martes, 19 de marzo de 2013

8.2. Pinocho necesita vestido



Jaime Ballester (2013)

Pinocho, loco de contento, empezó a saltar y hacer cabriolas. Ha obtenido lo que quería, sus pies nuevos. Ahora puede volver a avanzar por el camino de la vida.

No olvida lo prometido: quiere ir inmediatamente a la escuela.

La escuela es símbolo de formación. Pinocho asume así el objetivo de dirigirse hacia su más alta posibilidad. Ha estado al borde del fracaso existencial. Lo ha experimentado muy de cerca y ahora quiere ser un “buen chico”.

No se alcanza una meta elevada simplemente deseándolo. Para llegar a la cima, hay que andar todo el camino. Surgirán obstáculos y habrá que tomar en consideración nuevas necesidades:

«Para ir a la escuela necesito algo de ropa; ho bisogno d’un po’ di vestito».

Pinocho había estado desnudo desde el principio. Pero sólo ahora se da cuenta de esa circunstancia y de la necesidad de cubrirse.

Que hasta ahora haya estado desnudo sin llamar la atención de nadie ni de sí mismo es lo que ocurre de un modo natural con los niños. Nacemos desnudos. Nos visten quienes viven con nosotros. La ropa es, en ese sentido, fruto de un condicionamiento social.

Para algunos, lo que acabo de señalar supone un argumento contra el vestido al entenderlo como algo “artificial” y artificioso y, por tanto, como superficial y engañoso.

No es así. El mismo argumento podría emplearse respecto a otros aspectos: nacemos desnudos, pero también sin habla y sin poder caminar. Gracias a que quienes nos rodean nos hablan aprendemos un idioma concreto y porque se ocupan de nosotros somos capaces de andar erguidos. Lo natural en el hombre es hablar, pero si no recibimos el adecuado “condicionamiento social” no hablaremos. La necesidad del influjo de otros para desarrollar el habla o para vestirnos no es un argumento ni contra los idiomas ni contra la ropa. Y tan natural es tener como lengua materna el español como el francés. Cualquiera de ellas abre a un mundo que es el nuestro, naturalmente.

Por tanto, la cuestión es si, además de la evidente utilidad de proteger del frío, el vestido tiene algún sentido ¿qué nos aporta llevar ropa?

La ropa cubre el cuerpo, abrigándolo. Y también adornándolo. El vestido tiene que ver con el adorno o, lo que es lo mismo, con el modo en que quiero presentarme ante los demás y ante mí mismo. En ese sentido, el uso de la ropa prolonga el cuidado del cuerpo. Arreglar al pelo o las uñas, seguir dieta o hacer deporte significa que queremos dotar a nuestro cuerpo de una determinada apariencia, presentarlo a los demás y a nosotros mismos de un modo que nos guste.

El vestido se inserta así en la dinámica mediante la cual queremos mostrar a los demás y sentir nosotros mismos una determinada apariencia. Conviene caer en la cuenta de que el aspecto externo, la apariencia “superficial”, es importante porque ahí también se muestran aspectos del ser íntimo ya que en todo lo que hacemos comparece lo que somos: «desde cada punto de la superficie de la existencia […] cabe enviar una sonda hacia la profundidad del alma; todas las exteriorizaciones más triviales están finalmente ligadas por medio de líneas direccionales con las últimas decisiones sobre el sentido y el estilo de vida» (Simmel, G., Las grandes urbes y la vida del espíritu).

Por eso, en el empeño por controlar nuestra apariencia, cómo se ve mi cuerpo y cómo “nos sienta” este corte de pelo, este estilo de ropa, estamos mostrando nuestro interés en controlar qué aspectos de nuestra intimidad queremos disfrutar y ofrecer a la consideración de los demás. El adorno del cuerpo no es una frivolidad superficial. Quien es un frívolo trivializará esa dimensión expresiva de lo humano; quien tiene una gran riqueza interior y ame la diversidad, tendrá siempre nuevos aspectos que exhibir y un amplio armario que combine con su variada personalidad; quien prefiere la ropa usada a la que ya “está hecho” y siente cierto rechazo ante los zapatos nuevos, también expresa en esos detalles una preferencia interior.

Cubre el vestido, lo hemos visto, una dimensión utilitaria (calentar) y una referida al control de la expresión de nuestra intimidad en el plano corpóreo. Afecta también a un aspecto que está relacionado con el anterior de un modo importante. Me refiero al pudor.

Es frecuente un enfoque deformado del pudor. Ocurre a veces que se lo aborda desde un puritanismo mojigato y ahí la cuestión es, más que el vestido, qué cubre y qué muestra el vestido. En el extremo opuesto se encuentra otro desenfoque que ve el pudor como un mero condicionamiento social, un engaño del que hay que liberarse para ser más naturales y auténticos.

A mi modo de ver, el enfoque correcto consiste en volver a pensar lo que se ha indicado más arriba respecto al adorno. Voy a indicar brevemente cómo me parece que hay que enfocar la cuestión.

El cuerpo no es pura exterioridad, el cuerpo humano es significativo, expresivo de lo que cada uno es. Cubrir o descubrir según se desee el propio cuerpo equivale a indicar el poder que yo tengo sobre mi cuerpo. Mediante el cuidado de mi cuerpo y la ropa decido cómo quiero ser visto: no soy un animal o un niño expuesto íntegramente a la mirada del otro.

Señala Aristóteles que el pudor es un sentimiento. No una virtud, como será afirmado posteriormente. Es precisamente la “sensación” o el “sentimiento” de tener en mi mano mi propia intimidad y el consiguiente control sobre su exhibición u ocultación. El pudor me hace fuerte porque me da la seguridad de que mi intimidad es mía y de nadie más. Por eso, porque es mía, puedo entregarla a alguien con quien quiera compartirla. Cuando se dice que una mujer es atractiva se está hablando de un poder que reside en ella, de la conciencia de la fuerza que radica en ella en función del cual puede arrastrar (atraer), y ese sentimiento basado en su valía es lo que Aristóteles denomina pudor.

El animal, o el niño, pueden ir desnudos. Pero, una vez descubierta la interioridad y afrontada seriamente, la presencia o ausencia de ropa es significativa. El animal, el niño, no tienen su intimidad (no se tienen, que dirían los clásicos) y, por eso, pueden ir íntegramente desnudos pero ni pueden exhibir impúdicamente su intimidad, ni pueden entregarla y entregarse.

Esto no lo sabe el niño cuando está madurando. Como tampoco sabe de la importancia de la lengua o de andar erguido. Ahí la sabiduría de la vida la tiene el padre que transmite amorosamente a sus hijos lo mejor que ha aprendido de la vida. De modo simple, a veces basta con hacer un
«trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan», atuendo que a Pinocho le parece una maravilla porque le otorga una apariencia fantástica. Le gusta verse así y exclama:

«Parezco un señor: Paio proprio un signore!».

Con esa apariencia señorial ya está en condiciones de seguir su camino, ¿o faltará algo más?

2 comentarios:

  1. Como siempre, superior, querido Ballester !!!
    Tú sí que eres un señor !!!
    Saludos, Carmen

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