El viviente sensitivo
Manuel Ballester
Decía
Nietzsche que el hombre moderno es un “manso animal doméstico”. Y bien podría
tener razón. No sería la primera vez.
El animal, hoy conocido como “viviente sensitivo”, es un ser de necesidades. En estado natural para satisfacer su hambre, si es necesario, mata. Otra cosa es que haya sido domesticado y otro lo proporcione con qué comer. Entonces el viviente sensitivo se hace doméstico, manso, sumiso… y se vuelve blando, todo de algodón, como Platero. Su agua, su comida, sus horas para pasear y hacer sus deposiciones: todo en orden. La ferocidad natural se emplea ahora en correr tras la pelotita que le lanza el dueño.
Ocurre
con las mascotas que tienen resueltas sus necesidades, que tienen una vida
cómoda y, a cambio, sólo tienen que someterse a las normas del dueño. Porque
los animales domésticos son vivientes sensitivos con un amo, claro. Alguien
consigue su comida y recoge sus caquitas; el mismo que pone las normas a las
que el animal doméstico se somete. Porque el precio es la sumisión, claro.
El mundo
de las mascotas es fascinante pero Nietzsche no iba por ahí. Iba, más bien, por
la descripción del estilo de vida del hombre moderno. Y dice él que el hombre
moderno, que lee este periódico en pleno agosto, tiene un estilo de vida que le
da un aire al de los animales domésticos.
La vida
del perro doméstico está bastante bien, sobre todo si uno es un perro. No es,
ni de lejos, una “vida de perros” ni va aperreado. Satisfechas las necesidades
sin esfuerzo, sólo le queda dormir ¿qué otra cosa podría hacer? Si la vida es
un toma y daca de sed y agua, hambre y comida… una vez satisfecha la necesidad,
¿qué más queda? Echarse a dormir. Si la vida es eso, con darle comida ya tienes
un manso animal doméstico, ya tienes un viviente sensitivo sumiso y
domesticado.
El
problema está en que eso está bien para el perro y el gato, porque son simpáticos
vivientes sensitivos y nada más. Pero el hombre es otro asunto. Al hombre no le
basta porque es capaz de grandeza. De nobles aspiraciones, de concebir su vida
según lo más noble y mejor.
Para el
hombre vivir es distinto de pasar por la
vida confortablemente. No es lo mismo vivir que vivir dignamente porque ser hombre es, entre otras muchas
cosas, ser capaz de soñarse y pensarse como mejor de lo que es. Ser hombre es,
también, bregar para hacer real ese sueño, que no todo va a ser soñar. Hay que
esforzarse para realizarse, para hacerse real.
Si esto
fue siempre el hombre, hay una etapa de la vida en que sobresale el disgusto
ante lo “doméstico”: la juventud, cuya característica esencial es el
inconformismo, la rebeldía, el brío por cambiar.
Parece,
sin embargo, que la juventud actual emplea su fuerza en perseguir la pelotita
que le lanza su dueño. Porque estamos ante la juventud más sumisa de la
historia. Agresivamente defensora de lo que impulsa el gobierno. En contra, por
tanto de la rebeldía juvenil, que es su razón de ser.
Los
expertos, el Señor les perdone, enseñan a
participar en competiciones sin ganadores ni perdedores, a estudiar sin
diferenciar al que sabe del que no (pasan todos, ¿a qué esforzarse?), a que
todo les es debido y que basta con que deseen algo con fuerza que enseguida se
arremanga el universo y se lo consigue más rápido que le genio de la lámpara.
Que el suicidio sea una de
las primeras causas de muerte de jóvenes bien pudiera deberse a que Nietzsche
tenga razón y que mientras lo propio de los jóvenes es rebelarse, salir del
calor del hogar para comerse el mundo, pelear, bregar, etc, ahora son
progresistas, modernos, se han hecho mansos animales domésticos. Y sienten (que
son muy de sentir, por otra parte) que eso no es vida.
El dato está ahí. Podría
haber explicaciones mejores o pudiera ser que Nietzsche tenga razón y el hombre
moderno se haya convertido en un “flaco y manso animal doméstico”. Y por ahí no
vamos, claro.
Publicado en el diario La verdad, 12 agosto 2022:
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