martes, 26 de marzo de 2013

8.3. El Abecedario de Pinocho



Jaime Ballester (2013)

Hemos visto cómo Pinocho, tras el tropezón inicial, vuelve a ser ayudado por su padre. Geppetto le rehace los pies y lo alimenta. Con un esfuerzo que cualquier padre realiza gustoso. Por su parte, Pinocho quiere que su padre se sienta orgulloso de él. Quiere convertirse en un “buen chico”.

Quiere ir a la escuela. Necesita en primer término ropa, la conciencia de su valía interior y el poder de mostrarse ante los demás. Quedó aludido que se trata del ámbito de la formación de la intimidad, de la averiguación del sentido de nuestra existencia. Nadie puede vivir una vida humana sin el “vestido” que recibimos en nuestra familia y que iremos retocando, no necesariamente para mejor, a lo largo de nuestra vida.

Geppetto ha cubierto hasta ahora todas las necesidades de Pinocho. Surge una nueva:

«Me falta el Abecedario».

Se necesitan también libros, el Abededario, ¿cómo conseguirlo? Para Pinocho

«Es facilísimo: se va a la librería y se compra».

El hijo ha recibido todo. Para él la vida es así de fácil. Le ha bastado no rechazar lo que le han ido proporcionando. Incluso cuando lo ha estropeado le ha sido repuesto.

Otra es la perspectiva de Geppetto. Cada nuevo don le ha supuesto un generoso sacrificio. Ha hecho los pies, ha alimentado y vestido a Pinocho. Parece que puede conseguir todo con su ingenio. Pero el Abecedario no. No puede.

El Abecedario representa el saber, el aprendizaje conseguido como fruto de una instrucción, el conocimiento obtenido tras el estudio. No el saber de la vida que cada padre intenta transmitir a sus hijos. Se trata de los saberes especializados que van desde la literatura o la matemática hasta la fontanería o la carpintería. Geppetto es carpintero, podría enseñar a Pinocho ese oficio. Pero no la matemática o la cocina: para eso se requiere alguien que posea ese saber y sea capaz de instruir a otros.

Quienes han tomado sobre sí la función de dirigir la formación de otros en ámbitos particulares han sido llamados desde siempre “maestros” independientemente de que su campo fuese la matemática o la danza. Para ser maestro se requiere poseer de modo excelente los conocimientos de su campo, ser una autoridad. Por eso los padres confiaban en él, ponían a sus hijos bajo la dirección de esas personas para que los instruyesen en los dominios a los que la familia no llegaba.

Cuando los Estados modernos asumieron el propósito de facilitar que los ciudadanos pudieran elevar su nivel de conocimientos elaboraron leyes y constituyeron ministerios de Instrucción pública. El objetivo era conseguir que toda la población dispusiera de los conocimientos elementales (leer, escribir, calcular), universalizar la instrucción en ámbitos básicos y a los cuales las familias no podían atender por carecer de tiempo o de saber.

Hay que subrayar que el objetivo era “instruir”, dotar al ciudadano de conocimientos, capacitarlo profesionalmente sin interferir en el modo en que cada uno decidía dirigir su vida.

Mientras esta concepción de la enseñanza fue hegemónica gozamos de centros educativos que eran ámbitos técnico-profesionales donde primaba el conocimiento y la búsqueda de la excelencia. Contamos con prestigiosos profesores seleccionados en función de su maestría, del dominio de su disciplina. A tales centros y tales profesores la sociedad les correspondía con reconocimiento a su autoridad y agradecida confianza.

Tiempo después asistimos a una transformación de los ministerios de instrucción en ministerios de educación. Y al empeño por instruir ha sustituido la pretensión de “educar” entendiendo este término en el sentido de transmitir valoraciones vitales, eso que se denomina con el insípido nombre de “educación en valores”, a lo cual se han añadido otros síntomas de que hace tiempo que se olvidó que la instrucción es el sentido de la enseñanza: la agobiante multiplicación de la burocracia o la proliferación de comisiones de "expertos", observatorios y todo tipo de estructuras donde los profesores raramente participan ya que saben su materia pero, ¡oh, paradoja!, no son "expertos" en educación.

Esta gravísima desviación ha desprestigiado a los profesores, los centros y la enseñanza en su conjunto y, lógicamente, ha debilitado a la sociedad a la que ya no sirve convirtiendo el “derecho a la educación” en “obligación de asistir a la escuela”.

Si la tarea del maestro no es ya transmitir unos conocimientos en los que ha mostrado ser superior a los padres, ¿qué sentido tiene que se les confíe a los niños?

El profesor debe ahora centrar sus esfuerzos en transmitir valores, pero esos valores ¿son los mismos que se transmiten en casa? En ese caso se trata de una innecesaria tarea que, además, viene asociada a que los padres son quienes tienen que instruir a sus hijos asumiendo el trabajo abandonado por los maestros, aquel en que radicaba su prestigio. Si son valores distintos, no se ve por qué habrían de ser mejores que los que cada familia transmite a sus hijos, ni qué derecho pueden tener las escuelas en un sistema no totalitario a inmiscuirse ahí. Lo que sí se ve es por qué los profesores que han estudiado matemáticas o literatura ahora no tienen prestigio: sabrán muchas matemáticas pero eso, dicen los partidarios de este modelo educativo, no es lo importante. Puesto que lo que esos profesores saben no es lo importante y no están preparados para desempeñar la tarea que esa nueva escuela les demanda, son claramente incompetentes y se hallan al arbitrio de los “expertos” en educación que no saben nada de matemáticas y cuya misión se denomina “comisarios políticos” en aquellos regímenes en los que ese modelo educativo encaja plenamente.

La práctica educativa que se ha extendido entre nosotros ha generado, resumo, descrédito para los profesores, justificada falta de confianza de la sociedad en sus maestros, alumnos que son la viva imagen del “buen salvaje” roussoniano: muy conformistas, muy dóciles a los valores que se les han inculcado; fácilmente irritables y, por tanto, manipulables contra cualquiera que les niegue la satisfacción de sus necesidades; poco instruidos y, por tanto, con escasa capacidad para salir de ese círculo vicioso en que la analfabeta “educación en valores” les ha postrado.

Asistimos a una lucha formidable entre los dos modelos de educación irreconciliables: el modelo totalitario y el modelo basado en la instrucción y respeto a la libertad.

Hay que recuperar la idea de que Geppetto transmite a su hijo no sólo la vida y el alimento, sino también los “valores”, lo que él ha aprendido de la vida, lo que considera que confiere sentido a la existencia. Geppetto puede ser analfabeto, pero sí sabe qué hay que hacer para que la vida valga la pena ser vivida. Y envía a Pinocho a la escuela para que aprenda el Abecedario gracias a la instrucción de un maestro competente.

Esta concepción coloca a cada uno en su lugar, a la familia y a la escuela. Y también a Pinocho. Porque el niño no sabe nada de la vida y por eso necesita ser guiado por la autoridad paterna; ni tampoco sabe nada del alfabeto y por eso necesita ser guiado por la autoridad del maestro. Así, el maestro transmite su saber con autoridad, y el padre transmite valores con autoridad. Cada uno en sus respectivos ámbitos.

Las sociedades libres no son homogéneas, sólo en los rebaños animales y en las sociedades totalitarias sus componentes viven según idénticos valores porque no hay libertad. Geppetto no tiene los mismos valores que maese Cereza. Precisamente por eso no seremos miembros de un rebaño sino ciudadanos de una sociedad plural, con más campo de juego para la inteligencia y la libertad.

Esta es la perspectiva que tiene ante sí Pinocho una vez que Geppetto le consigue el Abecedario. Para eso ha tenido que vender su casaca en pleno invierno, pero considera que vale la pena. Pinocho, al comprender el sacrificio de Geppetto,

«saltó al cuello de Geppetto y empezó a besarle toda la cara».

2 comentarios:

  1. ¡¡¡ Magnífico, Maestro !!!
    Saludos, Carmen

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    1. Sigues mirándome con buenos ojos, y yo no puedo sino agradecértelo.
      Pero por decir estas cosas he recibido hasta amenazas. Insultos, por supuesto, porque los de la "educación en valores" se las traen. En un par de días cuelgo un artículo que publiqué hace tiempo y que me valió la nominación a un viaje y larga estancia por el extranjero, concretamente por Siberia.
      Gracias

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