Prólogo a Léon Bloy, La mujer
pobre, Introducción, traducción y notas de Manuel Ballester, 2013, versión
digital disponible en amazon.es
No faltan autores que subrayan lo que de todos es
sabido: que “las vidas son los ríos que van a dar a la mar”. Todos los afanes,
ilusiones, esperanzas, actos y amores acabaran un día. Todo pasará. No quedará
nada. Nada.
León Bloy es consciente también, y sobre todo, de
que la eternidad está siempre a la escucha, tiene oído fino y retiene hasta los
más leves susurros del tiempo. Todo queda. Nada es omitido. Nada.
Buena
parte de la literatura de su tiempo se complace en subrayar que la condición
humana está mediatizada por la herencia y las taras sociales: pobreza,
alcoholismo y prostitución pueblan las páginas de las novelas de la época. Sin
eludir ni un ápice la miseria, sin dulcificar las miserias pero, eso sí,
profundizando, yendo a la raíz, Bloy subraya enérgicamente que lo visible no es
sino la huella que lo invisible deja en el tiempo.
Y
cuando algunos acusan el silencio de la eternidad, Bloy denuncia un mundo de
sordos. Y orienta su escritura a hacer visible lo Absoluto.
Que el
mundo que habitamos es sombra, reflejo o eco ya lo expone el célebre mito de la
caverna de Platón. Y la sombra es tanto más oscura cuanto más potente es la luz
que la produce.
Bloy
mira las sombras, la miseria y, como no puede ser de otra forma, las ve
deficitarias, deficientes. Pero resalta también su condición de huella. Las
realidades que nos rodean remiten al original, a quien “con presura pasó por
esos sotos mil gracias derramando, y vestidos los dejó de su hermosura”.
Cuando
la mirada tiene afán de radicalidad, en la aurora sobre el mar lee el infinito
que contiene a otro infinito, y lo despliega; el hombre y el mundo que surgen
de Dios y lo contienen. Y son su reflejo. Pero no es infrecuente que el hombre
duerma aún al alba, y nada sepa de la hermosura de ese milagro cotidiano. Ya
Homero advierte sobre algunos alimentos terrenales. La historia de los
lotófagos muestra cómo aquellos que los comen, olvidan su origen y su destino,
su pasado y su futuro. Pierden la conciencia de quienes son.
La mujer pobre recuerda también la dificultad e importancia
de saber realmente quiénes somos, cuál es nuestra auténtica figura.
De lo
que somos, de todo lo que consideramos nuestro ¿qué hay que no hayamos
recibido, qué que no podamos perder mañana? ¿Y no es esa la condición radical
del hombre? ¿Y no es esa la condición que define a un pobre? Pobre es el que no tiene. Y significa que nada espiritual
nos pertenece realmente, nada merecemos: la inteligencia, el afecto de los
amigos, el amor de quienes nos quieren… todo nos es dado como un regalo al que
no tenemos derecho alguno. Y puede sernos retirado en cualquier momento. Y no
podemos reclamar (en sentido profundo): ¿a quién reclamará el que entra en un
proceso de Alzheimer, qué derecho podemos invocar frente al amigo que
traiciona? Nada de lo que constituye una riqueza del espíritu nos pertenece. Y
quien es consciente de eso vive en la verdad. Y vivir así lleva a ser
agradecidos con quienes nos enriquecen espiritualmente. Y “sólo Dios puede dar”,
señala Caín Marchenoir.
En otra
gran novela, El desesperado,
Marchenoir es el personaje principal, es el mismo León Bloy. Aquí, al entrar en
contacto con Clotide Marechal, la protagonista de La mujer pobre, las rudas maneras de Marchenoir han de ceder, han
de profundizarse. Por eso, el hombre que será compañero adecuado de Clotilde ha
de revestir una nueva figura.
Tiende
Bloy a hacer resonar en el interior de cada lector su auténtica dimensión. Esa
dignidad que se muestra en la grandeza con que el hombre puede vivir en la
riqueza y en la pobreza, en la salud o en la enfermedad.
Mujer, pobre, sufriente: así ha querido Bloy a su heroína,
quizá porque así son algunas vidas. Acompañan a Clotilde una serie de
personajes que integran el grupo de los marginados, humillados, ofendidos,
olvidados… el grupo por el que Cristo toma partido. La pobreza, piensa
Clotilde, no puede ser envilecedora “puesto que fue el manto de Jesucristo”.
Hay en La mujer pobre una referencia recurrente
y sólo unas pocas veces explícita a Baudelaire. Me parece una cuestión
interesante; lo he señalado en las notas, pero profundizar en este punto
requeriría más espacio del que disponemos. Como es sabido, este autor cultivó
la correspondencia entre perfumes, sonidos y colores y la “tenebrosa y profunda
unidad” de la naturaleza. La corriente simbolista continuará esa vía intentando
mostrar las secretas afinidades entre el mundo sensible y el mundo
espiritual. Bloy ahonda en
esta idea. Señalaré sólo un detalle: es conocido el libro de Baudelaire Ascuas (Les Épaves). La mujer pobre
está dividida en dos partes: El ascua de
las tinieblas (L’épave des ténèbres), la primera y El ascua de la luz (L’épave de la lumière), la segunda ¿No recoge
esto el itinerario completo, el tránsito de la visión de las sombras a la
visión de la realidad fuera de la caverna, el anhelo de quien ve en el
claroscuro de la hermosura de las criaturas la huella del Amado?
La obra
de Bloy está escrita con jirones de su vida. Es una prosa que no deja
indiferente a ningún lector. En este caso de un modo especial, pues el mismo
Bloy, en la entrada de su diario correspondiente al 17 de diciembre de 1896,
califica a La mujer pobre como el más
importante de todos sus libros, la obra de su plena madurez. Y coinciden en esa
apreciación suya autores como Maeterlinck o los Maritain.
El que
fuera premio Nobel y principal representante del teatro simbolista, el belga
Maurice Maeterlinck, escribió estas líneas dirigidas a Bloy:
“Señor,
acabo de leer La mujer pobre.
Es, a mi juicio, la única obra de nuestros días donde hay señales de genio, si
por tal han de entenderse ciertos destellos en profundidad que vinculan
lo que se ve con lo que no se ve y lo que no se comprende todavía con lo que
algún día se comprenderá. Considerada en un sentido puramente humano, se piensa
involuntariamente en el Rey Lear, sin encontrarse otros puntos de
referencia en las literaturas.
Crea, señor, en mi profunda
admiración”.
Por su parte, la conversión de los Maritain al catolicismo
se debe fundamentalmente al encuentro con León Bloy. Leyeron La mujer pobre,
y quedaron profundamente impactados. Lo recuerdan así: “procuramos y leímos
inmediatamente esta extraña novela, que no se parecía a ninguna otra novela.
Por primera vez nos encontramos ante la realidad del cristianismo”.
Dicho
sea al hilo de lo anterior, son éstas algunas de las razones por las que quien
se ve en la tesitura de escribir un prólogo a La mujer pobre se acoge gustoso a la extendida y benévola costumbre
de muchos lectores de no leer prólogo alguno.
Profundizar,
ir a la raíz, no quedarse a mitad de camino: características de un autor que,
como Bloy, sólo vive cara al Absoluto y se define a sí mismo como Peregrino. La
obra de Bloy surge en un tiempo en que Zaratustra se pasea por Europa proclamando
la aurora de un mundo en el que Dios ha muerto y, por eso, el hombre ha de
transitar una tierra dominada por el hedor del cadáver de Dios, un lugar de
sombras, de tinieblas. El Peregrino del Absoluto profundiza hasta dar con la
luz que produce la sombra en el mundo: Dios ha muerto, sí, pero también ha
resucitado.
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El diseño de la portada es obra de una de las muchas habilidades de Mariano Albaladejo.
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