El pobre Pinocho sólo quería comer unas pocas uvas de nada.
Pero la realidad no siempre se acopla a nuestras intenciones y acaba preso en
una trampa.
Pinocho experimenta así dolor por el cepo, la soledad en el
paraje deshabitado, el miedo a lo desconocido y a la noche. Y el miedo, la
soledad y el dolor calan en su ánimo llevándolo a la angustia.
La soledad se ve aliviada pronto. Pasa por allí una
luciérnaga a la que pide ayuda. La luciérnaga parece otra encarnación del
Grillo, mantiene una breve y lúcida conversación con el muñeco, de modo que Pinocho
reconoce su error y se arrepiente:
«- ¡Es verdad, es verdad! … ¡No lo haré más!».
Llega el agricultor, lo cree culpable del robo de gallinas
que viene padeciendo desde hace tiempo: todos los indicios apuntan a la
culpabilidad de Pinocho. El muñeco se defiende con la verdad. Pretende que la
verdad baste para deshacer las engañosas apariencias y el deseo del campesino
de acabar de una vez con quien le está robando. Al final del capítulo anterior
ya intuimos la verdad, además acaba de decirla la luciérnaga y ahora la repite
Pinocho. La verdad es que él no es el que roba las gallinas, «entró en el campo
solamente para coger dos racimos de uva!…».
Con la sabiduría campesina, tan pegada a la realidad, tan lúcidamente
cercana al sentido común, señala el campesino que «quien roba uvas es muy capaz
de robar también pollos».
Esta es la verdad que sabe el campesino: que, iniciada la
carrera del mal, pasar de uvas a pollos es cuestión de grado, de un poco más. Y
si ha confesado robar un poco, si admite haber obrado mal ¿qué razón hay para
no considerarlo no sólo culpable sino también mentiroso? ¿qué razón hay para no
considerarlo culpable del delito fundamental? Incluso al proclamar la verdad,
sus actos dificultan que la certeza se abra paso.
La noche se ha asentado ya y el campesino ha oído ya
bastante por este día. Toma su última decisión antes de irse a descansar:
«como hoy se ha muerto el perro que guardaba de
noche la casa, ahora mismo ocuparás su puesto. Me servirás de perro guardián».
Para Pinocho, hacer de perro guardián es un castigo y una
degradación.
Se trata de un castigo contradictorio. Si Pinocho es
verdaderamente un ladrón, entonces el campesino estaría poniendo a un ladrón a
vigilar a otros posibles ladrones. Además, si pensamos en la tarea que se le
encomienda, la perplejidad sube de grado. El guardián es responsable de una
tarea importante que tiene dos dimensiones. Hay un aspecto negativo que
consiste en intimidar, asustar, disuadir al delincuente. La presencia del
guardián, de su autoridad o su fuerza, pueden bastar para disuadir al potencial
delincuente. Si la presencia del guardián evita el delito, ya se ha conseguido
algo bueno. Pero hay otro aspecto que es mucho más importante y es al pensar en
él cuando la contradicción es más visible. La tarea de custodiar tiene también
una dimensión positiva que, por otra parte, es la que le da sentido. Su
objetivo es cuidar, guardar, proteger. Esa es la finalidad directa, esencial;
para conseguirlo, no hay más remedio que repeler las agresiones de los ladrones.
Pero repeler es el medio; cuidar, el fin. Sólo siendo leal, honesto, apreciando
lo que se ha de guardar, puede cumplirse con esa tarea adecuadamente. Por eso,
este aspecto no puede confiarse a un presunto ladrón. Si falta el aprecio por
aquello que hay que custodiar, el guardián sólo cumplirá la tarea negativa si
tiene otros alicientes o si, como es el caso, es forzado a hacerlo. El
campesino lo sabe, por eso, «le colocó al cuello un gran collar, completamente
cubierto de puntas de latón, y se la apretó bien para que no se la pudiera
quitar… El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, y la cadena,
fijada al muro». No tiene ningún motivo para confiar en el muñeco y, por eso,
no tiene más remedio que forzarlo.
Castigo contradictorio, forzado a desempeñar una tarea cuyo
motor y sentido es la confianza.
Pero, además, es un castigo degradante, como veremos en la
próxima entrada.
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