Una paradoja
liberadora
A propósito de Ortodoxia, VIII, de G.K. Chesterton
Manuel Ballester
Se dice que vivimos en tiempos de velocidad, de ruido, de
agitación permanente. Pero Chesterton no está de acuerdo. En la primera línea
del capítulo VIII de Ortodoxia lanza una paradoja de las
suyas: el signo de nuestra época no es el movimiento, sino la pereza. No
corremos porque tengamos energía, sino porque nos falta: los coches sustituyen
a los pasos, las frases hechas sustituyen al pensamiento, los grandes conceptos
("progreso", "modernidad", "cambio") nos ahorran
la incomodidad de razonar por nosotros mismos.
Este capítulo, uno de los más provocadores del libro, se titula “El romanticismo de la ortodoxia”. Y es eso lo que se propone mostrar Chesterton: que el corazón de la verdadera aventura intelectual y moral no está en las novedades brillantes, sino en las verdades antiguas. Que el alma de la revolución está en el dogma. Y que no hay nada más revolucionario que una teología bien pensada.
Porque, dice Chesterton, muchos de los intentos modernos por
"liberalizar" la religión no la hacen más libre, sino más esclava.
Cada una de las propuestas más insistentes de esa "nueva teología"
(reducir los milagros, diluir la divinidad de Cristo, sustituir la
trascendencia por la inmanencia), lejos de ampliar la libertad humana (y la
libertad de Dios), tiende a encerrarla más. En nombre de una religión más
moderna, se allana el camino para una sociedad más sometida.
Veamos alguno de los ejemplos a los que alude.
1. Los milagros y la libertad
Un milagro, dice Chesterton, no es otra cosa que la libertad
de Dios. Creer en milagros es creer que la mente puede actuar sobre la materia,
que el espíritu no está encadenado por el mundo físico. Negarlos puede ser
coherente, pero no es liberal. Porque el liberalismo, en su mejor sentido,
defiende la libertad: y los milagros son exactamente eso, libertad divina
irrumpiendo en el mundo. La Iglesia católica defiende que tanto el hombre como
Dios poseen una forma de libertad espiritual. El cientificismo moderno, en
cambio, encadena incluso al Creador.
2. La inmanencia que
encierra
Otro de los pilares de la "nueva religión" es
sustituir a un Dios trascendente por un Dios inmanente. Una divinidad difusa,
que se confunde con el cosmos o con el alma. Pero esa visión panteísta (o
budista) no nos libera: nos disuelve. Si todo es uno, no hay nadie a quien
amar, ni siquiera a Dios. Porque amar supone alteridad, y el panteísmo la
elimina. La teología cristiana, al contrario, defiende la separación: no como
alienación, sino como condición del amor. Dios se separa del mundo para poder
amar al mundo.
3. Trinitarismo y
complejidad
También el misterio trinitario, tan cuestionado desde la
modernidad, aparece en Chesterton como una de las fuentes de libertad. Frente
al Dios único y solitario del unitarismo, el Dios cristiano es un
Dios-comunidad, un Dios plural. No es un sultán remoto y absoluto, sino una
sociedad viva. Por eso la Iglesia ha preferido los monasterios a los eremitas,
las reglas comunes a las espiritualidades solitarias: porque incluso en el
ascetismo, el cristianismo defiende la fraternidad.
4. La vida como relato
Otro punto esencial del capítulo es la defensa del libre
albedrío. Frente a quienes entienden el mal como enfermedad (algo pasivo, como
el asma o la gripe), Chesterton insiste en que el pecado requiere voluntad. No
se trata de esperar una cura, sino de combatir una tentación. Por eso, dice, no
es lo mismo ser "paciente" (ante una enfermedad) que ser
"impaciente" (con el propio pecado). El pecador no puede quedarse
quieto, esperando que el médico le cure: tiene que levantarse y luchar.
Desde ahí, Chesterton traza una analogía entre la teología y
la novela de aventuras. Si la vida es una historia, entonces cada instante
cuenta. Cada decisión es una bifurcación. No vivimos en un universo plano, sino
en un drama. No en un sistema cerrado, sino en una historia abierta. Por eso el
cristianismo ha dado lugar a tantas narraciones, porque en su corazón late un
riesgo: el riesgo de ser libre.
5. Un Dios herido
La culminación del capítulo llega con una afirmación tan
desconcertante como poderosa: el cristianismo es la única religión en la que
Dios, en algún sentido, ha sido ateo. Ha experimentado el abandono, la duda, la
desesperación. No sólo ha amado al hombre desde lo alto, sino desde el abismo.
Y eso da a la ortodoxia una profundidad existencial que ningún sistema puede
igualar.
Porque esa ortodoxia no es una estructura vacía, ni una
cárcel de dogmas. Es una energía que permite a la humanidad reformarse sin
destruirse. Una pasión que justifica el riesgo de existir. Y una espada, no para
herir, sino para separar: para distinguir el bien del mal, la libertad de la
esclavitud, la verdad del espejismo.
Por eso, concluye Chesterton, los enemigos de la ortodoxia
no han destruido el cristianismo: han destruido todo lo demás. No han roto el
altar, sino las herramientas con las que se podía construir el mundo.
Publicado en la Sección "A propósito de..." de la revista Letras de Parnaso, Año XII (II
Etapa), nº 93 (Agosto 2025), ISSN 2387-1601, pp. 34-35:
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