Suicidio o sentido
Entusiasmo por la realidad (8)
Manuel Ballester
Al parecer quienes viven en las zonas más frías del planeta
hablan lenguas que usan bastantes nombres distintos para referirse a lo que
quienes vivimos en zonas cálidas llamamos simplemente “nieve”.
Esta obviedad tiene que ver con la realidad (la nieve, decimos en español) y con la funcionalidad del pensamiento (y el lenguaje que lo expresa). Para quien vive en Cuba no tiene ningún sentido usar diez palabras distintas para referirse a la nieve. La nieve y la libertad son tan escasas que no tiene sentido pararse a matizar si hablamos de la nieve recién caída o la ya consolidada o si la libertad de pensamiento es coextensiva con la libertad de expresión. Nieve y libertad, con eso bastaría para echar a andar.
Decía Ortega que «las lenguas cortan el volátil del mundo según un arte cisoria
distinta» que es
otro modo de decir que las palabras y los conceptos son modos de organizar, de
“trocear” (“cortar el volátil de”) el mundo para hacerlo comprensible, que es
de lo que se trata.
Hay como un fuerte instinto que nos empuja hacia la
comprensión de las cosas. Necesitamos entender. La frase inicial de la Metafísica de Aristóteles recoge esa
idea: «Todos los hombres desean saber por naturaleza». Cuando entendemos algo
obtenemos el descanso propio de la satisfacción de una necesidad natural: un
placer, vamos. En el mismo orden que beber sacia la necesidad de agua.
En la Metafísica
Aristóteles trata de entender cuál es el fundamento (arjé y aitia, lo llamaron
en griego) de lo que aparece ante nuestros asombrados ojos: una naturaleza
dinámica, siempre cambiante (como un río, como los ciclos día-noche, como las
estaciones, como hombres que nacen y mueren…). Asombro, fascinación, gozo del
descubrimiento y la comprensión. Eso fue en su inicio aquella aventura que hoy
llamamos filosofía y que conecta con la más íntima necesidad humana:
comprender, entender el mundo en el que vivimos.
Una tesis distinta parecen mantener parte de los pensadores
modernos. Una postura diferente parece haberse instalado en la vida de no pocos
de nuestros contemporáneos. Veámoslo. A ver si, al menos, somos capaces de entenderlo.
Leemos muy al comienzo de El mito de Sísifo, de Camus, que la comprensión del mundo, de su
fundamento, «si el mundo tiene tres dimensiones», está bien pero «es un juego»,
un entretenimiento. Nada serio ni urgente. Lo serio, lo importante es otra
cosa: «juzgar si la vida vale la pena ser vivida o no».
Si vale la pena, entonces vivamos, disfrutemos, juguemos… el
juego de la metafísica, de la física o del escondite, poco importa. Si no vale
la pena, entonces la alternativa es clara: «sólo hay un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio».
Si aceptamos la alternativa de Camus, habría que concluir
que la sociedad occidental (opulenta y terapéutica), que registra unas tasas de
suicidio (y de suicidio en gente joven, con toda la vida por delante) inéditas
en la historia de la humanidad, ha perdido el norte. O bien nuestra cultura ha
concluido positivamente que la vida carece de sentido o bien no hay clara
conciencia de ese problema y vive en un estado de inercia o letargo: sólo gente
egregia, como Camus, sentiría esa urgencia.
Gente como los Maritain. Siendo jóvenes universitarios se
sintieron vivamente interpelados por el dilema de Camus: o sentido o suicidio. Filósofo
él, poetisa ella, jóvenes, apasionados: tomaron la determinación de acotar el
tiempo. Si a final de ese curso académico no habían averiguado si la vida tenía
o no sentido, se suicidarían juntos.
Entender, decíamos, significa organizar unitariamente una
serie de cualidades según un rasgo común (nieve o nieve-recién-caída). Así se
produce la comprensión. De otro modo, aún viendo los detalles, no hay visión
sino dispersión (“caos de sensaciones” le llama Kant).
Entender el sentido de la vida es caer en la cuenta de que
hay un plan. Que nuestra existencia no es fruto del azar que viene de la nada y
vuelve al polvo. Moriremos, naturalmente. Seremos polvo y ceniza, claro. Pero ¿tendrán
sentido? ¿Habrá valido la pena?
Si la obra teórica de
Aristóteles se inicia constatando que todos tendemos naturalmente al saber, su
obra práctica se construye sobre otra constatación: «todos los hombres desean
naturalmente la eudaimonía». La eudaimonía es y no es la felicidad. Es,
más bien, la vida plena, la vida que corresponde a la realización de nuestras
mejores y más nobles decisiones. Y poco después, en la misma Ética a Nicómaco, señala Aristóteles que
«no investigamos para saber qué es bueno, sino para ser buenos».
La actividad intelectual (propia del ser racional que es
todo hombre) genera comprensión y gozo. La acción humana ética genera transformación: no somos todavía todo lo
buenos que podemos ser. Nuestra vida tiene sentido. Hallarlo y realizarlo es la
tarea más fascinante y propiamente humana que tenemos entre manos:
Transformarnos en nuestra mejor posibilidad. Lo demás, lo dice Camus, es un
juego.
Publicado en Letras de Parnaso, nº 70, octubre 2021, pp. 16-17
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