“El liberalismo es una posición esencialmente egoísta, sólo
defiende la propiedad del individuo, volviendo así la espalda a la “hipoteca
social” que tiene la riqueza”. Así me saludó recientemente un conocido. En plena
calle, en pleno rostro.
Ya entiendo yo que la cuestión de la propiedad privada es
difícil. Más complicado aún después de un siglo como el XX, de continuo éxito
del colectivismo en sus diversas variantes y secuelas: de la saga de los Castro
al gorila rojo expropiador pasando por los gulags y otros modos de reeducar a
los egoístas recalcitrantes.
La propiedad parece ser una cuestión decisiva, una especie
de Rubicón entre los planteamientos liberales y los paraísos del colectivismo: unos
sin nada de propiedad, otros con propiedad pero no privada, otros que sí
toleran la privada pero poco (versión política de “la puntita nada más”, en
suma).
La versión light
del totalitario colectivista con su tufillo de intelectual engagé, el pijoprogre, despotrica del mercado, los negocios y el
sucio dinero cuando el trabajo, la empresa y el dinero no son suyos, claro.
Porque hasta el más izquierdista se pone de los nervios si se nos ocurre cantar
en la ducha sin pasar por la caja de la Sgae:
¡Qué hombres!, que diría el Víctor Manuel de antaño.
Cuando la Logse no había empezado a destruir
sistemáticamente la enseñanza y la educación, cualquiera distinguía entre lo
sustantivo y primario (la riqueza) y lo adjetivo (legítima o ilegítima). Y
sabíamos que lo sustantivo estaba muy bien.
La gente de valía se esfuerza por trabajar logrando así
dinero y conciencia de su propia dignidad, que es lo que tiene ganarse el pan
con el sudor de la propia frente. Hay también quien pretende que lo único
sustantivo es lo adjetivo, que hay que dejarse de filosofías y principios (o,
en la formulación marxista: “Estos son mis principios y, si no le gustan, tengo
otros”), que es como decir que sólo lo secundario es principal y, claro, se
conforma con pillar vía subvención, sobre, Ere, liberación sindical, o
emolumento por aconsejar al Observatorio, observar al Consejo o arrejuntarse en
la Platajunta, que si no nos inquietan los principios no vamos ahora a ponernos
melindrosos con las cosas del comer. Eso sí, con la cabeza alta, la
superioridad moral en el porte y los valores permanentemente colgando de los
labios como el pitillo de Lucky Luke
antes de que la inquisición políticamente correcta lo mandara a mascar hierba
como Jolly Jumper.
Que unos adquieran propiedad y riqueza con el sudor de su
frente y otros lo hagan con el hedor de sus actos no dice nada sobre la
propiedad en sí sino sobre la calidad de los poseedores. Y eso explica que
quienes han hecho dinero trabajando o creando empresas que dan trabajo a otros,
en vez de hablar de “hipoteca social”, valores y otros mantras del humanismo
comunitario, son generosos, ayudan al que se lo merece o está en mala situación
a su pesar (o no, que el dinero es suyo y son libres); mientras los
profesionales de la labia solidaria lo único que dan gratis es la tabarra de
sus discursos generadores de mala conciencia para los demás.
Sin olvidar, claro, otro aspecto de la cuestión: que la
apropiación puede ser fraudulenta. En el espacio público, la corrupción acaba
casi siempre teniendo algo que ver con apropiación indebida.
Y contra eso, contra el fraude, caben medidas punitivas,
judiciales, cuando se ha cometido el delito y atrapado al delincuente. Que el
que la ha hecho, la pague; faltaría más. Y eso es necesario para recuperar
confianza en el sistema.
Cuestión delicada esta de recuperar la confianza. Quizá
hubiera sido mejor poner los medios para que no se perdiese. Quizá, incluso,
estemos a tiempo de hacer algo en esa dirección.
La sinvergonzonería, el fraude, el mangoneo ¿no se verían
dificultados si hubiese transparencia? Porque en los tiempos que corren, con
las posibilidades que la sociedad de la información pone a nuestro alcance,
¿qué impide que las cuentas públicas sean públicas? ¿quién se opone a que se
sepa en qué se gasta y con qué resultados lo que ha salido del bolsillo de los
contribuyentes?
Si, pongo por caso, todos pagamos los gastos de la enseñanza
¿qué impide que sepamos los sueldos del conserje o del maestro, el monto de la
factura de la luz o limpieza de los centros, los resultados de las evaluaciones
de diagnóstico o de las pruebas de selectividad? Ya sabemos qué pasa cuando en
un banco no están las cuentas claras ni me dan las explicaciones que les
solicito, ¿por qué habría de ser distinto cuando hablamos de la educación de mis hijos? Eso huele a estafa hasta en la forma.
La falta de transparencia en la que estamos puede significar
que el sistema es corrupto, que se hacen mal las cosas, que se dilapida el
dinero al margen de la “hipoteca social” del mismo. Y esto es grave. Pero hay
otra posibilidad más. Los padres no suelen abrumar a sus hijos pequeños con el
dinero que cuesta la ropa, los libros, la peonza o las muñecas de Famosa. Los
menores no tienen más opción que confiar en que los adultos que los tienen a su
cargo harán bien las cosas. Y esa parece ser la mentalidad de ciertos
gobernantes: los ciudadanos, capaces de pagar (eso sí) pero incapaces de
interpretar la realidad, han de dejar eso en manos de los dirigentes. En mi
Bachillerato esto era algo así como “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Dos opciones, pues, o no son de fiar o bien consideran que
la gente, chusma o populacho no somos de fiar. Falta confianza por alguna
parte, pues.
Y yo me pregunto si la falta de listas abiertas en los
partidos significará que tampoco se fían de sus afiliados, ni de sus votantes.
¿Cómo pretenderán, entonces, generar confianza?
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