¿Quién no se ha sentido atrapado alguna vez en los
laberintos de su propia mente? La inteligencia es creativa, constructiva y,
precisamente, por eso, a veces nos encierra en una burbuja de interpretaciones
que nos aleja de la realidad.
Nuestra mente puede construir mundos enteros sin necesidad
de un ancla en la realidad porque, como decía Simone Weil, «el espíritu no está obligado a creer en
la existencia de nada». Su capacidad
de construir mundos mentales es fascinante pero no nos garantiza una conexión con
la realidad.
Siguiendo con Weil, el
contacto auténtico con la existencia se logra a través de la aceptación
incondicional y del amor. La inteligencia nos permite interpretar el mundo,
pero el amor nos permite experimentarlo en su totalidad. Mientras la
inteligencia nos separa de la realidad al construir sus propios mundos, el amor
nos une a ella al aceptarla tal como es.
El hombre puede hacer
eso porque la inteligencia le permite ver la realidad interpretada y no a la
realidad auténtica. La inteligencia es humana, pero no es todo el hombre; la interpretación
es real pero no es toda la realidad sino sólo un aspecto.
El contacto del hombre (de todo el hombre, y no sólo de su inteligencia
creativa) con la realidad (con toda la realidad, y no sólo con los elementos
que cada mundo mental utiliza) sólo se da a través de la aceptación
incondicional, del amor, mediante el cual captamos que «belleza y realidad son idénticas».
O esto le entiendo a Weil cuando dice que «el
único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el amor. Por esta
razón, belleza y realidad son idénticas. Por esa razón, el gozo y la sensación
de realidad son idénticos»,
Simone Weil, La gravedad y la gracia.
¿Cómo podemos entonces encontrar un equilibrio entre nuestra
capacidad de pensar y nuestra necesidad de sentir? Tal vez, como sugiere Weil,
la respuesta esté en el amor, en la aceptación incondicional de la realidad.
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