A propósito de
Ortodoxia 2:
La insensatez de creer
en sí mismo
Manuel Ballester
Lo que
todos queremos, radicalmente, es una vida plena, feliz. Por otra parte, el mundo, nuestro mundo, es maravilloso. Es
un paraíso que contiene lo que necesitamos para ser felices.
Esto es, en
síntesis, lo que Chesterton dejó establecido en el primer capítulo de Ortodoxia
(In Defence of Everything Else; En
defensa de todo lo demás) sobre el que escribimos en el número anterior de Letras de Parnaso.
Tomamos impulso en esa tesis para sorprendernos con el título del segundo capítulo: The Maniac que, si bien admite diversas traducciones al español (maniático, demente, loco, lunático), al final hablamos de gente cuyo lugar es el manicomio.
Empieza así: «Los hombres plenamente de mundo
nunca entienden ni siquiera el mundo». El mundo es maravilloso, hogar y paraíso,
pero quien es mundano carece de la capacidad de experimentar eso, es decir, no capta
la verdad sobre la realidad del mundo ni sobre sí mismo.
A esa verdad se
enfrentan diversas opiniones que o bien devalúan el mundo y el hombre o bien
minusvaloran la capacidad humana para gestionar exitosamente la vida. De ahí
que suelan expresarse mediante tópicos plagados de cinismo derrotista.
En ese sentido,
Chesterton toma en consideración una opinión muy difundida: en esta vida sale
adelante, triunfa, quien «cree en sí mismo».
Lo
hemos oído muchas veces y, puesto que respiramos el aire de la modernidad,
estaríamos dispuestos a admitirlo, de llamarlo autoestima y de considerar que
es lo primero que hay que reforzar para que nuestra vida y nuestro mundo se
llenen de contenido. Por el contrario, Chesterton considera que ese es el error
esencial del maniac, del demente, ya
que la mayoría de la gente que más cree en sí mismo está en el manicomio.
Cuando
“creer en sí mismo” pasa de la noble “autoestima” a la presuntuosa
“autosuficiencia”, entonces la cosa cambia. El matiz lo es todo. La
autosuficiencia corresponde al sinvergüenza, al rotter; pero, sobre todo, esa opinión es falsa: nadie se basta a sí
mismo. Ni para nacer (somos hijos y hemos recibido la vida) ni para
desenvolvernos exitosamente y conseguir lo que queremos: ser felices en esta
“tierra de maravillas”.
Por eso, Chesterton invierte la tesis moderna. Nuestra experiencia personal
muestra que en multitud de ocasiones nos equivocamos, elegimos mal o elegimos
el mal: no somos totalmente de fiar y, por eso, «la confianza total en sí mismo
no es sólo un pecado (sin), la
completa confianza en sí mismo es una debilidad (weakness)».
Como se
trata de ir contra una creencia muy arraigada, Chesterton dedica bastante
espacio a hacer que sus lectores se empapen de esta verdad.
Hay que
empezar por un hecho, pero no un “hecho” en sentido restringido (un hecho sensible)
sino tal como es obvio para cualquiera: un hecho que lo sea tal para cualquier
ser pensante, un factum rationis. Y
los antiguos comenzaron por un hecho absolutamente incontrovertible: el hecho
del mal, «el hecho del pecado (sin)»,
una suciedad indiscutible (indisputable
dirt). El pecado humano, al margen del nombre con el que lo designemos, es
algo evidente. Y aunque haya discursos teóricos que lo cuestionen, «todos estamos de acuerdo en que
hay un colapso del intelecto tan inconfundible como la caída de una casa» o,
por decirlo de otro modo, todos admitimos la existencia de manicomios y locos.
Y, por tanto, lo contrario: la existencia de gente sensata, razonable y normal.
Y eso
es lo que debemos querer. De hecho, es lo que todos queremos: vivir una vida
feliz, normal según una filosofía de la cordura, de la sensatez (sanity).
Este es
un punto fuerte, un fundamento y un criterio para juzgar. Porque hay que juzgar
como adecuados o inadecuados, verdaderos o falsos, sanos o enfermos, normales o
patológicos, tanto nuestros pensamientos (nuestra “filosofía”) cuanto los
comportamientos que llevamos a cabo. Hay locura, enfermedad mental; y hay
sensatez y normalidad.
En toda
filosofía hay un peligro: ocuparse exclusivamente de los propios pensamientos y
olvidar que son concebidos con una finalidad: comprender el mundo y el hombre y
guiar sensatamente su camino por la vida. Se puede ser un excelente razonador
y, sin embargo, estar loco y fracasar vitalmente.
La
razón en su uso técnico-científico, la razón teórica, se ocupa con solvencia de
las relaciones necesarias entre los asuntos de los que trata. Pero eso mismo
ocurre con el razonamiento autista del demente: hay coherencia entre sus
argumentaciones y los asuntos de los que trata; pero deja fuera de su
consideración demasiados hechos y, por eso mismo, encierran al hombre en
círculos pequeños y obsesivos. Y es que el mundo humano está plagado de
acciones no sujetas a necesidad, acciones sin causa, actos que denominamos
libres. Todos estos hechos no caben en el razonamiento coherente del demente y
son los que tienen que ver con la cordura, la felicidad y la realidad humana.
La
libertad no es arbitrariedad, no cae fuera de la razón sino sólo de cierto modo
de limitar el alcance de la razón. De hecho, ni la ciencia ni la
religión aceptan un pensamiento arbitrario, no sometido a las reglas de juego
específicas de la ciencia o la religión: «la teología reprende ciertos
pensamientos calificándolos de blasfemos. La ciencia reprende ciertos
pensamientos calificándolos de enfermizos, mórbidos (morbid)». Si hay error, falsedad, entonces hay verdad.
Por el contrario, si vale todo, nada vale.
Si se está
encerrado en el círculo mental, si se aceptan sólo cierto tipo de hechos y
cierto tipo de conclusiones, entonces el hombre está encerrado en su burbuja
perfecta. De nada sirve el argumento, ni siquiera saldría de ahí proclamando
que tiende a la verdad: «debe desear
la salud», la normalidad, la vida plena:
eso que es lo específicamente humano: debe querer estar sano, ser normal,
realizar su propia grandeza. Querer eso y creer que eso es posible porque para
eso ha nacido: ese es el sentido de su vida.
Y, pore so mismo, la
decisión es todo el asunto aquí. Curar a una persona que
está encerrada en ese estrecho círculo no es una discusión filosófica, es
expulsar a un demonio: «Curing a madman is not arguing with a
philosopher; it is casting out a
devil».
Chesterton, no obstante, analiza diversas posturas
contemporáneas pero teniendo muy claro que el enfoque no es la relación de esas
posturas con la verdad, sino su relación con la salud (sanity,
salud, cordura, normalidad: «I am not now discussing the relation
of these creeds to truth; but, for the present, solely their relation to health»).
Desde esa óptica fundamentalmente ética y antropológica
afirma que las tesis materialistas, verdaderas o no, destruyen lo humano
(alejándonos de la sanity: «Los
materialistas y los locos nunca tienen dudas»), a la vez que pone de manifiesto la dimensión paralizante del
escepticismo («the somewhat mystical egoism of our day»).
El propio Chesterton ofrece una síntesis: «Este capítulo es
puramente práctico y se refiere a lo que realmente es la marca y el elemento
principal de la locura; podemos decir en resumen que es la razón utilizada sin
raíz, la razón en el vacío». Poco después Simone Weil considerará la falta de
raíces, el desarraigo, como el problema capital del hombre moderno (L'Enracinement,
Prélude à une déclaration des devoirs envers l'être humain, 1949).
El desarraigo, la pérdida de la conciencia de que la razón no es todo, enloquece a los hombres, pero ¿qué los mantiene cuerdos (sane)? La respuesta la sabemos todos, Shakespeare la pone en boca de Hamlet («hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía») y Chesterton le llama, como hará Wittgenstein, “lo místico”.
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