jueves, 17 de abril de 2025

Belleza: realidad y camino

 




Belleza: realidad y camino

 

 

Lo bello no se reduce a lo bonito, lo placentero o lo que simplemente agrada. En todos estos aspectos hay belleza, pero la belleza es más, lo trasciende todo. Esos rasgos son bellos porque, de alguna manera, reflejan la belleza.

Es célebre (y bonita) la afirmación de Platón: «el amor es el deseo de engendrar en la belleza; ὅ δῐ ἔρως ἐστῐν ἐπιθυμία τοῦ ἐν καλῴ γεννᾰν» (Banquete, 206 b). Subrayo: deseo (epithymia), impulso, de engendrar EN la belleza, no de engendrar la belleza. El amor se suscita en un ambiente que es ya bello, y es ahí donde nos sentimos impulsados a crear, engendrar.

¿Qué significa que algo sea bello?

La belleza no es un simple juego estético, aunque incluya lo agradable o lo impactante. Lo que agrada, agrada a unos y no a otros; puede ser placentero en un momento, pero no siempre. Sin embargo, la belleza es siempre bella, aunque a veces no estemos a su altura.

Desde cierta perspectiva, la belleza es una vía de acceso a la realidad. Ahora bien, si aceptamos con Simone Weil que «belleza y realidad son idéntica» (La gravedad y la gracia), entonces la belleza no sólo nos conduce a la realidad, sino que es, a la vez, realidad y camino hacia ella. Para comprender esta aparente paradoja, debemos adentrarnos más en el misterio de la belleza.

En español, hay una expresión que ilustra bien esta idea: bellísima persona. Lejos de referirse a la apariencia física, refleja la bondad, nobleza o grandeza moral de alguien. Su equivalente en francés, une belle âme, mantiene esa correspondencia entre lo ético (bondad) y lo estético (belleza). Esta asociación no es exclusiva de las lenguas latinas. También en las lenguas germánicas encontramos expresiones como a beautiful soul (inglés), aunque en estos idiomas suele marcarse con mayor claridad la distinción entre lo ético y lo estético. Los términos utilizados para referirse a la belleza (Schön en alemán, beautiful en inglés) están más ligados a lo visual, mientras que las cualidades morales se expresan con gut (bueno), kind (amable) o wunderbar (maravilloso).

A pesar de estas diferencias, hay una cierta afinidad, una proximidad conceptual que permite incluso la sustitución de unos términos por otros. ¿De dónde proviene esta cercanía? Profundicemos en ello, porque ahí encontraremos claves para comprender la belleza.

En Platón, encontramos una ambigüedad similar, aún más amplia que la lingüística. Su visión de la realidad es jerárquica, como es sabido. Y la realidad suprema, la máxima Idea, es… el Uno (Timeo), el Bien (República) o la Belleza (en el contexto del amor, Banquete). Según la vía que tome, la cima se presenta con nombres distintos (Uno, Bien, Belleza), lo que sugiere que en su pensamiento estas categorías no sólo se relacionan, sino que en última instancia se identifican.

En Aristóteles, hallamos un enfoque que, siglos después, se formulará con el nombre de “teoría de los trascendentales”. A la unidad, la bondad y la belleza, añade la dimensión cognoscitiva: «cada cosa tiene verdad en la misma medida en que tiene ser (ἕκαστον τῶν ὄντων ἀληθές ἐστι καθ' ὀσον ἐστιν, Metafísica, 993b30)». No sólo introduce la Verdad, sino que establece la convertibilidad (convertuntur, en la versión latina) entre Uno-Bien-Verdad-Belleza, pues todas radican en el ser. Es decir, la realidad, en cuanto es, es también buena, bella y verdadera. De modo que hay que aceptar la bella fórmula de Weil y ampliarla: no sólo belleza y realidad coinciden (convertuntur), sino que también lo hacen la unidad, la verdad y la bondad. Y lo hacen porque comparten un fundamento común: todas son.

En Génesis 1, donde se dice que Dios vio que la creación era buena, el hebreo usa טוֹב (tov), un término que significa no sólo “bueno” en un sentido moral, sino también “adecuado”, “armónico” y “plenamente conforme a su naturaleza”. La Septuaginta traduce este tov hebreo como καλός (kalós), bello y no ἀγαθός (agathós), bueno. Esta elección no es casual: kalós en griego tiene un matiz que abarca lo bello, armónico y bien ordenado, más que lo puramente moral. En este sentido, el relato de la creación ya nos está diciendo que la realidad es bella porque está en orden, es armónica y adecuada. Así fue al principio, eso fue el Edén. Así es el paraíso que anhelamos y al que, sin duda, estamos destinados.

Llevemos esto a un plano más visual. Si observamos una rosa, podemos decir que, por el hecho de ser rosa, es una verdadera rosa (ser y verdad coinciden), y lo mismo ocurre con los demás trascendentales.

Si nos centramos en la belleza: lo mismo es ser y ser bello. Una rosa es bella con la belleza propia de las rosas, del mismo modo que un caballo, un atardecer, un recuerdo o una acción poseen cada uno su tipo y grado de belleza. ¿Por qué? Porque la belleza es inseparable de lo que algo es.

Por eso, realidad y belleza coinciden, como señala Weil. Pero hay más: ninguna rosa, ninguna persona, es todo lo que podría ser. La realidad es dinámica, tiende hacia su propia plenitud. Lo que tenemos ante nosotros es bello porque refleja esa plenitud que atrae a la realidad hacia su perfección. Platón diría que la rosa participa de la Idea de la Rosa; Aristóteles diría que la rosa contiene en sí la energía para alcanzar su propia plenitud. En cualquier caso, la belleza que percibimos en la realidad nos agrada y nos señala el camino hacia la perfección.

Esa es, en última instancia, la mejor definición de belleza: plenitud de la forma. Esta rosa es bella con la belleza propia de las rosas, pero aún podría serlo más.

Así, belleza y realidad coinciden. Y aunque en la realidad coexistan bondad y maldad, unidad y división, verdad y falsedad, la belleza nos salvará porque nos orienta hacia la plenitud. Lo negativo no tiene la última palabra, la belleza es la plenitud de la forma (de la rosa, del atardecer, de la persona), que «recrea y enamora».

Y nos salvará, claro, porque en esa belleza bulle el mismo amor que, como escribió Dante en el último verso de su obra, «mueve el sol y las demás estrellas (l’amor che move il sole e l’altre stelle, Divina Comedia, Canto XXXIII, verso 145)». No es casual que estas palabras cierren el Paraíso, la última parte de la Divina Comedia, donde el poeta alcanza la visión suprema de Dios y comprende que la plenitud del ser es también la plenitud del amor y de la belleza. El Edén fue el inicio, la promesa; el paraíso es el destino. La belleza que percibimos en la realidad es sólo un reflejo de aquella luz que nos llama a nuestra plenitud última.




Publicado en la revista Letras de Parnaso, Año XII (II etapa), nº 91, pp. 48-49:

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http://www.los4murosdejpellicer.com/EdicionesyPortadasPD/Edicion%2091%C2%A9.pdf

Enlace Revista (visualización en línea formato libro)

https://www.calameo.com/read/0005525923187b505876c

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