Entusiasmo por la realidad
Nefarious: ¿y si la batalla continúa? (2)
Manuel Ballester
Sabemos que a veces actuamos mal. Y que hay gente mala,
malvada.
Sabemos también que no queremos ser malas personas pero, a
veces, aún a sabiendas obramos mal (Video
meliora proboque, deteriora sequor, por decirlo con la sentencia clásica).
El mal es, en definitiva, algo real y misterioso.
Es un misterio porque no sabemos exactamente qué es. Hoy se
considera un problema de salud. Así como los cuerpos sufren enfermedades (males
físicos) que van desde el simple dolor muscular hasta un cólico nefrítico o un
cáncer, ocurre lo mismo en el plano psíquico donde hay distinto tipo de
trastornos. Y eso sería el mal: un desarreglo físico-corporal o
psíquico-emocional. Visto así, erradicar el mal es cuestión de ciencia y
fármaco o, lo que es lo mismo, de psiquiatra.
Así se plantea, en líneas generales, el mal en la
modernidad. Todo queda en el ámbito del ajuste-desajuste de células y tejidos,
hormonas y drogas. Y podría ser, aunque el hecho de hallarnos en lo que se
denomina “sociedad terapeútica” se traduce en un incremento de psiquiatras y
una dependencia de fármacos más que en una independencia (rasgo que tiene que
ver con la libertad) y una sensación de controlar y gozar la propia vida.
Esa, como apuntamos en la primera parte de este artículo («Nefarious, ¿y si el
diablo no existiera? (1)»)
es una posibilidad. No es la única ni es la que mejor explica los hechos, pero
es la favorita del hombre moderno, nuestra favorita.
En la novela A
Nefarious Plot (2016) de Steven Deace y en la película Nefarious, cuando habla el diablo, se
plantea precisamente esta cuestión: qué imagen tenemos de nosotros mismos,
habida cuenta de que en nuestra vida hay mal. Acabamos de recordar la primera
opción: el mal es un desajuste y la medicina puede ajustarnos.
En la película hay un mano a
mano entre un psiquiatra, el hombre moderno, es decir, nosotros y un hombre que
ha actuado mal, el culpable, es decir, también nosotros. El desdoblamiento
(recuérdese, por citar sólo un ejemplo, el El
doctor Jekyll y Mr. Hyde) es un procedimiento que permite vernos con
objetividad: vernos malos, culpables, reos de muerte y, al mismo tiempo,
intentar vernos con la objetividad de un psiquiatra, para entendernos, dis-culpa-rnos
y curarnos.
Hay otra opción: ¿qué
pasaría si hubiese diablo? ¿qué ocurriría si la historia humana (la general y
la de cada hombre) fuese el campo de batalla en el que Satán, el enemigo, intentase perdernos?
El hombre moderno, el psiquiatra, se niega a considerar esa
posibilidad. He aquí un fragmento del diálogo:
«Reo:
Soy un demonio.
Psiquiatra: Los demonios no existen».
El psiquiatra, hombre de ciencia, no está dispuesto a
admitir esa posibilidad. Sí está dispuesto a “jugar” al juego del reo, seguirle
la corriente para descubrir sus incoherencias inevitables (inevitables si el
mal es enfermedad y el diablo no existe, claro). No es una apuesta, pero sí un
punto de partida para hablar el mismo lenguaje que el enfermo.
Si existiera el diablo, dice el hombre de ciencia, entonces
el demonio estaría perdiendo ya que nunca en la historia de la humanidad hemos
gozado de tanta libertad, igualdad y fraternidad (si se entiende la ironía). Si Satán existiera, estaría perdido, estaría perdiendo, ya que, como explica el
psiquiatra, «nunca hemos
sido más libres, la alfabetización está en su punto más alto, trabajamos para
erradicar el racismo, la intolerancia, la desigualdad de género… la gente puede
amar a quien quiera, ser lo que quiera, hacer lo que quiera, la diversidad ya
no es un sueño, el discurso de odio ya no se tolera y, políticamente, estamos
reclamando la superioridad moral».
Esa
defensa de nuestro mundo es recibida con un afectuoso e irónico tono paternal: «Creo que te amo»,
dice Nefarious. Y procede a dar una visión de los aspectos de esa superioridad
moral, sin dejar de lado dimensiones técnicas (no morales), como la alfabetización
(«los graduados de Secundaria promedio leen un nivel de 6º de Primaria»): «ahora
mismo tu mundo tiene 40 millones de esclavos, más de lo que tenían los romanos
en el apogeo de su imperio, y más de la mitad son esclavas sexuales» y se ha
hecho gracias a la televisión, los medios de comunicación, que han
insensibilizado a la gente: el hombre moderno comete crímenes y ni se da cuenta
(en la película alude a varios ejemplos concretos).
Al “te amo” sigue la carcajada. El diablo no es el príncipe
de la lujuria o de la ira sino el “padre de la mentira”. Desfigurar la verdad
es su objetivo. Frente a lo que dice el psiquiatra: si existiera, estaría ganando
precisamente porque el psiquiatra no está dispuesto a aceptar la verdad de su
existencia y su lucha. Porque diciendo la verdad, y la verdad sobre el hombre,
la vida, la muerte, la felicidad y el mal, diciendo todo eso que es verdad,
consigue que el psiquiatra “viendo no vea y oyendo no entienda”: engañar con la
verdad es un arte supremo.
Es genial, el príncipe de la mentira consigue engañar
diciendo la verdad porque el hombre está tan desorientado, tan insensibilizado,
que no puede ya reconocer la verdad… ni sobre su propia vida. El hombre no sabe
qué es, ignora dónde radica su dignidad y cómo debe vivir para que su vida sea plena
y feliz. Y en esa situación de ignorancia, en esa suficiencia y “superioridad
moral”, está exactamente donde el diablo quiere que esté. Mala situación si hay
diablo y hay combate o, en términos de la propia película:
«Psiquiatra:
No sabía que esto era una pelea.
Reo-diablo:
Por eso estás perdiendo».
En un momento dado el psiquiatra acude al capellán de la
prisión, para ver qué tiene que decir el sacerdote sobre la cuestión del mal y
del diablo, y de la posesión diabólica. El afable eclesiástico dice que todo
eso son metáforas, que la realidad es que hemos avanzado mucho y lo que
llamamos mal, lo que nos molesta, «son nuestros propios miedos y pensamientos desordenados». Nefarious
se alegra de oír eso. Esa iglesia comprensiva, acogedora, que ha asumido el
discurso y el diagnóstico del psiquiatra está plenamente integrada en la
modernidad. No es el poder espiritual que podría poner coto al Nefarious’s plot, al plan del diablo; no
es inquietante y, por eso, Nefarious se alegra de saludar al encantador
sacerdote. Y es que si hubiese diablo y hubiese batalla, esa Iglesia estaría
exactamente donde Satán, el enemigo, la quiere. Ese sacerdote piensa que el mal y
el Maligno son metáforas, que no hay pelea y, por eso, “está perdiendo”.
El mal es un misterio. Si hay mal y Maligno, si el enemigo
sabe que hay batalla y nosotros lo ignoramos ¿está todo perdido? Pascal
animaría a sopesar las opciones y apostar con tino.
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