
hemos sido creados porque Dios nos ha querido, nosotros no podemos nada pero
Dios lo puede todo.
Si hay
batalla entre el bien y el mal, si el diablo existe y planta batalla contra el
hombre, conviene ver los términos del combate. En el Apocalipsis (ἀποκάλυψις, revelación o descubrimiento) se revela que el diablo pelea
contra la Iglesia, es decir, contra María y su descendencia.
María es
el contrapoder, precisamente porque es plenamente consciente de que ella no
puede nada («porque Dios se fijó en la humildad de su esclava, me llamarán bienaventurada
todas las generaciones», Magnificat, Lc, 1, 46).
María es criatura, ha recibido todo de Dios y adopta la actitud verdadera
(recordemos que el mal es la mentira). Como el hijo de la parábola, dice que es
como “esclava”, que no merece ser hija, que eso es como una elevación, como un
regalo o una gracia. Y, por tanto, su vida es todo gratitud. Y la fuerza, el
contrapoder, no radica en la fuerza de María ni ninguno de los miembros de esa massa damnata, sino en el poder infinito
de quien inmotivadamente nos ama y, por eso mismo, por su gracia, nos hace
capaces de ser más de lo que nuestra humanidad permite.
Para
terminar, a imitación del diálogo entre dios y el diablo que imaginan Goethe (Fausto) o Thomas Mann (Doktor Faustus), quisiera traer a
colación un diálogo en el que el diablo (Nefarious, Mefistófeles o Schwarz, que por nombres no va a
quedar) le recrimina el hecho de que los hombres pecan una y otra vez y Dios
siempre los perdona. Y, continúa Nefarious: «yo he pecado sólo una vez pero
nunca me has perdonado».
Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), diciembre 2024, nº 89, pp. 42-43:
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