miércoles, 26 de diciembre de 2012

1.2. Más sobre Maese Cereza y el trozo de madera



Los personajes que entran en escena en este primer capítulo son, decíamos, el Maestro Cereza y el “pedazo de madera”. Procedamos con orden: veamos primero qué se nos cuenta de ellos y después los veremos en acción.


¿Qué sabemos del trozo de madera? «No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y caldear las habitaciones», que un día llegó al taller de maese Antonio, un carpintero que decide fabricar con él la pata de una mesita, que se queja con una vocecita muy fina, que tiene cosquillas cuando el carpintero empieza a trabajar la madera. Es, en suma, un trozo de madera del montón pero, eso sí, con algunas peculiaridades de las que hemos de hablar más adelante.


Por su parte, Maese Antonio al que todos llaman maese Cereza, es un viejo carpintero que ve el trozo de madera como cualquier otro, igual a todos los demás, decide hacer una pata de mesa y empieza a trabajar la madera con el hacha; ante la voz que sale de la madera, se espanta, «se queda de piedra, con los ojos saliéndosele de las órbitas a causa del miedo, con la boca abierta y la lengua colgando hasta la barbilla»; busca por toda la casa sin encontrar a nadie y concluye que esa voz se la debe haber imaginado él, hay un momento de duda, pero se niega a creer lo que oye: «No lo puedo creer. La madera, ahí está: es un trozo de madera para quemar». Intenta hallar una explicación que le permita seguir en su mundo: quizá se haya escondido alguien. Finalmente, la realidad es tozuda: sigue oyendo la vocecita y cae al suelo como fulminado, «su rostro parecía transfigurado, y hasta la punta de la nariz, que era violeta casi siempre, se le había puesto azul por el miedo».


Un trozo de madera, aunque no sea una madera selecta, tiene muchas posibilidades. Maese Cereza ve sólo las más pobres: son reales, pero son las más pobres; efectivamente, puede servir para la hoguera o para hacer la pata de una mesa, pero también para mucho más. Todos tenemos muchas posibilidades, limitarse a las peores no es ser realista, negarse a ver las mejores posibilidades (también reales, también presentes) es ser vulgar. El realista cuenta con las debilidades, pero también con las fortalezas. El realista mejora así la realidad, su mirada entusiasta la ve llena de potencial de mejora.


Ante lo extraordinario de la madera que habla, Maese Cereza actúa según su carácter específico cuya «regla fundamental consiste en “no ver” lo que acaece. El trozo de leña que aparece súbitamente en su taller no le plantea ningún interrogante» (Manganelli, 6), se trata de ese tipo de personas que parece incapaz de lo maravilloso. Si consideramos al hombre vulgar como aquel que está en presencia de lo extraordinario pero no se da cuenta, maese Antonio es un símbolo acabado de persona vulgar. De hecho, en adaptaciones del libro de Collodi, así como en películas, no aparece maese Cereza: su presencia no crea un campo de juego en el que la historia maravillosa pueda desarrollarse. Se trata de un tipo de persona prescindible.


El trozo de madera llegó a maese Cereza, digamos que le estaba destinado, pero la persona vulgar se aferra a la seguridad de lo conocido, lo fácil y rutinario aunque sea pobre y miserable, elude empresas que supongan riesgo y creatividad. La aventura, el riesgo, produce en este tipo de personas asombro, espanto, miedo, incredulidad: ellos son realistas, dicen. De ese modo no realizan (no hacen reales) las mejores posibilidades que atraviesan la realidad de un modo tan patente como las peores. Su gris existencia es una vida enajenada, una existencia inauténtica, una historia alienada en la que domina la «ignorancia del destino, ininteligencia del milagro» (Manganelli, 6).


Cuando maese Antonio busca la fuente del suceso extraordinario se nos hace una descripción de su casa, de sus cosas, de su modo de vida, en fin. Incluyen un armario inútil porque está siempre cerrado: «en aquel armario desierto y compacto ¿se esconde la locura del maestro Cereza? ¿o la “gran inutilidad” que rige el mundo de lo real?» (Manganelli, 8). Esta realidad del hombre de vida chata, vulgar, se agota en la acumulación de cosas inútiles, inservibles para la construcción de la vida en el sentido humano, esto es, para la elección de la posibilidad mejor que hay en nosotros, en la determinación de hacer real esa posibilidad, de convertir nuestra vida en una aventura de la que nos sintamos orgullosos o, como diría Platón, en una vida que valga la pena ser vivida y ser llamada humana.

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