El disputado voto del murciano
Manuel Ballester
Nadie ignora que el jueves pasado se batieron (que eso es
de-batir) quienes aspiran a presidir la Comunidad autónoma.
Lo organizó Ucomur, la Unión de cooperativas de trabajo
asociado que dirige Juan Antonio Pedreño y que es un pilar de la denominada
"economía social".
Una de las preguntas, quizá por cortesía o por influencia de
la organización, interrogó a los candidatos sobre cómo veían la economía
social. Todos se deshicieron en elogios respecto al trabajo cooperativo, esa
argamasa de gente que se arremanga y pone en juego su dinero y su futuro bregando
para salir adelante y hacer prospera la sociedad. Con el flamante nombre de
"emprendedores", todos estuvieron de acuerdo en apoyarla.
A mí siempre me han fascinado los consensos, la verdad. Pero
hay algo que me fascina más aún: el poder de las palabras. Imagínense por un
momento que, a los "emprendedores" les cambiamos el nombre y les
llamamos como se hacía hasta hace poco en español: empresarios. ¿Seguiría el
consenso? Es como, ¿se acuerdan? aquel que decía que no había
"parados" sino "buscadores de empleo" y asunto arreglado.
Pero el rizo se puede rizar más. Porque todos se mostraron
partidarios de la economía social cuando la cooperativa se centra en la
elaboración y exportación de esparteñas o paparajotes congelados, pongo por
caso. Pero cuando en vez de eso, la cooperativa instruye alumnos, educa a los
ciudadanos del mañana; cuando, en una palabra, la economía social monta un
colegio ¿qué pasa? Se acabó el consenso. No sabemos si los de IU son de Marte y
los de Podemos de Venus o la inversa,
pero donde uno dijo que quien quiera ganar dinero que se haga funcionario o se
dedique al cultivo del alcacil pero con eso de la educación no se puede hacer
negocio, el otro nos hizo el amable regalo de la claridad y dijo que ni hablar
de concertar incluso que hay que convertir en funcionarios a los profesores de
la concertada.
¿A qué viene la excepción en el caso de la enseñanza? No
entiendo que uno no pueda ganarse la vida trabajando para que sus alumnos
aprendan. No entiendo que si alguien es competente y consigue que sus alumnos sepan,
se le niegue el derecho a montar una empresa y llamarla así.
Tengo para mí que ahí se produce un cortocircuito en el
razonamiento a causa del estatuto quasi-religioso que algunos otorgan a "lo
público". Decía Pablo Iglesias recientemente que la izquierda tiene que
dejar de ser una religión y pasar a ser un instrumento. No sé qué le iría peor
porque a los instrumentos hay que juzgarlos por sus resultados. En cualquier
caso, está claro que lo "público" es algo sagrado para la izquierda. Como
el maná o la lluvia, cae del cielo y dar dinero público a un centro concertado
es robar a la pública, derivar el agua de la lluvia pública al patio de mi
casa, que es particular.
El candidato de Ciudadanos
en Murcia no es Albert Rivera. Quizá el equipo de trabajo sea competente. No lo
sabemos porque Miguel Sánchez debe estar todavía buscando el papel que le
habían escrito. Con más actuaciones como la del jueves seguramente asistiremos
a un reflujo hacia UPyD de quienes emigraron a Ciudadanos.
El candidato de UPyD fue un descubrimiento. Transmitió la sensación
de ser un erudito y una persona honesta: a diferencia de otros con los que
discrepo, da la impresión de acoger a las personas para discrepar de las ideas.
Me gusta su estilo: ¡Qué buen vasallo, si hobiese un buen señor!, lástima que
milite en un partido agotado, que no otra cosa es ya UPyD. Cesar Nebot, un
diamante en bruto que comparte el error de la izquierda con la ventaja de que
explicita los principios. Habló, concretamente, del principio de
subsidiariedad. Veámoslo.
A la izquierda se le llena la boca diciendo que hay que hacer
política pensando en las personas, potenciarlas, apoyarlas pero, claro, siempre
que esas personas no cometan la temeridad de querer dedicarse a la enseñanza y,
encima, pretendan ganarse la vida con eso. Apoyar a las personas, sí, pero a
condición de que no pretendan que lo que pagan de impuestos les dé derecho a
elegir según qué tipo de educación para sus hijos. Porque los impuestos que
pagamos todos (lo público, ya saben) sólo ha de servir para financiar cierto
tipo de educación. Y es ahí donde la izquierda se apoya en el principio de
subsidiariedad del modo diametralmente opuesto a como lo hace el sentido común.
De su errónea aplicación se desprende que las personas tienen un papel
secundario, subsidiario, cuando se trata de la constitución, mantenimiento y
elección de los centros en que se educan sus hijos. Pues es lo contrario: las
personas primero, la libertad de la gente para crear centros, trabajar en ellos
o enviar a ellos a sus hijos, primero. Y el dinero de todos (el que estaba en
los bolsillos privados antes de que el Estado lo sustrajese vía impuestos) ha
de aplicarse para apoyar esa actividad no más que la fabricación de cerveza de
trigo, pero tampoco menos. Y, claro, el Estado ha de garantizar que todos tengan
las mismas oportunidades de educarse o, lo que es lo mismo, ha de tomar el
papel subsidiario respecto a la iniciativa de las personas individuales y
suplir (que eso es ser subsidiario) construyendo centros donde no los haya.
En este punto sólo Pedro Antonio fue coherente hasta el
final. Como todos, defendió la economía social. Junto a algunos, fue partidario
de apoyar a la concertada. Pero fue el único en defender claramente la libertad
de las familias para elegir cómo quieren que se eduquen sus hijos. Añadió que
la petición unánime de control y transparencia de los asuntos públicos hay que
hacerla también cuando los asuntos públicos son la enseñanza: no hay que
publicar sólo cuánto se gasta en luz el ayuntamiento de una pedanía de 123
habitantes o la letra chica de la contrata para pintar el
palo de la bandera, que también, sino que hay que publicar cuánto nos cuesta
cada puesto escolar en la pública y en la concertada y qué resultados se
obtienen en cada caso.
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