miércoles, 13 de octubre de 2021

Suicidio o sentido

 


Suicidio o sentido

 

Entusiasmo por la realidad (8)

 

 

Manuel Ballester

 

 

Al parecer quienes viven en las zonas más frías del planeta hablan lenguas que usan bastantes nombres distintos para referirse a lo que quienes vivimos en zonas cálidas llamamos simplemente “nieve”.

Esta obviedad tiene que ver con la realidad (la nieve, decimos en español) y con la funcionalidad del pensamiento (y el lenguaje que lo expresa). Para quien vive en Cuba no tiene ningún sentido usar diez palabras distintas para referirse a la nieve. La nieve y la libertad son tan escasas que no tiene sentido pararse a matizar si hablamos de la nieve recién caída o la ya consolidada o si la libertad de pensamiento es coextensiva con la libertad de expresión. Nieve y libertad, con eso bastaría para echar a andar.

Decía Ortega que «las lenguas cortan el volátil del mundo según un arte cisoria distinta» que es otro modo de decir que las palabras y los conceptos son modos de organizar, de “trocear” (“cortar el volátil de”) el mundo para hacerlo comprensible, que es de lo que se trata.

Hay como un fuerte instinto que nos empuja hacia la comprensión de las cosas. Necesitamos entender. La frase inicial de la Metafísica de Aristóteles recoge esa idea: «Todos los hombres desean saber por naturaleza». Cuando entendemos algo obtenemos el descanso propio de la satisfacción de una necesidad natural: un placer, vamos. En el mismo orden que beber sacia la necesidad de agua.

En la Metafísica Aristóteles trata de entender cuál es el fundamento (arjé y aitia, lo llamaron en griego) de lo que aparece ante nuestros asombrados ojos: una naturaleza dinámica, siempre cambiante (como un río, como los ciclos día-noche, como las estaciones, como hombres que nacen y mueren…). Asombro, fascinación, gozo del descubrimiento y la comprensión. Eso fue en su inicio aquella aventura que hoy llamamos filosofía y que conecta con la más íntima necesidad humana: comprender, entender el mundo en el que vivimos.

Una tesis distinta parecen mantener parte de los pensadores modernos. Una postura diferente parece haberse instalado en la vida de no pocos de nuestros contemporáneos. Veámoslo. A ver si, al menos, somos capaces de entenderlo.

Leemos muy al comienzo de El mito de Sísifo, de Camus, que la comprensión del mundo, de su fundamento, «si el mundo tiene tres dimensiones», está bien pero «es un juego», un entretenimiento. Nada serio ni urgente. Lo serio, lo importante es otra cosa: «juzgar si la vida vale la pena ser vivida o no».

Si vale la pena, entonces vivamos, disfrutemos, juguemos… el juego de la metafísica, de la física o del escondite, poco importa. Si no vale la pena, entonces la alternativa es clara: «sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».

Si aceptamos la alternativa de Camus, habría que concluir que la sociedad occidental (opulenta y terapéutica), que registra unas tasas de suicidio (y de suicidio en gente joven, con toda la vida por delante) inéditas en la historia de la humanidad, ha perdido el norte. O bien nuestra cultura ha concluido positivamente que la vida carece de sentido o bien no hay clara conciencia de ese problema y vive en un estado de inercia o letargo: sólo gente egregia, como Camus, sentiría esa urgencia.

Gente como los Maritain. Siendo jóvenes universitarios se sintieron vivamente interpelados por el dilema de Camus: o sentido o suicidio. Filósofo él, poetisa ella, jóvenes, apasionados: tomaron la determinación de acotar el tiempo. Si a final de ese curso académico no habían averiguado si la vida tenía o no sentido, se suicidarían juntos.

Entender, decíamos, significa organizar unitariamente una serie de cualidades según un rasgo común (nieve o nieve-recién-caída). Así se produce la comprensión. De otro modo, aún viendo los detalles, no hay visión sino dispersión (“caos de sensaciones” le llama Kant).

Entender el sentido de la vida es caer en la cuenta de que hay un plan. Que nuestra existencia no es fruto del azar que viene de la nada y vuelve al polvo. Moriremos, naturalmente. Seremos polvo y ceniza, claro. Pero ¿tendrán sentido? ¿Habrá valido la pena?

 Si la obra teórica de Aristóteles se inicia constatando que todos tendemos naturalmente al saber, su obra práctica se construye sobre otra constatación: «todos los hombres desean naturalmente la eudaimonía». La eudaimonía es y no es la felicidad. Es, más bien, la vida plena, la vida que corresponde a la realización de nuestras mejores y más nobles decisiones. Y poco después, en la misma Ética a Nicómaco, señala Aristóteles que «no investigamos para saber qué es bueno, sino para ser buenos».

La actividad intelectual (propia del ser racional que es todo hombre) genera comprensión y gozo. La acción humana ética genera transformación: no somos todavía todo lo buenos que podemos ser. Nuestra vida tiene sentido. Hallarlo y realizarlo es la tarea más fascinante y propiamente humana que tenemos entre manos: Transformarnos en nuestra mejor posibilidad. Lo demás, lo dice Camus, es un juego.


Publicado en Letras de Parnaso, nº 70, octubre 2021, pp. 16-17

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