Mi trabajo se sitúa en
un territorio donde la filosofía, la literatura y la vida humana se encuentran
no sólo para ser analizadas, sino para ser vividas y gozadas.
Mi mirada parte de la
convicción —profundamente platónica— de que el pensamiento es un camino
compartido: una búsqueda de la verdad en compañía, una conversación que se
prolonga a través de los siglos entre autores, lectores y amigos.
Aquí quiero explicar, de manera sencilla, cómo
entiendo esa tarea.
Y, para orientarnos, propongo un pequeño mapa: tres grandes ejes que dan forma a mi manera de mirar.
Primero, los fundamentos: los textos
filosóficos y literarios que me acompañan, y también el Mediterráneo, que para
mí es mucho más que un paisaje; es un modo de estar en el mundo.
Segundo, el método: la forma en que trato de
pensar.
Y aquí entra algo
esencial para mí:
— una serie de temas recurrentes que surgen con frecuencia en mi pensamiento,
— y mi tono vital,
que busca claridad sin perder la serenidad, profundidad sin perder la alegría.
Y tercero, el contenido mismo: lo que aparece
cuando uno piensa desde estos fundamentos y con este método.
Las preguntas
esenciales sobre la verdad, la belleza, la libertad, la fragilidad humana o la
inquietud del espíritu.
A partir de aquí,
desarrollaré con un poco más de calma cada aspecto, siguiendo cinco apartados: filosofía,
literatura, Mediterráneo, los temas nucleares y mi tono vital.
📘 1. Filosofía como búsqueda viva
La filosofía es, para
mí, ante todo una forma de atención. Una actitud interior.
Todo empieza con mirar
bien. No con acumular conceptos, sino con rectificar la mirada, purificar la
atención, aprender a ver de nuevo. Solo quien se detiene a mirar con hondura
está en condiciones de ad-mirar. Y admirar —en su sentido más profundo— no es
otra cosa que dejarse tocar por lo real, dejar que algo me sobrecoja, me
interpele, me saque de mí. Por eso, toda filosofía auténtica empieza en el
asombro.
Ese es el polo
subjetivo del pensamiento: no es una técnica, ni un sistema, sino una
disposición del alma. Y esa disposición es la que quiero cuidar aquí.
Y esta actitud sólo
tiene sentido porque sostengo una creencia básica: la realidad es más de lo que
alcanzo a ver. Mucho más. Mi inteligencia descubre lo que puede —desde mis
límites—, pero sé que la realidad desborda cualquier mirada. Y esa confianza no
es una teoría: es una forma de estar en el mundo.
Los griegos llamaban a
la verdad a-lΐtheia: des-velamiento. Y eso expresa bien lo que ocurre
cuando pienso: mi mirar no es un ver superficial, es atender, inquirir,
preguntar qué hay detrás de lo que aparece. No me limito a registrar fenómenos:
quiero comprenderlos.
Eso fue exactamente lo
que hicieron los primeros filósofos. Ante lo que hay —la fisis, lo que
se presenta a la experiencia— buscaron el porqué, el arjé, el principio
que explica la repetición del día y la noche, los ritmos de las estaciones, el
orden del mundo. Y allí nació el asombro: descubrir que tras lo cambiante hay
una inteligibilidad que sostiene y orienta.
En mi caso, la mirada
se dirige sobre todo al mundo humano. Es lo que Sócrates llama la segunda
navegación: cuando dejamos de buscar sólo el orden físico para preguntarnos por
el orden–sentido de nuestra existencia.
Así como los griegos
buscaban el cosmos detrás de los fenómenos naturales, yo busco el sentido que
sostiene nuestras acciones, nuestras decisiones, nuestras esperanzas. Y me
asombro ante él: ante la libertad, ante la fragilidad, ante la inteligencia que
se interroga a sí misma, ante el hecho de que la vida humana posea una
arquitectura comprensible.
En la medida en que
miro así —con atención activa, sin reducir nada antes de tiempo— la realidad se
deja des-cubrir, porque lo real es inteligible, y cuando uno lo interroga con
rectitud, algo se ilumina. Lo que aparece no depende de mi voluntad, pero sí de
mi disposición.
Si perdemos esta
confianza básica, corremos el riesgo de quedarnos enredados en la madeja de los
conceptos, confundiéndolos con la realidad, o refugiándonos en ideologías que
sustituyen lo real por sus propias sombras.
Pero si mantenemos el
timón orientado hacia lo real, si nuestra brújula apunta al mundo y no a
nuestras construcciones, entonces el pensamiento se abre y nos devuelve a las
cosas mismas.
En este camino me
acompañan algunos autores que han marcado mi manera de pensar.
Más que Temor y temblor, de Kierkegaard
tomo la inquietud: esa tensión que impide instalarnos, que nos empuja hacia lo
que somos sin creer que ya hemos llegado.
Su Mi punto de vista me recuerda que cada uno debe asumir su misión y
hablar desde ella con honestidad.
De Nietzsche,
el coraje: la exigencia de atravesar las ideas heredadas y preguntarme qué
queda cuando caen las máscaras, los sistemas, las ilusiones. En La
genealogía de la moral abre con una cita que nunca olvido: “Donde está tu
tesoro, allí estará también tu corazón”. No soy lo que pienso, sino lo que
quiero en lo más hondo. El pensamiento sincero nace del deseo lúcido, del cor
que orienta mi ser. Y en ese fondo —como recordará Nietzsche una y otra vez—
hay una voluntad: un querer que no se agota en sobrevivir, sino en afirmar, en
crear, en crecer. Por eso, la libertad no es haber roto cadenas, sino haber
elegido una dirección: una meta que da forma y altura a la vida. Ahí empieza la
grandeza: no en la ausencia de límites, sino en la fidelidad a un sentido. Eso
es el Übermensch: quien sabe lo que quiere y se quiere a sí mismo en lo
que quiere.
De Aristóteles,
la serenidad: su manera de dejar que las cosas se revelen como son, sin
violencia, sin prisa, con la confianza tranquila de quien cree que el mundo
está bien hecho. Pero también su capacidad de integrar lo que parece
contradictorio: el ser de Parménides y el devenir de Heráclito; la naturaleza
como principio y la cultura como posibilidad; el saber de Sócrates y la
fragilidad del carácter. De Aristóteles aprendí que pensar bien es no forzar
los extremos, sino dejarlos convivir en una forma más alta de comprensión. Y
que el ser humano es, en el fondo, deseo inteligente o inteligencia deseante:
una unidad viva, en la que razón y pasión no se anulan, sino que se orientan
hacia una meta común. Esa meta es lo que él llamó eudaimonía: una vida
buena, una vida lograda, una vida de la que podamos sentirnos orgullosos en
público y en privado, en el tiempo y en la eternidad.
De Platón, el
respeto por el logos: no como propiedad privada del más brillante, sino
como lo común, lo que compartimos y desde donde podemos entendernos. Platón no
pretende convencer a fuerza de argumentos, sino provocar pensamiento. Muchos de
sus diálogos no concluyen: dejan abierta la pregunta, no por escepticismo, sino
porque la verdad no se impone: se busca, se insinúa, se contempla. Platón
afirma, pero no clausura. Nos muestra una cara de la realidad… y nos invita a
seguir subiendo. Y al fondo de todo, lo que late es la admiración: ese temblor
del alma ante la verdad, el bien, la belleza. Lo supremo —nos dice— no es lo
útil, ni lo rentable, sino lo Uno: el Bien, que es también Verdad y Belleza. Si
el Uno no es, nada es. Y si lo intuimos… entonces vale la pena pensar.
En conjunto, la
filosofía es para mí esto: mirar con rectitud, confiar en que la realidad es
más, y alegrarse cuando, en ese diálogo entre mis límites y lo real, algo se
des-vela.
Y a partir de aquí se
entiende bien por qué, junto a la filosofía, busco también en la literatura.
Aristóteles sostiene
que lo que hacemos sin deliberar —lo inmediato, lo que brota de nuestros
sentimientos, de nuestras inclinaciones más hondas— revela mejor quién somos
que lo que pensamos de nosotros mismos. La literatura es, precisamente, el gran
laboratorio donde esa verdad aparece sin máscaras: vemos a los personajes
actuar antes de explicarse, amar antes de teorizar, decidir antes de
justificar. Y ese territorio —más espontáneo, más humano— ilumina aspectos de
la realidad que el pensamiento conceptual no siempre alcanza.
📚 2. La literatura como imagen viva del mundo
Leer es, ante todo, una experiencia gozosa: leo porque me
gusta y leo lo que me gusta. Pero es también un modo privilegiado de
comprender.
Revela al hombre y su mundo con un lenguaje distinto a la
filosofía, pero dicen lo mismo con símbolos, situaciones y personajes. No leemos
obras literarias para encerrarlas en conceptos, sino para dejarlas hablar, para
que iluminen aspectos del alma humana. Entre mis autores y obras preferidas
destacan:
·
Grandes novelistas europeos que permiten pensar
la condición contemporánea, el hombre masa, la pérdida de centro o de grandeza.
·
Antoine de Saint-Exupéry,
especialmente El Principito —aunque también Tierra
de hombres o Ciudadela—, donde hay una síntesis,
en imágenes poderosas, de nuestra situación humana. El zorro,
la rosa, el desierto… no son figuras decorativas, sino modos de iluminar lo
esencial: la fragilidad, el vínculo, el cuidado, la responsabilidad y la
búsqueda de sentido. En él se unen lucidez y delicadeza, ternura y exigencia
moral, poesía e inteligencia del corazón.
·
Hermann
Hesse, especialmente Siddharta
y El juego de los abalorios. En Hesse encuentras un camino interior —la
tensión entre búsqueda y serenidad, entre crecimiento y sabiduría—, pero
también algo decisivo: la cuestión vital de la relación entre el individuo y
las instituciones.
En El juego de los abalorios, esto aparece con toda claridad: cómo
el sujeto se forma, se eleva y a veces se encierra dentro de estructuras que lo
sostienen y, al mismo tiempo, pueden limitarlo. Entiendo por “institución”
cualquier forma de agrupación humana, abierta o cerrada: desde la familia hasta
el Estado o la Iglesia. Hesse muestra que esa relación nunca es simple: es una
tensión fértil entre libertad y pertenencia, interioridad y forma, vocación
personal y tradición recibida.
·
Orwell y
Houellebecq parten del mismo punto: el individuo desarraigado, sin vínculos
sólidos ni sentido de pertenencia. Ese desarraigo es el caldo de cultivo del
hombre masa: un sujeto perdido, necesitado de orientación externa.
En Orwell, esa orientación la proporciona el socialismo totalitario,
que ofrece orden, pertenencia y sentido a cambio de sumisión: control del
lenguaje, de la historia, de la conciencia.
En Houellebecq, esa misma
necesidad es cubierta por el islamismo político, que también promete
estructura, comunidad y propósito… al precio de la entrega total a una
autoridad que regula todos los aspectos de la vida.
·
Tolkien, cuya
obra no es evasión sino realidad en su forma más clara.
En él aparecen los problemas —la oscuridad, la fragilidad, la tentación del
poder, el cansancio del bien—, pero también las claves para afrontarlos.
En Tolkien, el individuo es
verdaderamente individuo: tiene misión,
vocación y destino. Pero no es un verso suelto,
aislado en su propia autosuficiencia, sino un acorde dentro de un canto más
grande, un canto que él no ha escrito pero al que puede afinar
su libertad. Ahí encuentra su plenitud: al descubrir que su vida cobra sentido
cuando se incorpora a algo mayor que él mismo,
igual que el guardián del Imperio en Saint-Exupéry.
Por eso su imaginación no oculta
la realidad: la ilumina, mostrando la belleza,
la ternura, la lucha entre lo luminoso y lo oscuro y la resistencia frente al
cinismo moderno.
La literatura es, para mí, una cartografía
del alma humana: un camino de luz hecho de relatos e imágenes
que revelan aquello que la filosofía intenta después formular en conceptos.
Allí donde el narrador muestra, el filósofo comprende
y da
forma conceptual a lo que antes ha sido intuición o
experiencia. El filósofo no solo argumenta —argumentar es un camino hacia la
verdad, pero no siempre el más decisivo—, sino que indica
un destino, orienta el sentido de lo que somos y de lo que
buscamos.
Por eso necesito ambos gestos: la luz de la imagen y la
claridad del concepto.
🌅 3. El Mediterráneo: luz, ritmo y contemplación
El Mediterráneo es,
para mí, algo más que un mar. El mar, en abstracto, remite a lo
ilimitado, a lo indeterminado; el Mediterráneo, en cambio, es el mare nostrum, nuestro mar concreto:
tiene costas, ciudades, historias, luz.
Es inmensidad con
forma humana. Un espacio donde lo infinito se deja ver en lo finito, donde la
apertura no es vértigo sino claridad habitable. Su horizonte no invita a
huir de lo indeterminado, sino a comprender: a distinguir, a ordenar, a
contemplar.
Esa forma hace del
Mediterráneo algo más que un paisaje: es una forma de alma, un estilo de
mirada y de pensamiento. Su luz no abruma: da forma; no deshace: delimita;
no disuelve: ordena. La luz se posa en las cosas y las deja ser.
En esa luz vive una
claridad antigua que ha acompañado por igual a filósofos y poetas, a navegantes
y narradores. Es un espacio simbólico en el que se encuentran la experiencia
humana, el deseo de conocimiento y la belleza de lo real.
Por eso, en mi
pensamiento, el Mediterráneo funciona como una matriz cultural:
• la cuna del diálogo
platónico,
• el hogar del asombro
aristotélico,
• el territorio donde
la luz revela lo que es sin estridencias ni artificios.
No sorprende que sus
grandes viajeros representen itinerarios humanos esenciales.
Odiseo regresa al
hogar, y en el Mediterráneo
ese regreso adquiere forma: es en el reconocimiento de los suyos y en el abrazo
de Penélope donde alcanza su identidad.
El hogar es el lugar
donde la vida deja de ser intemperie y se vuelve cercana, reconocible y
propia; el lugar de la genealogía, de las raíces, de la
relación con los otros.
Lo que la modernidad
ha roto —el desarraigo de Simone Weil, el desierto interior de
Saint-Exupéry, la fractura cultural señalada por Nietzsche— es precisamente
esta continuidad entre generaciones, este suelo común.
Eneas, en cambio,
no puede volver. Cuando el
origen se ha perdido, su misión es fundar el espacio donde el hogar
pueda renacer. Él no retorna: da forma. Su viaje abre la posibilidad de
un hogar futuro, de una genealogía nueva.
En ambos casos, el Mediterráneo actúa como una geografía
de la forma: el lugar donde lo
humano adquiere contorno, donde la vida deja de ser pura intemperie y se vuelve
camino, tarea, destino.
El individuo recibe
aquí su medida verdadera: como en Tolkien, no es un verso aislado, sino un
acorde dentro de un canto más amplio; como en Saint-Exupéry, es guardián
de un legado que no es suyo, pero que lo sostiene.
Esa misma luz
mediterránea inspira mi modo de pensar:
no ciega, aclara;
no disuelve, dibuja;
no ilumina sin más,
sino que concede sentido.
De ahí nace un tono
que busco en todo lo que hago:
• equilibrio,
• proporción,
• serenidad,
• profundidad sin
oscuridad,
• contemplación que
invita al gozo y a la reflexión.
El Mediterráneo es,
para mí, una geografía interior tanto como exterior: una manera de vivir
la realidad con amplitud, con apertura, con esa elegancia natural que procede
de la claridad.
Cada horizonte me
recuerda que la verdad —igual que el mar— se revela por oleadas: flujo y
reflujo de sentido, claridad que avanza y retorna.
Por eso, el
Mediterráneo no es en mí un elemento decorativo, sino un símbolo originario,
el lugar donde confluyen literatura, filosofía, genealogía, viaje y contemplación.
🤝 4.
Temas nucleares
Hay algo que está en
la base de casi todo lo que pienso y escribo: somos hijos.
No individuos
autónomos y aislados, sino seres que venimos de alguien, que hemos sido
acogidos, que formamos parte de una genealogía. Ser hijo es la experiencia
originaria de pertenecer: de no ser el centro, pero sí alguien esperado,
recibido, sostenido.
Esa condición filial
nos sitúa dentro de una red de vínculos que no elegimos, pero que nos
configuran: vínculos que nos remiten a un hogar, a un origen, a una historia
común.
Perder esa conciencia
—como ha hecho buena parte de la modernidad— es romper con nuestras raíces. Y
cuando se rompen las raíces, nace el desarraigo. Ahí emerge el hombre masa:
desconectado, desorientado, expuesto a cualquier poder que le prometa
pertenencia, identidad, seguridad… aunque sea al precio de su libertad.
En esa herida crece la
infección mortal que denominamos totalitarismo.
Desde esta convicción
de fondo —que somos hijos, y por tanto herederos, responsables y llamados a dar
continuidad— surgen algunos temas constantes que atraviesan mi pensamiento.
No son conceptos
abstractos, sino experiencias esenciales de lo humano. Entre ellas:
• El hogar
lo que define al ser humano. El hogar es el lugar del abrazo:
yo extiendo los brazos —debo hacerlo—, pero no depende de mí ser abrazado. Ahí
se muestra la inseguridad estructural de lo
humano: como Odiseo, puedo volver y ser recibido; como Agamenón, puedo volver y
no encontrar cobijo. El hogar es identidad, relación, genealogía y, a la vez,
fragilidad. En el hogar están las raíces, la genealogía, la continuidad humana
que la modernidad ha resquebrajado.
• Inquietud
No reposo, no
instalación.
Ser persona es tener futuro,
no vivir en un presente ya resuelto.
La inquietud es el
movimiento interior que impide que la vida se cierre sobre sí misma.
Es la condición que
nos permite poder más.
• Libertad
No como simple huida
del yugo, no como emancipación o rebelión.
Libertad como opción
por lo que Nietzsche llamaba mi pensamiento dominante: no un mero deseo,
sino un destino abrazado que convierte al caminante en un peregrino.
• Realidad
La realidad es siempre
más de lo que alcanzo a ver.
Yo conozco
verdaderamente una porción, pero la realidad está preñada de posibilidades:
incluso en lo mínimo —en un átomo— late una fuerza descomunal.
Mirar la realidad es
aprender a leer y recibir lo que se me ofrece.
• Grandeza
La plenitud posible de
lo humano.
No arrogancia, sino
vocación: respuesta a una llamada interior hacia lo mejor de uno mismo.
• Belleza
La belleza es lo
último: la vivencia unitaria de todo lo anterior.
No es un adorno, sino
la epifanía que ocurre cuando la comprensión se vuelve experiencia,
cuando la verdad se deja tocar.
La belleza no embellece mi vida ni la realidad: las revela.
Y en esa revelación, sin añadidos, reside su milagro.
🎨 5. Mi tono
vital
Mi obra tiene un tono
reconocible:
·
Sereno,
pero nunca frío.
·
Exigente,
pero nunca elitista.
·
Profundo,
pero nunca oscuro.
·
Erudito,
pero siempre accesible.
·
Poético,
pero sin afectación.
·
Clásico,
pero con sensibilidad contemporánea.
Ese es el espíritu de Tinta
y Caos:
un lugar donde pensar
no es imponer una idea al mundo,
sino mirar con
atención, admirar sin prisa
y abrirse -simplemente- a la realidad
y dejarse tocar por
ella.
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