La familia de Bernarda Alba
Manuel Ballester
Quizá no haya familias perfectas. La nuestra, en cualquier
caso, no lo es. Por otro lado, la familia en la que hemos crecido (esa familia
concreta, imperfecta) ha influido poderosamente en nuestro modo de entender el
mundo o, lo que es lo mismo, ha condicionado que nuestra vida haya sido más o
menos alegre y feliz.
La familia es, por tanto, asunto serio ¿hay algo más serio
que lo que hace posible una vida alegre y feliz?
Federico García Lorca (1898-1936) escribió el mismo año de su muerte La casa de Bernarda Alba, obra que no llegó a ver en el teatro. Sería representada por primera vez en Argentina, por la compañía de Margarita Xirgu en 1940.
Sobre esta breve obra se ha escrito mucho. Se ha dicho que
es un drama de las mujeres de los pueblos de España, que representa a un tipo
de mujer que es víctima y verdugo a la vez, que lleva a escena una sensualidad
enrarecida y una sexualidad reprimida, que refleja una diferencia en las vidas
de pobres y ricos. Y algo de todo eso hay en la obra y en la vida (si es que,
al final, no son lo mismo). En estas líneas vamos a subrayar un aspecto que
también está presente y que, a nuestro juicio, es el fundamento del resto de
los asuntos que aparecen en la obra y en la vida.
El título alude a la “casa” de Bernarda Alba. Y aquí “casa”
equivale al mundo en el que discurren las vidas de quienes conviven con
Bernarda. Todas son mujeres: sus hijas y criadas. No hay hombres en escena: se
habla de ellos (de uno de ellos en especial) pero no pisan los muros del
castillo de Bernarda.
El primer hombre que no aparece es el marido y padre de
cuatro de las cinco hijas de Bernarda. La obra se abre con las criadas hablando
del funeral: «Buen descanso ganó su pobre marido» pero, cuestionan las criadas,
¿qué va a ocurrir ahora que no está él para suavizar a Bernarda?
Y ahí empiezan a hablar del carácter de la señora de la
casa. «¡Mandona¡ ¡Dominanta!», «Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de
sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le
cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara».
Bernarda tiene sobre sí misma una opinión muy similar: «Aquí
se hace lo que yo mando». Y se lo deja muy claro a sus hijas: «¡No os hagáis
ilusiones de que vais a poder conmigo! ¡Hasta que salga de esta casa con los
pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro!», «en esta casa […] mi
vigilancia lo puede todo».
Bernarda tiene claras sus prioridades: «Yo no me meto en los
corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar».
La casa es un castillo en el que el poder absoluto lo
ejerció Bernarda sobre su marido y lo ejerce ahora sobre sus hijas y criadas. O
eso intenta y eso quiere creer Bernarda. Dice: «nací para tener los ojos
abiertos» pero hay muchas cosas que no ve. No se da cuenta de que la criada «le
ha abierto la orza de chorizos», ni de con quién se ven sus hijas dentro y
fuera de la casa, ni de qué tipo de vida llevan.
Se trata de una relación basada en el poder sobre los otros.
Es una relación de dominio que supone el sometimiento o, como dice la criada:
«no has dejado a tus hijas libres» y, como ocurre en este tipo de relaciones,
«en cuanto las dejes sueltas se te subirán al tejado».
Bernada construye una casa, una fortaleza, que encierra a
sus hijas para intentar que brillen ciertos valores (el luto, el recato, el
esfuerzo) y contempla con “sonrisa fría” que va consiguiéndolo. Pero es una
casa, no un hogar.
Un hogar es un ámbito en el que la relación fundamental no
es el poder sino el amor. En un hogar hay valores, por supuesto. Pero no son
muros que aprisionan sino caminos por los encauzar la vida de modo que la hagan
más plena, alegre y feliz. Los padres ofrecen su sabiduría que los hijos
libremente rechazan (con pena de los padres) o aceptan. Pero en la relación
familiar se quiere a todos (a los que obran bien y a los que no). Porque el
amor no está condicionado a la realización de los valores; lo importante, lo
que es querido, son las personas.
Bernarda intenta asegurar, controlar, imponer y dominar. Quiere
eliminar el riesgo que, al final, es uno de los sinónimos de la libertad. ¿Y
qué es una persona sin libertad o una vida sin riesgo, si es que, al final, no
son lo mismo?
Por eso Bernarda pierde todo: desde los chorizos hasta el
prestigio y, desde luego, el cariño de sus hijas. Mantiene su dominio hasta el
final, mantiene su sonrisa segura, distante, fría. Porque en esa casa no cabe
la sonrisa cálida que caracteriza a cualquier familia que habita un hogar. Sonrisa
preocupada y triste, unas veces; alegre y feliz, en otras ocasiones; afectuosa,
siempre.
Publicado en Aleteia el 28 de mayo de 2022:
https://es.aleteia.org/2022/05/28/la-familia-de-bernarda-alba/
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