Nuestros niños se aburren.
Es una trivialidad sabida por todos. A los padres les
resulta más patente en vacaciones. Los profesores lo experimentan el resto del
año. Pero todos convivimos con esta obviedad.
Preocupa el asunto y todos intentan que los chiquillos no se
aburran o, al menos, que no se note mucho. Los maestros, que si hay que motivar
a las criaturas no vaya a ser que las tablas de multiplicar les aburran y
tiemblen las columnas de Occidente; los padres, visitando parques temáticos o
esclafándolos delante de la tele o en compañía de la cacharrería electrónica
(las Plays, Wiis y otros aparejos).
Estamos ante la primera generación de la historia en que los
niños se aburren. Las criaturas de hasta hace nada eran capaces de inventar
mundos, hacer gamberradas, trastear, retozar, hacer equipos o ejércitos para
pelear con enemigos o dragones. Aquello se llamaba jugar. Y parecía natural. Los
adultos sólo intervenían para amargar la fiesta diciendo que había que hacer
cosas "aburridas" como merendar, recoger los juguetes o volver a casa
porque anochecía o cualquier razón de ese estilo.
No pretendo ser el primero en señalar que este modo de
proceder hace a los chicos más pasivos, más dependientes de lo que les den, más
irritables ante cualquier dificultad, más violentos, más manipulables. Cuando
el niño crece y mantiene ese talante, al tránsito del aburrimiento a la
burricie le da un nombre más sonoro, se denomina inconformista, crítico o
comprometido (engagé, por favor) con
una humanidad más humana.
Decía que los niños de hoy se aburren, pobrecitos. Los
adultos no.
Ya ha vuelto la Liga. Aunque no hay que exagerar: nada es
perfecto y algunos días (aún) no hay partido. Pero se puede sobrellevar
llenando ese vacío existencial con algún estímulo, alguna fruslería extraída
del mundo de la política, pongamos por caso. La política nunca falla. Las cosas
como son: es más grande que la Liga, la Supercopa y la Champions. Da más juego. Tiene eso la política.
¡Es tan fácil ser crítico! ¿Alguien de la plantilla se toma
unas vacaciones? se le puede criticar porque hay que tener rostro con lo que
cobra y con la cantidad de gente que hay en precario, tendría que trabajar 36
horas diarias (por lo menos); si, por el contrario, se hace algo, se puede
criticar que se haga tan poco o tan a destiempo o tan mal. ¿Alguien en una
entrevista veraniega dice que lee? se puede decir que es un elitista, un
privilegiado educado en un colegio de monjas como las señoritas de la izquierda;
si no lee y sólo se tuesta al sol, uno se puede preguntar en manos de qué
analfabetos vividores están nuestros destinos.
Y es que la actitud crítica, expresión de que el mundo no
acierta a satisfacer los antojos del crítico, es muy socorrida. Ahí tenemos al
niño que critica a sus maestros por la bárbara intención de pretender que
escriba con la ortografía correcta y critica a sus papás queridos porque no lo
sacan de excursión o porque no paran de llevarlo de aquí para allá en vez de
comprarle el último cachivache o dejarlo retozar ante la tele. Los niños
críticos ¡Son tan adorables! Al menos eso opinan los vecinos y los pedagogos,
que son los que no tienen que vérselas con las criaturas.
La postura crítica tal como la practican los intelectuales engagés y sus cachorrillos progres se
postula como un sistema de refutación del mundo. Aquí "mundo"
significa lo mismo que en cualquier otra religión. Mundo es lo que no es puro,
lo que es inmundo, el imperio de los otros (ya saben que "el infierno son
los otros", que decía aquel intelectual engagé). Y, desde esta religión intolerante que es la izquierda, la
consecuencia es obvia: hay que destruir al enemigo. Lo vemos cuando, como acaba
de ocurrir, la muchachada de la
izquierda pide que se muera una persona en estado grave. Esa jauría considera
que no se trata de discutir las ideas de Cristina Cifuentes, sino de atacar a
esa persona. Esa mentalidad inmadura manifiesta incapacidad de distinguir entre
las ideas y las personas que las mantienen.
Y sorprendente que quienes militan en el mismo bando y
mismos partidos que estas gentes, se pongan de perfil y reclamen para sí la
superioridad moral. Así siguen el juego a los otros y, según decía uno de sus
jefes, hacen el papel de tontos. De tontos útiles y cómplices, en fin.
Se puede decir que criticar la crítica es fácil, encantador
y sin consecuencias. No estoy tan seguro. Puede que nos coloquen en la misma diana
que a la pobre Cristina. No sería la primera vez quienes escribimos en esta
columna recibamos coacciones y algo más. Cabría esperar algo así como una
exposición de ideas contrarias, una contraargumentación, un diálogo. La crítica
así entendida puede ser fuente de entendimiento, puede ser constructiva. No es fácil
porque supone exhibir honestamente las propias ideas para que cualquiera las
juzgue. Y supone un elevado ejercicio de responsabilidad porque significa la
voluntad de construir la convivencia sobre una base sólida y no sobre
prejuicios ideológicos, distinguiendo las ideas de las personas que las
defienden.
Está muy bien esto de discrepar de las ideas del otro. Pero
el otro no es el infierno. ¡Vamos a respetarnos! Cuestión de cortesía, de
civismo elemental, de decencia, sin lo cual la democracia no pasa de ser una
exhibición pública de los prejuicios privados. Y, en el caso de los niños
aburridos, una exhibición impúdica de su talante totalitario: burricie, en
suma.
Mi deseo de que Cristina Cifuentes se recupere pronto y
bien. Y luego ya discutiremos las ideas de esta señora.
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