martes, 10 de diciembre de 2024

La Paradoja del Contrapoder Cristiano frente a Nefarious (y 4)

 


La Paradoja del Contrapoder Cristiano frente a Nefarious (y 4)

 

 

 

Manuel Ballester

 

 

En las últimas tres entregas de Letras de Parnaso, hemos profundizado en la naturaleza del mal inspirados por la película Nefarious, cuando habla el diablo. Comenzamos cuestionando la visión socrática del mal como simple ignorancia en «Nefarious, ¿y si el diablo no existiera?», destacando la paradójica realidad del mal, capturada magistralmente por Ovidio en su sentencia “Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor” (Video meliora proboque, deteriora sequor).

En «Nefarious: ¿y si la batalla continúa?», exploramos la concepción del mal como un trastorno psicológico versus un conflicto eterno entre fuerzas celestiales y demoníacas, destacando cómo ignorar esta batalla nos hace vulnerables.

El tercer artículo, «El mal, la mentira y la Iglesia», trató sobre cómo la Iglesia, compuesta por seres falibles, enfrenta el mal reconociendo su omnipresencia y capacidad de redención. Además, sugerimos que el sacerdote de la película podría haber simbolizado a la Iglesia como un contrapoder al diablo.

Como es sabido todos los miembros de la Iglesia son pecadores: algunos cometen pecados escandalosos, otros no tanto; pero todos lo son, pues la naturaleza humana está dañada. San Agustín se refiere a la humanidad como massa damnata, masa dañada, herida: todos los hombres de todos los tiempos, en mayor o menor medida, somos pecadores, profundamente afectados por el mal que nos ha dejado marcados y vulnerables.

En este sentido, la Iglesia constituye una comunidad de pecadores y, a primera vista, no parece que esta humanidad abatida pueda ser un contrapoder eficaz al poderío del demonio. Es más, el humilde sacerdote de la película, con su actitud sencilla y afable, parece expresar la conciencia de una naturaleza humana no sólo pecadora sino, sobre todo, débil.

En este contexto, no extrañará que tiremos de parábolas, como la del Hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), donde encontramos a un padre con dos hijos: uno es bueno, fiel y obediente; el otro, rebelde, abandona a su padre y malgasta su herencia en una vida desordenada.

El hijo fiel podría representar a aquellos cristianos que ven el modelo de la vida recta y cumplidora como la única forma legítima de ser cristiano, escandalizándose cuando alguien falla en esta rectitud.

El autor de la parábola parece adoptar otra perspectiva. El hijo “modélico” no queda en mejor posición que el hermano que abandonó a su padre. Entonces, ¿acaso la parábola y, por extensión, la visión de la Iglesia, sugieren que una vida desenfrenada, de crápula, es preferible a una de honradez? No parece ser el caso. Más bien, la historia invita a considerar una verdad más profunda.

El hermano que abandona a su padre, recibe todo de él: la vida, en primer lugar, pero también todo lo demás. Aquí es crucial recordar, como establecimos en el artículo anterior, que el pecado (el mal) es la mentira. Este hijo decide organizar su vida sobre la mentira de considerar la totalidad de los dones recibidos como si le pertenecieran por derecho propio y no por donación. No ve la realidad más fundamental: ese don lo ha recibido porque ha sido amado. Más que lo que hemos recibido (de nuestros padres, de Dios), más importante que el regalo, es el amor que manifiesta el regalo.

Que somos amados es la verdad esencial de nuestra vida; y eso es lo que queda oculto. En la vida de este hombre, que somos todos, el pecado no consiste tanto en “desperdiciar sus bienes llevando una vida desenfrenada” (Lc 15, 13), sino en la ingratitud. No sólo no agradece los bienes recibidos sino que, y eso es lo más grave, olvida el amor con que se le dio todo.

Esto es la mentira fundamental: considerar sus dones como propios y no como un acto de amor gratuito (eso que se llama la “gracia”). La tragedia de este hijo, como la de tantos seres humanos, no radica en las fiestas ni en las malas compañías, sino en la ceguera ante el amor que lo sustenta. Y así, esta falta de gratitud le lleva a una vida de insuficiencia y frustración, porque el corazón humano está hecho para alcanzar y gozar lo infinito, y sólo en esto encuentra satisfacción plena; así lo expresa San Agustín, «nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti».

Al tocar fondo, el hijo pródigo finalmente comprende que su mayor pérdida no fue el dinero ni el estatus, sino el amor del que se había distanciado. Cuando decide regresar, lo hace como un mendigo, reconociendo que ya no merece lo que le dio su padre, no merece ser tratado como hijo, ni siquiera merece ser llamado hijo. El pecado, dijimos, es la mentira. Este pecador afronta ahora la verdad de su vida: no niega su pecado, su vida desordenada, su ingratitud, entiende que no merece nada y pide (como un mendigo). Ahí se sitúa en la verdad y descubre lo esencial: que quien le amó desde el principio, le amó in-condicionalmente. El amor del padre no es “a condición” de que el hijo actúe de una manera o de otra; es incondicional. Ese pecador, que somos todos, acepta la verdad de su vida (que es ingrato y pecador) y se llena de gratitud ante el don inmerecido. Entonces regresa a la casa del padre, que es la comunidad de los pecadores que han reconocido la maravilla del abrazo paterno.

Esa radical y hermosa verdad queda oculta para el hijo “fiel”. Él sigue creyendo que su padre le “debe” amor a causa de su rectitud. Quienes se escandalizan de que en la Iglesia (en la casa del padre) se cobijen pecadores (y con pecados escandalosos) tienen esa visión: la idea de que el amor y el don de Dios depende del comportamiento humano.

Si el poder de la Iglesia dependiera del buen comportamiento de los hombres, que son una massa damnata, sería imposible constituir un contrapoder frente al mal. Afortunadamente, la verdad es esta: hemos sido creados porque Dios nos ha querido, nosotros no podemos nada pero Dios lo puede todo.

Si hay batalla entre el bien y el mal, si el diablo existe y planta batalla contra el hombre, conviene ver los términos del combate. En el Apocalipsis (ἀποκάλυψις, revelación o descubrimiento) se revela que el diablo pelea contra la Iglesia, es decir, contra María y su descendencia.

María es el contrapoder, precisamente porque es plenamente consciente de que ella no puede nada («porque Dios se fijó en la humildad de su esclava, me llamarán bienaventurada todas las generaciones», Magnificat, Lc, 1, 46). María es criatura, ha recibido todo de Dios y adopta la actitud verdadera (recordemos que el mal es la mentira). Como el hijo de la parábola, dice que es como “esclava”, que no merece ser hija, que eso es como una elevación, como un regalo o una gracia. Y, por tanto, su vida es todo gratitud. Y la fuerza, el contrapoder, no radica en la fuerza de María ni ninguno de los miembros de esa massa damnata, sino en el poder infinito de quien inmotivadamente nos ama y, por eso mismo, por su gracia, nos hace capaces de ser más de lo que nuestra humanidad permite.

Para terminar, a imitación del diálogo entre dios y el diablo que imaginan Goethe (Fausto) o Thomas Mann (Doktor Faustus), quisiera traer a colación un diálogo en el que el diablo (Nefarious, Mefistófeles o Schwarz, que por nombres no va a quedar) le recrimina el hecho de que los hombres pecan una y otra vez y Dios siempre los perdona. Y, continúa Nefarious: «yo he pecado sólo una vez pero nunca me has perdonado».

La primera y la última palabra la tiene Dios. Y es esta: «Tú ¿cuántas veces te has arrepentido?».


Publicado en Letras de Parnaso, Año XII (II Etapa), diciembre 2024, nº 89, pp. 42-43:


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