El umbral en su contexto
Manuel Ballester
Todo umbral apunta a una transición, un paso de un ámbito a
otro. Y da igual que el umbral sea físico o metafísico, esencial o existencial.
El umbral es límite entre mundos. Integra en sí la contradicción ya que une y
separa a la vez. No impide radicalmente el paso, pero supone una cierta
dificultad.
Quizá su índole contradictoria sea lo que explique su carácter huidizo. Es zona de sombra. De umbría e incertidumbre. Objetivamente, no es un muro pero eso no impide que algunas personas, en algunos momentos, ante ciertos límites, experimenten subjetivamente una gran incapacidad.
Seguramente fue Platón de los primeros en señalar que
atravesar el umbral supone un deslumbramiento, una ceguera momentánea. Y da
igual que se cruce el umbral para ir hacia mayor luz o hacia un ámbito más
oscuro, para entrar o salir de la cueva. El efecto es la desorientación momentánea.
Y la desorientación genera desasosiego. Situarse ante el umbral, es vivir con
un cierto temor.
El desasosiego, el temor, se produce cuando el individuo
entiende que el terreno firme que pisa se va a terminar. La pérdida es segura.
Lo que encontrará al otro lado, no tanto. De ahí que no es lo mismo cruzar el
umbral solo y sin amparo que hacerlo en un contexto de acompañamiento y acogida
que son otros tantos términos para decir arraigo y seguridad.
Por otra parte, puesto que la vida es dinamismo y avance, es
necesario cruzar ciertos umbrales. Forma parte de la vida, por tanto, el
desasosiego, el temor. Y su superación.
Hay un intento de evitar esa inquietud “domesticando” el
tránsito, haciéndolo pasar por los canales de la cotidianidad. Eso son, si no
yerro, los denominados “ritos de paso”.
Se trata, si lo pensamos bien, de procesos típicos de
atravesamiento de umbral. En sí mismos son rituales de iniciación, es decir,
una serie de actividades protocolariamente establecidas (hábitos, costumbres)
mediante los cuales se introduce a un individuo en un nuevo ámbito de su
existencia. La literatura antropológica ofrece una prolija recopilación de
ritos que, para quienes no pertenecen a la cultura objeto del relato, resultan
punto menos que pintorescos.
A modo de ejemplo, podemos referirnos al célebre rito de la tribu Sateré-Mawé, en Brasil, donde los chicos
adquirieren su condición de adultos al cumplir 13 años sometiéndose al rito de
iniciación de las hormigas bala (llamadas así porque su picadura duele como una
bala). Cada chico ha de ir a la selva y capturar las hormigas. El líder de la
tribu las sumerge en una solución que las duerme. Se incrustan en unos guantes.
Cuando se despiertan, comienza la iniciación: los chicos han de llevar los
guantes puestos durante unos 10 minutos. Por supuesto, sin gritar ni manifestar
dolor de ningún modo.
En cualquier caso ocurre que en el rito de paso, en el cruce
del umbral, cada individuo se enfrenta a su destino, está ante una encrucijada
vital. Y, en cierto sentido, está solo. Hay, por tanto, miedo a la soledad y
temor al paso que se ha de dar.
Esta soledad se da incluso en situaciones en las que el rito
afecta a varios simultáneamente. Pensemos en el ritual matrimonial que, como
todo rito de paso, es un paso de umbral que constituye la entrada en un “mundo”
nuevo. Supone la “muerte” como persona dependiente de sus padres para “nacer”
como persona autónoma y responsable de una nueva familia: mundos distintos,
como decíamos.
En cierto sentido, pues, en el rito de paso es un solo
individuo quien cruza el umbral (aún en el caso del matrimonio, es cada
individuo el que realiza el tránsito hacia la nueva dimensión de su
existencia), me parece importante señalar que esa muerte y posterior
nacimiento, ese paso de un ámbito a otro, no es tan temible porque se realiza
en un contexto comunitario. Quienes cruzan el umbral están arraigados en un grupo
humano del que pueden fiarse, con otros que han dado ese paso antes que ellos,
que estarán a su lado, que los apoyarán: el umbral produce desorientación,
desasosiego, pero la confianza en la comunidad de referencia mitiga ese
desasosiego.
Las sociedades humanas son típicamente abiertas. Integran
hábitos, costumbres, normas, reglas de funcionamiento… y ritos y rituales; pero
lo específicamente humano es integrarlos creativamente, inteligentemente. Quizá
sea Bergson quien más acertadamente haya escrito sobre este particular en Las dos fuentes de la moral y de la
religión. Que el individuo viva los ritos de paso en una sociedad abierta
significa que actúa inteligentemente, es decir, apoyándose en los lazos de
afecto, como son típicamente las relaciones familiares; en las redes de
confianza, como son típicamente las relaciones de amistad. Quien vive así la
vida, se sabe objeto de afecto y confianza; es individuo y atraviesa los mismos
ritos, umbrales, sobresaltos y dificultades que cualquiera; pero, eso sí, se
sabe apoyado y acompañado. El arraigo (l’enracinement,
de Simone Weil) permite afrontar el paso con desasosiego, incertidumbre pero
sin temor.
Subrayo que es el arraigo, es decir, una inserción orgánica
y armónica en la comunidad, lo que permite al individuo convertirse en persona
que afronta con aplomo los retos de la existencia atravesando los límites que
lo colocan al otro lado del umbral, en un plano superior de existencia.
Si bien las tradiciones, los rituales, las normas sociales,
son obra colectiva, herencia de las generaciones que nos han precedido en el
teatro del mundo, la inteligencia no puede sino ser individual. El individuo
inteligente recibe, valora y, por eso, asume y transforma. Sin embargo, estamos
en un momento de la historia de la humanidad tremendamente paradójico en el que «la sustitución de la actividad consciente de los individuos
por la acción inconsciente de las muchedumbres es una de las principales
características de la edad actual» (Gustave Le Bon, Psychologie des
foules).
La integración en la masa, en el rebaño, se hace a costa de
la despersonalización: «por el simple
hecho de formar parte de una masa organizada, el hombre desciende muchos grados
en la escala de la civilización. Aislado, quizá era un individuo cultivado; en
masa, es un bárbaro, es decir, un instintivo. Tiene la espontaneidad, la
violencia, la ferocidad y también el entusiasmo y el heroísmo de los seres
primitivos» (Le Bon).
El
individuo individualista y despersonalizado que integra las masas modernas no
tiene nada que ver con la personalidad poderosa que se ha forjado gracias al
arraigo, el afecto, en relación con su familia, amigos, tradición. El individuo
arraigado es persona que va construyendo su vida en inteligente diálogo con la
tradición, cruzando con sobresalto y confianza los distintos umbrales que son
etapas de crecimiento. Se pregunta Ortega, en ese sentido: «¿Pueden las masas, aunque quisieran, despertar a la
vida personal?» (La rebelión de las masas).
Es
un lugar común trivial señalar la indigencia del hombre masa, su
autosuficiencia, su primitivismo: «El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de
proyectos y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus
posibilidades, sus poderes, sean enormes» (Ortega), rasgos propios de quien ha
abandonado la conducción inteligente de su propia vida en manos de quien quiera
manipularle y, si «el lenguaje de
la razón se caracteriza por ser humilde» (Kant, De los deberes relacionados con el estamento intelectual), el
lenguaje del hombre masa es soberbio y agresivo.
Es, en el mismo sentido, también lugar común señalar lo contrario respecto al
hombre arraigado: «Las
inteligencias entera y exclusivamente abandonadas y entregadas a la verdad no
son utilizables por ningún ser humano, incluido aquél en quien residen» (Simone
Weil, Carta a Françosis-Lousis Closon, 26 julio 1943).
Mi tesis es, en definitiva,
que hay una diferencia abismal entre quien cruza un umbral arraigado en una
comunidad abierta (Bergson) y quien se enfrenta a esos ritos y esos retos desde
la altivez de su pretendida individualidad, tan similar a todos los individuos
que lo rodean, que ignora de su vida hasta lo más importante: que, en vez de
aspirar a ser único o ser “como los demás” (tanto da), puede aspirar a hacer de
su vida algo grande, magnífico; quien no lo sabe, pertenece (lo sepa o no) a un
rebaño. Así lo insinúa Ortega cuando afirma que «masa
es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones
especiales, sino que se siente "como todo el mundo" y, sin embargo,
no se angustia» (La rebelión de las masas).
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