Los personajes que entran en escena en este primer capítulo
son, decíamos, el Maestro Cereza y el “pedazo de madera”. Procedamos con orden:
veamos primero qué se nos cuenta de ellos y después los veremos en acción.
¿Qué sabemos del trozo de madera? «No era una
madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos que en invierno se meten
en las estufas y chimeneas para encender el fuego y caldear las habitaciones»,
que un día llegó al taller de maese Antonio, un carpintero que decide fabricar
con él la pata de una mesita, que se queja con una vocecita muy fina, que tiene
cosquillas cuando el carpintero empieza a trabajar la madera. Es, en suma, un
trozo de madera del montón pero, eso sí, con algunas peculiaridades de las que
hemos de hablar más adelante.
Por su parte, Maese Antonio al que todos
llaman maese Cereza, es un viejo carpintero que ve el trozo de madera como cualquier otro, igual a todos los demás, decide hacer una pata de mesa y empieza a
trabajar la madera con el hacha; ante la voz que sale de la madera, se espanta, «se queda de piedra, con los
ojos saliéndosele de las órbitas a causa del miedo, con la boca abierta y la
lengua colgando hasta la barbilla»; busca por toda la casa sin encontrar a
nadie y concluye que esa voz se la debe haber imaginado él, hay un momento de
duda, pero se niega a creer lo que oye: «No lo puedo creer. La madera, ahí
está: es un trozo de madera para quemar». Intenta hallar una explicación que le
permita seguir en su mundo: quizá se haya escondido alguien. Finalmente, la
realidad es tozuda: sigue oyendo la vocecita y cae al suelo como fulminado, «su
rostro parecía transfigurado, y hasta la punta de la nariz, que era violeta
casi siempre, se le había puesto azul por el miedo».
Un trozo de madera, aunque no sea una madera selecta, tiene
muchas posibilidades. Maese Cereza ve sólo las más pobres: son reales, pero son
las más pobres; efectivamente, puede servir para la hoguera o para hacer la
pata de una mesa, pero también para mucho más. Todos tenemos muchas
posibilidades, limitarse a las peores no es ser realista, negarse a ver las
mejores posibilidades (también reales, también presentes) es ser vulgar. El
realista cuenta con las debilidades, pero también con las fortalezas. El realista
mejora así la realidad, su mirada entusiasta la ve llena de potencial de
mejora.
Ante lo extraordinario de la madera que habla, Maese Cereza
actúa según su carácter específico cuya «regla fundamental consiste en “no ver”
lo que acaece. El trozo de leña que aparece súbitamente en su taller no le
plantea ningún interrogante» (Manganelli, 6), se trata de ese tipo de personas
que parece incapaz de lo maravilloso. Si consideramos al hombre vulgar como
aquel que está en presencia de lo extraordinario pero no se da cuenta, maese
Antonio es un símbolo acabado de persona vulgar. De hecho, en adaptaciones del
libro de Collodi, así como en películas, no aparece maese Cereza: su presencia
no crea un campo de juego en el que la historia maravillosa pueda desarrollarse.
Se trata de un tipo de persona prescindible.
El trozo de madera llegó a maese Cereza, digamos que le
estaba destinado, pero la persona vulgar se aferra a la seguridad de lo
conocido, lo fácil y rutinario aunque sea pobre y miserable, elude empresas que
supongan riesgo y creatividad. La aventura, el riesgo, produce en este tipo de
personas asombro, espanto, miedo, incredulidad: ellos son realistas, dicen. De ese
modo no realizan (no hacen reales) las mejores posibilidades que atraviesan la
realidad de un modo tan patente como las peores. Su gris existencia es una vida enajenada, una existencia inauténtica, una historia alienada en la que
domina la «ignorancia del destino, ininteligencia del milagro» (Manganelli, 6).
Cuando maese Antonio busca la fuente del suceso
extraordinario se nos hace una descripción de su casa, de sus
cosas, de su modo de vida, en fin. Incluyen un armario inútil porque está siempre cerrado: «en aquel
armario desierto y compacto ¿se esconde la locura del maestro Cereza? ¿o la
“gran inutilidad” que rige el mundo de lo real?» (Manganelli, 8). Esta realidad
del hombre de vida chata, vulgar, se agota en la acumulación de cosas inútiles,
inservibles para la construcción de la vida en el sentido humano, esto es, para
la elección de la posibilidad mejor que hay en nosotros, en la determinación de
hacer real esa posibilidad, de convertir nuestra vida en una aventura de la que
nos sintamos orgullosos o, como diría Platón, en una vida que valga la pena ser
vivida y ser llamada humana.
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