viernes, 21 de noviembre de 2025

Mi punto de vista: por qué la filosofía y la literatura pueden salvarnos

 




Mi trabajo se sitúa en un territorio donde la filosofía, la literatura y la vida humana se encuentran no sólo para ser analizadas, sino para ser vividas y gozadas.

Mi mirada parte de la convicción —profundamente platónica— de que el pensamiento es un camino compartido: una búsqueda de la verdad en compañía, una conversación que se prolonga a través de los siglos entre autores, lectores y amigos.

Aquí quiero explicar, de manera sencilla, cómo entiendo esa tarea.

Y, para orientarnos, propongo un pequeño mapa: tres grandes ejes que dan forma a mi manera de mirar.

Primero, los fundamentos: los textos filosóficos y literarios que me acompañan, y también el Mediterráneo, que para mí es mucho más que un paisaje; es un modo de estar en el mundo.

Segundo, el método: la forma en que trato de pensar.

Y aquí entra algo esencial para mí:

— una serie de temas recurrentes que surgen con frecuencia en mi pensamiento,

— y mi tono vital, que busca claridad sin perder la serenidad, profundidad sin perder la alegría.

 

Y tercero, el contenido mismo: lo que aparece cuando uno piensa desde estos fundamentos y con este método.

Las preguntas esenciales sobre la verdad, la belleza, la libertad, la fragilidad humana o la inquietud del espíritu.

 

A partir de aquí, desarrollaré con un poco más de calma cada aspecto, siguiendo cinco apartados: filosofía, literatura, Mediterráneo, los temas nucleares y mi tono vital.

📘 1. Filosofía como búsqueda viva

La filosofía es, para mí, ante todo una forma de atención. Una actitud interior.

Todo empieza con mirar bien. No con acumular conceptos, sino con rectificar la mirada, purificar la atención, aprender a ver de nuevo. Solo quien se detiene a mirar con hondura está en condiciones de ad-mirar. Y admirar —en su sentido más profundo— no es otra cosa que dejarse tocar por lo real, dejar que algo me sobrecoja, me interpele, me saque de mí. Por eso, toda filosofía auténtica empieza en el asombro.

Ese es el polo subjetivo del pensamiento: no es una técnica, ni un sistema, sino una disposición del alma. Y esa disposición es la que quiero cuidar aquí.

Y esta actitud sólo tiene sentido porque sostengo una creencia básica: la realidad es más de lo que alcanzo a ver. Mucho más. Mi inteligencia descubre lo que puede —desde mis límites—, pero sé que la realidad desborda cualquier mirada. Y esa confianza no es una teoría: es una forma de estar en el mundo.

Los griegos llamaban a la verdad a-lΐtheia: des-velamiento. Y eso expresa bien lo que ocurre cuando pienso: mi mirar no es un ver superficial, es atender, inquirir, preguntar qué hay detrás de lo que aparece. No me limito a registrar fenómenos: quiero comprenderlos.

Eso fue exactamente lo que hicieron los primeros filósofos. Ante lo que hay —la fisis, lo que se presenta a la experiencia— buscaron el porqué, el arjé, el principio que explica la repetición del día y la noche, los ritmos de las estaciones, el orden del mundo. Y allí nació el asombro: descubrir que tras lo cambiante hay una inteligibilidad que sostiene y orienta.

En mi caso, la mirada se dirige sobre todo al mundo humano. Es lo que Sócrates llama la segunda navegación: cuando dejamos de buscar sólo el orden físico para preguntarnos por el orden–sentido de nuestra existencia.

Así como los griegos buscaban el cosmos detrás de los fenómenos naturales, yo busco el sentido que sostiene nuestras acciones, nuestras decisiones, nuestras esperanzas. Y me asombro ante él: ante la libertad, ante la fragilidad, ante la inteligencia que se interroga a sí misma, ante el hecho de que la vida humana posea una arquitectura comprensible.

En la medida en que miro así —con atención activa, sin reducir nada antes de tiempo— la realidad se deja des-cubrir, porque lo real es inteligible, y cuando uno lo interroga con rectitud, algo se ilumina. Lo que aparece no depende de mi voluntad, pero sí de mi disposición.

Si perdemos esta confianza básica, corremos el riesgo de quedarnos enredados en la madeja de los conceptos, confundiéndolos con la realidad, o refugiándonos en ideologías que sustituyen lo real por sus propias sombras.

Pero si mantenemos el timón orientado hacia lo real, si nuestra brújula apunta al mundo y no a nuestras construcciones, entonces el pensamiento se abre y nos devuelve a las cosas mismas.

En este camino me acompañan algunos autores que han marcado mi manera de pensar.

Más que Temor y temblor, de Kierkegaard tomo la inquietud: esa tensión que impide instalarnos, que nos empuja hacia lo que somos sin creer que ya hemos llegado. Su Mi punto de vista me recuerda que cada uno debe asumir su misión y hablar desde ella con honestidad.

De Nietzsche, el coraje: la exigencia de atravesar las ideas heredadas y preguntarme qué queda cuando caen las máscaras, los sistemas, las ilusiones. En La genealogía de la moral abre con una cita que nunca olvido: “Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón”. No soy lo que pienso, sino lo que quiero en lo más hondo. El pensamiento sincero nace del deseo lúcido, del cor que orienta mi ser. Y en ese fondo —como recordará Nietzsche una y otra vez— hay una voluntad: un querer que no se agota en sobrevivir, sino en afirmar, en crear, en crecer. Por eso, la libertad no es haber roto cadenas, sino haber elegido una dirección: una meta que da forma y altura a la vida. Ahí empieza la grandeza: no en la ausencia de límites, sino en la fidelidad a un sentido. Eso es el Übermensch: quien sabe lo que quiere y se quiere a sí mismo en lo que quiere.

De Aristóteles, la serenidad: su manera de dejar que las cosas se revelen como son, sin violencia, sin prisa, con la confianza tranquila de quien cree que el mundo está bien hecho. Pero también su capacidad de integrar lo que parece contradictorio: el ser de Parménides y el devenir de Heráclito; la naturaleza como principio y la cultura como posibilidad; el saber de Sócrates y la fragilidad del carácter. De Aristóteles aprendí que pensar bien es no forzar los extremos, sino dejarlos convivir en una forma más alta de comprensión. Y que el ser humano es, en el fondo, deseo inteligente o inteligencia deseante: una unidad viva, en la que razón y pasión no se anulan, sino que se orientan hacia una meta común. Esa meta es lo que él llamó eudaimonía: una vida buena, una vida lograda, una vida de la que podamos sentirnos orgullosos en público y en privado, en el tiempo y en la eternidad.

De Platón, el respeto por el logos: no como propiedad privada del más brillante, sino como lo común, lo que compartimos y desde donde podemos entendernos. Platón no pretende convencer a fuerza de argumentos, sino provocar pensamiento. Muchos de sus diálogos no concluyen: dejan abierta la pregunta, no por escepticismo, sino porque la verdad no se impone: se busca, se insinúa, se contempla. Platón afirma, pero no clausura. Nos muestra una cara de la realidad… y nos invita a seguir subiendo. Y al fondo de todo, lo que late es la admiración: ese temblor del alma ante la verdad, el bien, la belleza. Lo supremo —nos dice— no es lo útil, ni lo rentable, sino lo Uno: el Bien, que es también Verdad y Belleza. Si el Uno no es, nada es. Y si lo intuimos… entonces vale la pena pensar.

En conjunto, la filosofía es para mí esto: mirar con rectitud, confiar en que la realidad es más, y alegrarse cuando, en ese diálogo entre mis límites y lo real, algo se des-vela.

Y a partir de aquí se entiende bien por qué, junto a la filosofía, busco también en la literatura.

Aristóteles sostiene que lo que hacemos sin deliberar —lo inmediato, lo que brota de nuestros sentimientos, de nuestras inclinaciones más hondas— revela mejor quién somos que lo que pensamos de nosotros mismos. La literatura es, precisamente, el gran laboratorio donde esa verdad aparece sin máscaras: vemos a los personajes actuar antes de explicarse, amar antes de teorizar, decidir antes de justificar. Y ese territorio —más espontáneo, más humano— ilumina aspectos de la realidad que el pensamiento conceptual no siempre alcanza.

 

📚 2. La literatura como imagen viva del mundo

Leer es, ante todo, una experiencia gozosa: leo porque me gusta y leo lo que me gusta. Pero es también un modo privilegiado de comprender.

Revela al hombre y su mundo con un lenguaje distinto a la filosofía, pero dicen lo mismo con símbolos, situaciones y personajes. No leemos obras literarias para encerrarlas en conceptos, sino para dejarlas hablar, para que iluminen aspectos del alma humana. Entre mis autores y obras preferidas destacan:

 

·         Grandes novelistas europeos que permiten pensar la condición contemporánea, el hombre masa, la pérdida de centro o de grandeza.

·         Antoine de Saint-Exupéry, especialmente El Principito —aunque también Tierra de hombres o Ciudadela—, donde hay una síntesis, en imágenes poderosas, de nuestra situación humana. El zorro, la rosa, el desierto… no son figuras decorativas, sino modos de iluminar lo esencial: la fragilidad, el vínculo, el cuidado, la responsabilidad y la búsqueda de sentido. En él se unen lucidez y delicadeza, ternura y exigencia moral, poesía e inteligencia del corazón.

·         Hermann Hesse, especialmente Siddharta y El juego de los abalorios. En Hesse encuentras un camino interior —la tensión entre búsqueda y serenidad, entre crecimiento y sabiduría—, pero también algo decisivo: la cuestión vital de la relación entre el individuo y las instituciones.

En El juego de los abalorios, esto aparece con toda claridad: cómo el sujeto se forma, se eleva y a veces se encierra dentro de estructuras que lo sostienen y, al mismo tiempo, pueden limitarlo. Entiendo por “institución” cualquier forma de agrupación humana, abierta o cerrada: desde la familia hasta el Estado o la Iglesia. Hesse muestra que esa relación nunca es simple: es una tensión fértil entre libertad y pertenencia, interioridad y forma, vocación personal y tradición recibida.

·         Orwell y Houellebecq parten del mismo punto: el individuo desarraigado, sin vínculos sólidos ni sentido de pertenencia. Ese desarraigo es el caldo de cultivo del hombre masa: un sujeto perdido, necesitado de orientación externa.

En Orwell, esa orientación la proporciona el socialismo totalitario, que ofrece orden, pertenencia y sentido a cambio de sumisión: control del lenguaje, de la historia, de la conciencia.

En Houellebecq, esa misma necesidad es cubierta por el islamismo político, que también promete estructura, comunidad y propósito… al precio de la entrega total a una autoridad que regula todos los aspectos de la vida.

·         Tolkien, cuya obra no es evasión sino realidad en su forma más clara. En él aparecen los problemas —la oscuridad, la fragilidad, la tentación del poder, el cansancio del bien—, pero también las claves para afrontarlos.

En Tolkien, el individuo es verdaderamente individuo: tiene misión, vocación y destino. Pero no es un verso suelto, aislado en su propia autosuficiencia, sino un acorde dentro de un canto más grande, un canto que él no ha escrito pero al que puede afinar su libertad. Ahí encuentra su plenitud: al descubrir que su vida cobra sentido cuando se incorpora a algo mayor que él mismo, igual que el guardián del Imperio en Saint-Exupéry.

Por eso su imaginación no oculta la realidad: la ilumina, mostrando la belleza, la ternura, la lucha entre lo luminoso y lo oscuro y la resistencia frente al cinismo moderno.

La literatura es, para mí, una cartografía del alma humana: un camino de luz hecho de relatos e imágenes que revelan aquello que la filosofía intenta después formular en conceptos. Allí donde el narrador muestra, el filósofo comprende y da forma conceptual a lo que antes ha sido intuición o experiencia. El filósofo no solo argumenta —argumentar es un camino hacia la verdad, pero no siempre el más decisivo—, sino que indica un destino, orienta el sentido de lo que somos y de lo que buscamos.

Por eso necesito ambos gestos: la luz de la imagen y la claridad del concepto.

  

🌅 3. El Mediterráneo: luz, ritmo y contemplación

El Mediterráneo es, para mí, algo más que un mar. El mar, en abstracto, remite a lo ilimitado, a lo indeterminado; el Mediterráneo, en cambio, es el mare nostrum, nuestro mar concreto: tiene costas, ciudades, historias, luz.

Es inmensidad con forma humana. Un espacio donde lo infinito se deja ver en lo finito, donde la apertura no es vértigo sino claridad habitable. Su horizonte no invita a huir de lo indeterminado, sino a comprender: a distinguir, a ordenar, a contemplar.

Esa forma hace del Mediterráneo algo más que un paisaje: es una forma de alma, un estilo de mirada y de pensamiento. Su luz no abruma: da forma; no deshace: delimita; no disuelve: ordena. La luz se posa en las cosas y las deja ser.

En esa luz vive una claridad antigua que ha acompañado por igual a filósofos y poetas, a navegantes y narradores. Es un espacio simbólico en el que se encuentran la experiencia humana, el deseo de conocimiento y la belleza de lo real.

Por eso, en mi pensamiento, el Mediterráneo funciona como una matriz cultural:

• la cuna del diálogo platónico,

• el hogar del asombro aristotélico,

• el territorio donde la luz revela lo que es sin estridencias ni artificios.

No sorprende que sus grandes viajeros representen itinerarios humanos esenciales.

Odiseo regresa al hogar, y en el Mediterráneo ese regreso adquiere forma: es en el reconocimiento de los suyos y en el abrazo de Penélope donde alcanza su identidad.

El hogar es el lugar donde la vida deja de ser intemperie y se vuelve cercana, reconocible y propia; el lugar de la genealogía, de las raíces, de la relación con los otros.

Lo que la modernidad ha roto —el desarraigo de Simone Weil, el desierto interior de Saint-Exupéry, la fractura cultural señalada por Nietzsche— es precisamente esta continuidad entre generaciones, este suelo común.

Eneas, en cambio, no puede volver. Cuando el origen se ha perdido, su misión es fundar el espacio donde el hogar pueda renacer. Él no retorna: da forma. Su viaje abre la posibilidad de un hogar futuro, de una genealogía nueva.

En ambos casos, el Mediterráneo actúa como una geografía de la forma: el lugar donde lo humano adquiere contorno, donde la vida deja de ser pura intemperie y se vuelve camino, tarea, destino.

El individuo recibe aquí su medida verdadera: como en Tolkien, no es un verso aislado, sino un acorde dentro de un canto más amplio; como en Saint-Exupéry, es guardián de un legado que no es suyo, pero que lo sostiene.

Esa misma luz mediterránea inspira mi modo de pensar:

no ciega, aclara;

no disuelve, dibuja;

no ilumina sin más, sino que concede sentido.

 

De ahí nace un tono que busco en todo lo que hago:

• equilibrio,

• proporción,

• serenidad,

• profundidad sin oscuridad,

• contemplación que invita al gozo y a la reflexión.

 

El Mediterráneo es, para mí, una geografía interior tanto como exterior: una manera de vivir la realidad con amplitud, con apertura, con esa elegancia natural que procede de la claridad.

Cada horizonte me recuerda que la verdad —igual que el mar— se revela por oleadas: flujo y reflujo de sentido, claridad que avanza y retorna.

Por eso, el Mediterráneo no es en mí un elemento decorativo, sino un símbolo originario, el lugar donde confluyen literatura, filosofía, genealogía, viaje y contemplación.

 

🤝 4. Temas nucleares

Hay algo que está en la base de casi todo lo que pienso y escribo: somos hijos.

No individuos autónomos y aislados, sino seres que venimos de alguien, que hemos sido acogidos, que formamos parte de una genealogía. Ser hijo es la experiencia originaria de pertenecer: de no ser el centro, pero sí alguien esperado, recibido, sostenido.

Esa condición filial nos sitúa dentro de una red de vínculos que no elegimos, pero que nos configuran: vínculos que nos remiten a un hogar, a un origen, a una historia común.

Perder esa conciencia —como ha hecho buena parte de la modernidad— es romper con nuestras raíces. Y cuando se rompen las raíces, nace el desarraigo. Ahí emerge el hombre masa: desconectado, desorientado, expuesto a cualquier poder que le prometa pertenencia, identidad, seguridad… aunque sea al precio de su libertad.

En esa herida crece la infección mortal que denominamos totalitarismo.

Desde esta convicción de fondo —que somos hijos, y por tanto herederos, responsables y llamados a dar continuidad— surgen algunos temas constantes que atraviesan mi pensamiento.

No son conceptos abstractos, sino experiencias esenciales de lo humano. Entre ellas:

• El hogar

lo que define al ser humano. El hogar es el lugar del abrazo: yo extiendo los brazos —debo hacerlo—, pero no depende de mí ser abrazado. Ahí se muestra la inseguridad estructural de lo humano: como Odiseo, puedo volver y ser recibido; como Agamenón, puedo volver y no encontrar cobijo. El hogar es identidad, relación, genealogía y, a la vez, fragilidad. En el hogar están las raíces, la genealogía, la continuidad humana que la modernidad ha resquebrajado.

 

• Inquietud

No reposo, no instalación.

Ser persona es tener futuro, no vivir en un presente ya resuelto.

La inquietud es el movimiento interior que impide que la vida se cierre sobre sí misma.

Es la condición que nos permite poder más.


• Libertad

No como simple huida del yugo, no como emancipación o rebelión.

Libertad como opción por lo que Nietzsche llamaba mi pensamiento dominante: no un mero deseo, sino un destino abrazado que convierte al caminante en un peregrino.

 

• Realidad

La realidad es siempre más de lo que alcanzo a ver.

Yo conozco verdaderamente una porción, pero la realidad está preñada de posibilidades: incluso en lo mínimo —en un átomo— late una fuerza descomunal.

Mirar la realidad es aprender a leer y recibir lo que se me ofrece.

• Grandeza

La plenitud posible de lo humano.

No arrogancia, sino vocación: respuesta a una llamada interior hacia lo mejor de uno mismo.

• Belleza

La belleza es lo último: la vivencia unitaria de todo lo anterior.

No es un adorno, sino la epifanía que ocurre cuando la comprensión se vuelve experiencia, cuando la verdad se deja tocar.

La belleza no embellece mi vida ni la realidad: las revela. Y en esa revelación, sin añadidos, reside su milagro.

 

🎨 5. Mi tono vital

Mi obra tiene un tono reconocible:

·         Sereno, pero nunca frío.

·         Exigente, pero nunca elitista.

·         Profundo, pero nunca oscuro.

·         Erudito, pero siempre accesible.

·         Poético, pero sin afectación.

·         Clásico, pero con sensibilidad contemporánea.

 

Ese es el espíritu de Tinta y Caos:

un lugar donde pensar no es imponer una idea al mundo,

sino mirar con atención, admirar sin prisa

y abrirse -simplemente- a la realidad

y dejarse tocar por ella.

 

 

🎥 Si prefieres una versión breve en formato vídeo, puedes verla aquí: [enlace al vídeo]

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