El suicidio de
Occidente
Manuel
Ballester
Hace
tiempo que se detecta una debilidad en nuestra cultura. Nuestro mundo es
Occidente, un modo de entender y sentir el mundo que ha sido fruto de una larga
tradición o, por decirlo con otros términos: Occidente hunde sus raíces muy
profundamente, en Grecia, Roma y el cristianismo.
Toda
cultura, también la nuestra, es fundamentalmente un legado, tradición, raíces
que transmiten sabia para los nuevos brotes. Y las siguientes generaciones han
de apropiarse de la herencia para seguir construyendo.
Fue
Ortega quien señaló que el hombre moderno, el que está en crisis, se comporta
como un niño mimado: piensa que todo le es debido, que lo tendrá siempre; no
entiende que el primer deber es reconocer el valor de lo que recibe, ser
agradecido e intentar subirse a hombros de los gigantes que son sus antepasados.
Michel Houellebecq (1956) cuenta en su haber con diversas obras notables en las que disecciona con precisión quirúrgica el desmoronamiento que se está produciendo ante nuestras narices. La novela Sumisión (2015) es, desde esa perspectiva, otra obra maestra. Una más en la serie de Houellebecq (recuérdese, por ejemplo, Ampliación del campo de batalla, 1994 y Las partículas elementales, 1998) y, a mi juicio, a la altura y complementaria a la célebre 1984, de Orwell.
No
revelo a los lectores nada de la novela si indico que el asunto es el modo en
que, desde dentro del sistema democrático, el islam se va imponiendo en la
política y la totalidad de la cultura francesa. Del mismo modo que no revelo
nada si digo que 1984 narra el modo
en que el totalitarismo se impone en la totalidad de la sociedad.
Hablamos
de Occidente. El protagonista es François, un profesor de La Sorbona que sirve
de hilo conductor, exponente del modo de vida típicamente occidental y narrador
de la historia. Uno de sus ligues, Myriam, es judía. Cuando el partido islámico
va cogiendo fuerza, la familia de Myriam decide abandonar Francia e irse a
Israel. François toma conciencia de que para él, es decir, para nosotros, no
hay ningún Israel al que ir. Esta es nuestra casa, para bien o para mal.
Houellebecq
pone ante el lector el plano del juego político y el ámbito de las vidas individuales de la
gente.
Por una
parte, «hace tanto tiempo que el juego político se basa en la oposición entre
derecha e izquierda que nos parece imposible salir de eso. Sin embargo, en el
fondo, no hay ninguna diferencia real». Aparte de que los votos fluctúen en
función de circunstancias variables y la constante manipulación de la prensa,
en el fondo ocurre que han descuidado algo esencial. Y ahí radica la fuerza del
partido musulmán: «el verdadero golpe genial del líder musulmán había sido
comprender que las elecciones no se jugarían en el terreno de la economía sino
en el de los valores».
Desde
esa perspectiva, Houellebecq señala un dato, un hecho para reflexionar: «La
Revolución francesa, la República, la patria…, sí, eso pudo dar lugar a algo;
algo que ha durado un poco más de un siglo. La cristiandad medieval, en cambio,
duró más de un milenio»; si bien la modernidad se presenta como la luz frente a
las tinieblas medievales, la grandiosa concepción que la modernidad tiene sobre
sí misma aparece como un cuerpo sin alma («sin la cristiandad, las naciones
europeas no eran más que cuerpos sin alma, unos zombis»), un árbol sin sabia
porque hace tiempo que perdió el contacto con sus raíces (el desarraigo es,
señala Simone Weil, el rasgo fundamental del hombre actual) o, por acabar el
análisis: «Esa Europa que era la cumbre de la civilización humana se ha
suicidado».
El
occidental moderno concibe su vida como articulada sobre la individualidad e
independencia: “individualidad poderosa” o übermensch,
lo llama Nietzsche. Muy rápidamente ocurre que esa independencia nos vuelve seres
solitarios (la madre de François muere sola y ha de ser enterrada en una fosa
común a cargo del municipio).
El
individuo es una construcción mental, no es real. Sobre esa mentira se hacen
fuertes dos enemigos aparentemente antitéticos: el socialismo y el islam. En 1984, tras ser torturado por el Estado,
Smith pregunta si el Gran Hermano existe como individuo, en el mismo sentido
que él existe, la respuesta: «Tú no existes», el individuo no existe.
El
planteamiento es similar en Sumisión,
donde el líder del partido musulmán explica: «el individualismo liberal podía
llegar a triunfar si se contentaba disolviendo las estructuras intermedias que
eran las patrias, las corporaciones y las castas, pero si atacaba a esa
estructura última que era la familia, y por lo tanto a la demografía, firmaría
su fracaso final; entonces llegaría, lógicamente, el tiempo del islam».
El
totalitarismo socialista sustituye la mentira del individuo por la mentira del
Estado. El islam rechaza ambas mentiras y fortalece estructuras que son verdad
y verdad íntima: la familia, en primer término. De modo que un imperio islámico
similar a lo que fue el imperio romano tomaría su fuerza precisamente de que el
islam repara alguna de las heridas que vive el hombre contemporáneo.
Un
análisis detenido podría mostrar mejores modos de reparar esas heridas pero
Houellebecq señala en qué radica la fuerza y la sensatez de esta posibilidad
que cada día es más probable. Se trata de asumir algo esencial para el ser
humano: nuestra grandeza no está en la independencia sino en la pertenencia, no
en el individuo sino en la comunidad que lo acoge y vivifica; el hombre es un
nudo de relaciones y el éxito de la vida se juega sobre la calidad de nuestras
relaciones (familia, patria, Dios).
En la novela, tras dejar atrás la vida occidental («una vida sin alegría»), tras convertirse al islam, el personaje hace balance y concluye que «no extrañaría nada».
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En esta misma línea, el profesor de filosofía François-Xavier Bellamy, insiste en la necesidad de transmitir la herencia cultural recibida en Occidente, desde el punto de partida del rechazo oficial de la enseñanza en colegios e institutos a esta herencia. El título de su obra "Los desheredados. Por qué es urgente transmitir la cultura" (Encuentro, 2018), es suficientemente significativo: «Es como si una generación que se ha prohibido transmitir no fuese capaz de comprender que, rechazando tener herederos, privando a sus niños de la cultura que había recibido, corre el riesgo de desheredarlos de ellos mismos, de desheredarlos de su propia humanidad»
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con Bellamy.
ResponderEliminarGracias por leer y comentar